El hogar siempre arde: la casa embrujada en la literatura de terror
Si tienes fe en las paredes, soy Dios
Garrett Cook
¿Qué es una casa? La pregunta pareciera sencilla, un lugar, el locus amenus donde la vida privada existe, palpita. Donde la familia se desarrolla, la bienamada familia, la terrible familia. Una casa es la extensión de la cueva, de la protección bajo los árboles, del lugar alto que protege la piel de la picadura de los ponzoñosos. Una casa es el lugar para mantenerse seguro, a resguardo, el Heimlich alemán que Freud desmenuza en su ensayo Lo siniestro (1919), hablándonos, con esa paciencia propia del doctor, sobre lo que significa lo familiar, y por qué al mismo tiempo esto es tenebroso. ¿Cómo lo conocido se transforma en aquello inverso, en terror?
Si examinamos la literatura de terror, gran almacén en el que se encuentran los miedos de generaciones, al menos en Occidente, nos damos cuenta de que al principio (in illo tempore, diría Mircea Eliade), lo terrorífico yacía en castillos medievales situados en geografías lejanas para quienes detentaban la pluma y el espíritu de lo que después se llamaría “Gótico”. La primera novela del gótico como tal, esa corriente que primero surgió en la arquitectura, fue El castillo de Otranto (1764) del extrañísimo Horace Walpole, quien construyó una casa extravagante llena de arquitecturas diversas y, entre ellas, el Gothic Revival. Esa fantasía llamada Strawberry Hill1 sirvió como inspiración para la creación de ese castillo situado en algún rincón perdido de Italia.
¿Tiene alguna importancia que los castillos de estas primeras novelas “de terror” hubieran sido erigidos en países no anglosajones? Por supuesto, y la razón es que en el momento en que surgen las narradoras y narradores de este tipo de literatura, el Siglo de las Luces concebía un mundo habitado solamente por la razón. ¿Cómo hablar de fantasmas si el método científico era lo único válido para interpretar la realidad? La respuesta posible se dirigía hacia el pasado y hacia la lejanía. Las historias están situadas en un contexto medieval lleno de piratas y armaduras sangrantes y crímenes horribles que se veían como propios de “La Edad Oscura”. Los historiadores modernos se han encargado de demostrar que el Medioevo no era esa oscuridad e ignorancia, como afirmaron los ilustrados, queriéndose alejar del todo de esas formas bárbaras, pues el adjetivo “gótico” proviene de los godos, pueblos provenientes de Europa Oriental, e incluso más lejos, algunos de ellos de origen iranio o túrquico, que asolaron Roma y terminaron asentándose en Europa y conformando reinos.
El barbarismo fue una moda tanto en Roma como para los Ilustrados. Porque esos “bárbaros” incluso conformaron una civilización asentada en las religiones cristianas, hasta su caída final que derivó en “la gloria” del Renacimiento y la subsecuente Ilustración. Y es en este momento, en el siglo XVIII, al lado de Rousseau o Richardson, que la oscuridad emerge como una forma de decadentismo, de romanticismo exacerbado. Tan sólo hace falta leer algunos pasajes de Los misterios de Udolfo (1794) donde la heroína de Ann Radcliffe, Emily St. Aubert llora mientras contempla la tormenta que asola el afuera, los mares tempestuosos que giran alrededor de su propia alma arrebatada. La estética de lo Sublime se conjunta con los sentimientos derivados del romanticismo. No importa la razón sino lo visceral. Y en medio de todo ello, el ser malvado que se dedica a torturar a Emily durante toda la novela, que sigue ocurriendo en Italia.
Tanto Los misterios de Udolfo como El Italiano o incluso El castillo de Otranto ocurren en Italia, en el sur del imaginario europeo y anglosajón. Italia salvaje, o en todo caso, la España perdida entre los moros y las guerras intestinas, como elige Jan Potocki como locación de su Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805 y 1810), o incluso más lejos, en oriente, como el caso del Vathek de William Beckford, quien también construyó una monstruosidad como morada, la Fonthill Abbey2.
¿Qué tiene, entonces, la casa? Es una pregunta interesante. ¿Por qué la literatura de terror tal cual la conocemos surgió con un locus o un cronotopo tan focalizado como la casa? Fustel de Coulanges en La ciudad antigua (1864) hace un recorrido sobre las tradiciones, tanto legales como de otras índoles, de los romanos, adentrándose en el derecho que abarca, por supuesto, la materia del hogar. La casa tiene distintos sinónimos, desde “edificio conyugal” hasta hogar. Y el hogar es el lugar donde arde el fuego, donde se calienta el habitáculo, donde la comida se prepara. Hogar entonces es comida, es calor y luz.
Siguiendo a Coulanges, cuando una mujer se casaba, abandonaba el apellido del pater familias, y dejaba de pertenecer a aquella institución en la que había nacido, y por un momento quedaba abandonada. El último paso del rito lo conforma un gesto que se sigue haciendo en nuestra sociedad contemporánea: el esposo carga a su esposa antes de cruzar el umbral de su propio hogar, y la deposita una vez han penetrado por esa “puerta abierta”. El último vestigio de ese apellido familiar se abandona cuando el hombre la levanta del suelo, desvinculándola de su pasado, para ahora hacerla parte de su familia, o si se quiere, de su propiedad. La puerta es el umbral por el que entra la luz, por el que se accede, el límite entre lo público y lo privado, y hay que recordar que los lugares liminales siempre están habitados por fantasmas (no en vano existen tantas leyendas sobre apariciones de fantasmas o demonios justo en los cruces de caminos).
La puerta es un no-lugar que se volverá importante para la literatura victoriana, e incluso aquella erigida a principios del Siglo XX, principalmente en Inglaterra, donde escritoras como Marjorie Bowen, Margaret Oliphant, Elizabeth Gaskell, Mary Wilkins Freeman, Edith Nesbit o Edith Wharton, dejaron entrever la imposibilidad de los mundos mezclados, de los señores y la servidumbre, del afuera y del adentro, y transgredieron, mediante la literatura de terror, este paso infranqueable dominado, nuevamente, por las costumbres constituidas por el Patriarcado.
Hablamos de casas embrujadas, y aún no me he detenido a reflexionar sobre lo que son. ¿Qué las embruja? ¿Son los fantasmas? Si seguimos diversas propuestas de historias sobre las casas encantadas, podemos asegurar que son los fantasmas, los aparecidos, quienes constituyen la primera manifestación de que una casa está embrujada. Érica Couto-Ferreira incluso titula su libro sobre este tema Infestación, aludiendo al fenómeno en el que la casa es invadida, no por ratas ni por ladrones (el subgénero del Home Invasion es famoso en el cine de terror), sin por los fantasmas.
El argumento es sólido, no sólo si pensamos en las apariciones espectrales de la novela gótica, y que el Castillo (al fin y al cabo, una casa de enorme tamaño) se convirtió en el cronotopo más visible de esta narrativa, sino también por el inicio de las historias espectrales en Occidente. Plinio el Joven en sus cartas menciona la existencia de una casa embrujada en Atenas, en la que se oyen lamentos y el sonido de cadenas. La casa está “embrujada”. Y después de varias apariciones y fenómenos “fantásticos”, nos cuenta Plinio que el asunto fue resuelto por un grupo de magistrados, quienes acudieron a la casa y cavaron en ella hasta encontrar huesos de un hombre encadenados. El cadáver exhumado es vuelto a enterrar, de acuerdo con las costumbres de Atenas, y la casa queda liberada del fantasma3. La casa entonces se infesta cuando un ser queda atrapado entre sus paredes. Esta es una de las hipótesis manejadas por los interesados en los fenómenos que aparentan trascender la realidad.
¿Existen otro tipo de causas que provoquen el “embrujamiento”? La palabra elegida por los ingleses es “haunt”, la casa embrujada está “haunted”. Y “haunting” es un verbo y también un adjetivo. Visitar con frecuencia, habitar el lugar. “Haunting” deriva del francés “hanter”, visitar. Todo esto nos lo explica en Infestación (2021) Couto-Ferreira, para ahondar en el significado más profundo de la palabra, que como nos dice también, no existe en español. Haunt es habitar, como cuando Mariana Enríquez hace hablar a Rosario en Nuestra parte de noche (2019) y pronuncia un mantra cargado de un sentimiento de nostalgia y amor: Haunt me, un mensaje para su esposo, Juan, el médium que sirve a la Orden de la Oscuridad en la novela. Haunt me, habítame, como declaración de intenciones, como muestra de lo que significa el amor. Nosotros somos una casa habitada por nosotros, y a veces por otros más.
La casa, pues, para que esté embrujada necesita estar habitada por algo más. La casa, sin embargo, no necesariamente requiere a un fantasma, pues ella misma, como estructura, representa también lo siniestro. Heim es casa en alemán, y como nos explica Freud en Lo Siniestro, los vocablos Heimlich y Unheimlich están unidos en su vinculación con la casa, con lo conocido, que también puede ser siniestro. El primer concepto hace alusión a la casa y a lo familiar, a lo que provoca cierto bienestar. Sin embargo, esta misma palabra también tiene una acepción siniestra (siniestro, lo que se encuentra al lado izquierdo, lo otro, que evoca lo desconocido, lo impenetrable y cerrado). Y es en este significado donde entra el afamado Unheimlich:
De modo que Heimlich es una voz cuya acepción evoluciona hacia la ambivalencia, hasta que termina por coincidir con la de sus antítesis, unheimlich¸ Unheimlich es, de una manera cualquiera, una especie de Heimlich. (Freud, 21)
Lo familiar, por lo tanto, tiene también un velo que puede rasgarse, con su subsecuente castigo al hallar aquello que no debería mostrarse: “En cambio, nos llama la atención una nota de Schelling, que enuncia algo completamente nuevo e inesperado sobre el contenido del concepto unheimlich: Unheimlich sería todo lo que debía quedar oculto, secreto, pero que se ha manifestado” (18).
La casa embrujada es un habitáculo de fantasmas, o un monstruo que se manifiesta por medio de Poltergeists o alucinaciones. Son sus habitantes, permanentes o de pasada, quienes sufren y atisban lo que yace detrás del velo de lo familiar: la violencia, la muerte, la depresión, el suicidio, la violación.
Edgar Allan Poe nos mostró una casa más allá del castillo gótico, lo mismo que hizo Nathaniel Hawthorne al hablar de su casa ancestral. El horror ya no está tan lejos del propio mundo, porque el horror no es el fantasma ni lo sobrenatural, sino lo que habita, the things that haunt me, haunt us, yace dentro del cuerpo y al mismo tiempo más allá de él. La casa es un reflejo de nosotros. Mircea Eliade enuncia: “Cualquiera que sea la estructura de una sociedad tradicional —ya sea una sociedad de cazadores, pastores o de agricultores o una que esté ya en el estadio de la civilización urbana—, la morada se santifica siempre por el hecho de constituir una Imago Mundi y de ser el mundo una creación divina (25).
La imagen del mundo es la casa, pero la casa también es una imagen de nosotros. “Puesto que la morada constituye una Imago Mundi, se sitúa simbólicamente en el «Centro del Mundo».” (27) Por eso es por lo que Daphne Du Maurier, la fabulosa escritora imaginadora de peligros volátiles, como en Los pájaros (1952) o La posada de Jamaica (1937) donde los personajes experimentan el horror de la humanidad y del pillaje, constituye una de las evocaciones modernas más impresionantes en cuanto a “casas embrujadas”, la poderosa Rebeca (1938), que fue adaptada, como las anteriores novelas mencionadas, por Hitchcock.
En Rebeca asistimos al desdibujamiento del personaje principal, también narrador, quien habla de un pasado terrorífico en el que sueña con volver a su casa embrujada: “Anoche soñé que volvía a Maderley”, pronuncia la narradora, y encontramos la manifestación de un universo que ya está habitado por otra presencia. La narradora, que no tiene nombre, pues Du Maurier quiere que el lector se encuentre ante la absoluta soledad y la invasión del otro. No importa el nombre, porque el verdadero es el de Rebeca, el único que existe. En la novela de Du Maurier se nos presenta a una mujer que ha terminado casándose con el aristócrata de Winter. No hay que pensar ya en la perspectiva victoriana, sin embargo, no acaba de sacudirse esta aura la sociedad de principios del siglo XX, y esto es perfecto para Rebeca, porque ese rancio abolengo funciona para alejar aún más a la narradora del mundo de Manderley. Como mostraron las escritoras del XIX y principios del XX, la casa victoriana estaba dividida entre la servidumbre y “los verdaderos habitantes”. En estas narraciones se concebía el mundo desde estos últimos. Sin embargo, en Rebeca es distinto, pues la narradora se halla a gusto con ellos, pues no tiene la seguridad de dirigir una casa que no es suya, aunque se haya casado con el dueño, y nunca lo será. La casa es de la difunta esposa, de Rebeca, quien mantiene a todo el hogar subyugado con su presencia, con sus cosas, con sus iniciales talladas o cosidas, con sus habitaciones resguardadas del polvo, siempre frescas, como si el espectro jamás hubiera salido de ahí.
Esta casa asfixiante es llevada a otro nivel por Shirley Jackson, la escritora responsable de Hangsaman (1951), El reloj de sol (1958) o cuentos como “La lotería” (1948), “La bruja” (1949) o “Los veraneantes” (1950). Shirley Jackson siempre pareció estar imbuida en el escándalo, desde su obra que fue caracterizada como “Domestic Chaos” a las declaraciones de su marido y de editores quienes afirmaban que era una bruja (se cuenta que practicaba el Tarot, la Planchette y otras formas de adivinación). Además, el escándalo que provocó la publicación de “The Lottery” en el New Yorker le valió centenares de cartas en las que se quejaban los lectores de que denostaba a la población de Nueva Inglaterra, o incluso algunos preguntaron dónde se encontraba el pueblo en el que se practicaba “La Lotería”.
La obra de Jackson está enmarcada por la profunda y lírica prosa de la escritora, así como por sus juegos e intereses enmarcados por la independencia de las mujeres, el conflicto entre hombres y mujeres, la institución del matrimonio, y los fantasmas que habitan en el cuerpo y en el alma. La maldición de Hill House (1959), junto con Siempre hemos vivido en el castillo (1962) conforman una cumbre de lo encantado, de la casa embrujada (aunque hay algunos intentos posteriores interesantes). En Hill House el lector asiste a un experimento convocado por el doctor Montague, quien ha reunido a tres jóvenes con cierta experiencia o dotes para lo sobrenatural, al menos dos de ellas lo tienen: Theodora y Eleanor. El tercer miembro es Luke, descendiente de la familia propietaria de la casona y heredero, y el doctor mismo. Además, la casa está habitada momentáneamente por una pareja de cuidadores, los Dudley, extraños y desagradables.
La maldición de Hill House muestra el interior de una casa diseñada para asustar, para incomodar, habitada quizá por los fantasmas de la vieja familia, de las niñas que vivieron muchos años atrás, y que permanecían solas durante largos periodos. Los invitados no hacen más que exacerbar la naturaleza malévola de la casa, que se manifiesta por medio de poltergeists y apariciones, cambios de temperatura y pensamientos que “invaden” a los habitantes. La novela, además, es llevada por Eleanor, Nelle, una mujer inmadura que ha escapado de un lugar al que no pertenece, creyendo encontrar uno donde sí. La niña abandonada sufre la infestación en carne propia de la naturaleza ruin de la casa.
La casa embrujada de Jackson nos habla de lo humano, del miedo hacia el otro, y de la naturaleza siniestra siempre presente en aquello que llamamos realidad. Por eso es una novela tan inquietante La maldición de Hill House. En ella encontramos la irrealidad, el deseo, la soledad, el ansia y la necesidad que pica y arde, esa que busca pertenecer a un hogar a como dé lugar, sin importar las consecuencias.
Además de Jackson, han surgido centenares de escritores interesados en las casas embrujadas. Algunos incluso anteceden a Jackson para construir realidades ultramundanas, como el caso de Hodgson y su La casa en el confín de la tierra (1908), o quienes siguieron después de la autora estadounidense, como el mismo Richard Matheson con Hell house (1971), una especie de tributo a la novela de Jackson, aunque éste no se manifieste, o el mismo Stephen King, quien ha reconocido la enorme influencia de la escritora en su obra, comprobable desde Salem’s Lot (1975). Sin embargo, me interesa cerrar este breve recorrido/reflexión en torno a las casas embrujadas, con tres casos contemporáneos: el de Mark Z. Danielewski, el de Garrett Cook y el de Mariana Enríquez.
Mark Z. Danielewski causó conmoción con la publicación de House of Leaves (2000), pues esta novela debut constituye un laberinto que atraviesa no sólo una casa, sino varias vidas y medios para hablar de casas y de psicologías. La novela, además, juega con montones de recursos de edición que conforman, físicamente, en el papel, cuadros especulares, escaleras, laberintos y notas que van de un lado al otro provocando la desorientación del lector. Sin embargo, por muy ardua que pueda parecer, la novela es sencilla de leer, aunque por momentos uno tarde buscando la marca dejada, la miga de pan y regresar entonces a la narración “principal”
La historia comienza con Johnny Truant quien nos habla de su vida deslavazada, caótica y enfermiza. Pero no siempre fue ésta así, y el elemento principal es la llegada de una casa, sólo que de manera indirecta, pues Truant se encuentra con un documento guardado por un vecino extraño, desconocido, que acaba de morir, Zampanó. Lo que guardaba este último era una especie de tesis en la que critica un documental hecho por el famoso William Navidson, fotógrafo galardonado con el Pulitzer, cuyo nombre es Casa de hojas. En este documental se narra la mudanza del director y su familia a una casa que, aparentemente, es más grande por dentro que por fuera.
De esta manera, Danielewski nos sumerge en tres principales niveles narrativos. Si hacemos caso a Eugenio Trías y su análisis del filme Psycho (1960), de Hitchcock, basado en la novela de Robert Bloch, los pisos funcionan, como también prefiere pensarlo Bachelard, en los tres niveles de la mente según Freud, el ello, el yo y el super yo. En este caso, entreverados en una maraña que extrapola el laberinto en El resplandor (1977) de Stephen King, se manifiestan tres niveles de profundidad, pues estamos, en apariencia, asistiendo a la imposibilidad: una crítica hecha por un hombre que nació ciego, sobre un documental que parece no existir. En el documental, la pieza principal es la casa.
¿Pero qué es la casa? La casa es un laberinto y un verdadero monstruo. Lo que está tratando de hacer Danielewski, como lo hace Jackson de una manera más sutil, es hacernos dudar sobre el plano de existencia en el que nosotros nos movemos como seres pensantes, como individuos, como yoes. La falsedad, lo que hay detrás de ese velo, nos lo muestra Danielewski con esta capa que va de un lado al otro sobre una casa que puede existir o no, pero que en realidad no importa su dimensión física, pues se halla adentro de nosotros. Nuestra casa es la mente, y nuestra propia mente puede poseernos.
El caso de Garrett Cook es mucho más sencillo, pero igualmente interesante. La visión de la casa de Ash Tree Lane, en Casa de hojas la seguimos con la guía de Truant, Zampanó, el documental mismo o de Navidson. Sin embargo, la casa de Un dios de paredes hambrientas no necesita de la visión de nadie. El punto de vista es manejado por ella misma. Lo que se nos dice desde la primera parte de la novela es que “Si tienes fe en las paredes, soy Dios”. Lo que habita la casa está entremezclado con la propia naturaleza física de ella. La casa no está infestada, la casa infesta y atrapa.
Los habitantes de esta casa, incluidos los fantasmas, son meras marionetas que son controladas con mayor o menor gracia por el Dios de la Casa. Para ello, es necesario el vínculo que genere uno de sus habitantes con ella, el tiempo. Lo que hay dentro de la novela, y de la casa, es sexo, mucho sexo y violaciones, vejaciones, sangre y asco, asco por el mismo cuerpo, y seres hambrientos de aceptación. De cierta manera, todos aquí son Nelle. Todos buscan su casa y el hogar, pero éste no deja de arder, porque la casa así lo quiere, porque la casa destruye a los habitantes, y estos son corroídos de manera física y espiritual.
El Dios-Casa está hambriento, y la carne de sus habitantes servirá para la inmolación.
Por último, Mariana Enríquez ha construido una serie de universos narrativos a través de sus cuentos y novelas. No hace falta ya una presentación para esta autora argentina. Sin embargo, llama la atención la importancia de las casas en su obra. Enríquez es una gran conocedora de la tradición de literatura de terror, no sólo de casas embrujadas. Y si hay algo “necesario” para los escritores de este género, es su conocimiento de causa. Hay una larga tradición que seguir, pues si no se conoce ésta, no hay forma de continuar, o incluso destrozar, trascender, convertirla en otra cosa. Mariana Enríquez, como afirmo, lo sabe, y por ello se manifiesta esa cercanía casi costumbrista que viene desde las perspectivas de Stephen King y de la misma Shirley Jackson.
Los personajes de Mariana Enríquez no tienen apellidos extranjeros, no son foráneos, aunque vivan en Inglaterra, aunque sus antepasados provengan de Italia. Lo que muestra la autora es un universo nacido de su propia aldea: de la Argentina que la vio nacer, del macrocosmos sureño de los límites y los mares y las fronteras del sur de América. Así, constituye un mundo donde los santos populares conviven al lado de las historias de asesinos en serie locales. Es Nuestra parte de noche, quizá, el compendio de este universo que proviene desde “La casa de Adela” o “Los chicos que vuelven” o “La virgen de la tosquera”, pues en ella asistimos al encuentro de Juan y de su hijo Gaspar con su familia, con el rito que llama al Dios de la Noche, al Dios de Oscuridad. Juan es un médium capaz de hacer contacto con este dios, y la familia de su difunta esposa lo necesita. A cambio, requiere que su hijo esté en paz, aunque tal vez jamás pueda estarlo.
Durante la travesía, padre e hijo encuentran la casa de la Orden, casa de la familia de la esposa de Juan, Rosario. Sin embargo, estas casas se multiplican en la novela, pues la casa también está en el lugar donde viven padre e hijo, así como la casona inglesa donde la Orden tiene su origen, una casa que también sirve para asentar lo que hay entre mundos, así como otra más donde una niña llamada Adela, se pierde, a quien de cierta forma ya vimos en el cuento de “La casa de Adela”.
Lo que sucede en Nuestra parte de noche, y en toda la narrativa de terror de la escritora argentina, es una extrapolación de la casa. La casa es el mundo, y los fantasmas somos nosotros. La oscuridad yace en una barriada, en quienes asesinan a un niño de la calle y se lo dedican al Señor de la Oscuridad, en los corazones de los policías que avientan al río a jóvenes asaltantes, sabiendo que no se van a salvar, en el de los hombres que terminan provocando que las mujeres conformen grupos donde la iniciación consiste en quemarse el cuerpo de gasolina para no ser deseables, para dejar de ser objetos.
Las casas de Mariana Enríquez se encuentran no ya en Italia, en Oriente, en la campiña inglesa, sino en la misma ciudad, en el mismo pueblo que habitamos, e incluso, dentro de nuestras cabezas, donde verdaderamente yacen los fantasmas.
El hogar embrujado, entonces, no es un lugar al que se pueda asistir buscando sustos. Se puede hacer, claro, pero la verdadera posesión no se halla en la geografía, sino en la mente, aunque los dioses y los fantasmas existan, el horror último, la Madre Terrible que hace nacer todos estos lugares embrujados, es la mente de todos nosotros, visitantes de lo macabro, quienes nos atrevemos a rasgar el velo, y mostrar el lado invertido, el sendero siniestro.
Bibliografía
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Trías, Eugenio. Lo bello y lo siniestro. 4ta reimpresión. Madrid: Debolsillo, 2016. Impreso.
- Para darle un vistazo a la casa: https://www.strawberryhillhouse.org.uk/the-house/history/
- Ver más en https://www.fonthill.co.uk/history/
- https://clasicos.hypotheses.org/370