Tierra Adentro
José Francisco Conde Ortega (1951-2021)

El ahijado de la muerte tuvo el desatino de hacerle honor a su epíteto el 1 de noviembre; pero contaré estas historias —la del nombre y de su sino— un poco más adelante; baste con decir que comenzaron hace setenta años, en algún terruño despoblado de Atlixco, la Heroica, en Puebla. Y si escribo heroica es porque casi una centuria antes de que la historia que nos ocupa comenzara a delinearse, la ciudad se ganó el egregio mote cuando cobijados por las faldas del cerro de San Miguel, los soldados del ejército comandado por el general Tomás O’Haran derrotaron a la milicia conservadora de Leonardo Márquez, lo que provocaría que éste no pudiera ayudar a las tropas de Lorencez en la batalla del día siguiente, aquel en el que las armas nacionales se cubrieran de gloria. El insigne apelativo, sin embargo, no le quitaba a la otrora Villa de Carrión —ya en los años que nos incumben— cierto cariz idílicamente agreste: largas campiñas bordeadas de flores en donde la labrantía le rendía honores a su fértil condición de designio.

En esa tierra nació José Francisco Conde Ortega, hijo primero de Lauro Conde Gómez y Rosa María Ortega Juárez; el zafral se encargaría de agregar a la familia a cinco hermanos más: Lauro, Víctor, Jorge, Estela y Fernando. De ellos, sólo los dos primeros nacerían en Atlixco, los demás enquistarían sus pasos prístinos en la promisoria Ciudad de México, en la abstracta “ciudad negra o colérica o mansa o cruel, / o fastidiosa nada más: sencillamente tibia”, como escribiría Efraín Huerta en su “Declaración de odio”. Atlixco —poblada de ahuehuetes y agua cristalina y volcánica—, sin embargo, dejaría su impronta indeleble en la piel del poeta al recordar cómo su sol quemaba el gesto endurecido por la intemperie de la soledumbre y la pobreza de su padre. El poema 11 del “Canto segundo” del Canto del guerrero lo atestigua:

11

Un zócalo morisco y La Parroquia,

con la loca del pueblo

en el atrio antiquísimo.

La casa suavemente iluminada

de la muchacha-imagen.

A media noche suenan las guitarras

para la serenata,

inevitablemente

tributo de la voz de los amigos

a la muchacha-sueño.

Desde muy lejos se oyen los murmullos

de la mañana incierta,

que anuncia sus primicias

de luz incandescente a la muchacha

imagen, sueño y vida.1

Este Canto del guerrero es una larga silva que recoge los últimos poemas publicados por José Francisco Conde Ortega. Certeramente implacable, con la precisión del solitario que encuentra en el prodigioso mecanismo del tiempo el pretexto para alargar sus noches, el poeta construye una épica labrada durante más de cincuenta años: novecientos versos distribuidos, simétricamente inclemente, en tres cantos; cada uno de ellos conformado por veinte triadas y cada una de ellas por tres liras; la andadura que el poeta forja son los versos endecasílabos y heptasílabos, dispuestos cuidadosamente para sostener su ritmo y contar la balada de su padre, con la sombra de las Coplas de Manrique y Trilce de Vallejo  —¿acaso Sabines?— a un lado. Esta historia vagaría entre la fábrica “La Concepción”2—“La Concha” para los iniciados”— y el billar México, en el centro, en donde Lauro Conde compartiría cervezas y cigarros y canciones con Gabriel Siria Levario. Ante el inminente cierre de la fábrica y las condiciones impertérritas de la provincia mexicana, su padre, junto a los audaces ojos de Rosa María, su esposa, y las manos infantiles e inquietas de sus dos primeros hijos, delinearía un nuevo romance entre nuevas calles. El poema que cierra el “Canto segundo” reza:

20

Después la sombra suave del olvido,

a fuerza de esperanza,

en sitio que promete

razones más propicias y lejanas,

como huerto cerrado.

Muy atrás van quedando los balcones,

la flor entristecida,

un perro solitario,

el cerro azul que le concede otoño

y rezos de las beatas.

Del giro de las aves nace el agua

cercana del recuerdo,

aún por enconarse.

Otro lugar, otro combate espera

la insignia del guerrero.3

En la Ciudad de México del medio siglo, el padre-guerrero libraría nuevas lides. Y en la última de ellas —como esa copa postrera y traidora de ron que obnubila el alma y los sentidos y descubre los demonios que yacían agazapados en la medula de los huesos—, el guerrero caería abatido el 31 de julio de 1970 por la sevicia de la ciudad y “los roncos emboscados y los asesinos de la alegría” —otra vez Huerta—. Arropados sólo por el desamparo, su madre —ahora viuda a los treinta y cuatro años—, sus cinco hermanos menores —el menor de ellos todavía en brazos— y el poeta deambularon entre vecindades, barrios y oficios para subsistir. Pero también comenzaba a esbozarse una nueva vida, ésta, quizás más promisoria, aunque no por eso menos incierta:

16

Último día de julio del setenta.

Ya no hay razón de ser

para este mundo, ahora inacabado.

La muerte en plena vida.

Nada sirvió la familiar plegaria.

Yo era el hijo mayor. Tenía dieciocho

años, la prepa a punto,

unas cuantas lecturas, pocos versos.

Vi llorar a mi madre

hasta su muerte, a solas. No es metáfora.

Más de un cuarto de siglo de viudez

templaron el orgullo.

Crecieron mis hermanos con su abrigo.

Yo comencé esta línea:

Pensemos en la noche, en la inquietud…4

De la incertidumbre de aquel aciago día, José Francisco Conde recuerda: “pensé que debía hacerle un homenaje distinto, un homenaje con lo único que yo aprendí a hacer en la vida, que era leer y escribir versitos”. Esos “versitos” —citando a otro poeta mayor, Guillermo Fernández— encontrarían su forma final cinco décadas después; cada uno de ellos —de los novecientos— nacería y moriría en innumerables libretas de formato imperceptible manchadas con la tinta de una pluma fuente. Las volutas de sus sílabas se perderían hasta que la pavesa del tiempo se apagara y las dejara libres en la página. Mientras tanto, la escritura del novel poeta comenzaba a encandecerse entre sus huérfanas manos.

El tráfago posterior a aquel día sea, tal vez, sólo dolorosamente anecdótico; interesante para algún inadvertido hagiógrafo o recurrente en el tedioso corro familiar: la compañía del mejor y más antiguo amigo; la generosidad de muchas personas que se atravesaron en el camino del poeta y le ofrecieron refugio y abrigo; su primer —y último— día como albañil y su inmediato ascenso a “sobrestante”; la primera prueba de honestidad que la vida le brindó; lo amores y sus calosfríos ignotos; el barrio y los perros noctívagos que acompañaban sus noches febriles; el futbol y el equipo de la colonia, el “Faja de oro”; la esquina de las calles de Victoria y Norte 72; la camiseta del Cruz Azul obtenida por un buen partido —¿sería la de Fernando Bustos?—; el rigor de la ausencia; los primeros días en la Facultad de Filosofía y Letras; los primeros libros en francés; las primeras clases en la preparatoria Bertrand Russell; el enésimo despecho y también la primera estrella de la tarde de sus veinticinco años.

Cada uno de estos días inmisericordemente resumidos en unas cuantas líneas son, también, las cartas de navegación para descubrir en el oficio del poeta las señales y “esa piel de lobo” para reencontrarse en su ardua y paciente labor, y saber también de las obsesiones y las lecturas y el rigor de su poesía; de la luminosidad de su preclara ensayística y del deleite y el solaz de sus crónicas. Estos días, en fin, están contenidos en sus más de treinta libros publicados, pero estarían inconclusos sin un lector atento y desocupado que se reconozca en sus líneas, que comparta sus calles o que recuerde con codicia la piel empotrada en la memoria o que descubra la sed de los cuerpos.

En 1985, el poeta comenzaba una vida dedicada a las aulas de la Unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Con treinta y cuatro años a cuestas, compartía el escaso pan, el lecho y las paredes de un minúsculo cuarto de cuatro por cuatro con quien sería su contrafuerte y su puntal; su escudo y adarga; pero también la cicuta que dejaba su acre resabio entre los labios de ambos. Aun así, su compañera, “Guadalupe, que no Sandra”, aparece en los poemas del primer libro publicado por Conde Ortega: Vocación de silencio. En él está la amada, sí, pero muy lejana de la abstracción de Melibea: en sus versos hay un diálogo con ella, un ir y venir de palabras de un código compartido que conforma las ansias de nombrar al amor por vez primera:

Cada palabra tuya

Mientras las horas pasan

y se mueren

cayendo sobre el lento otoño,

el fuego de tus ojos recuerda tu palabra,

tu voz sencilla y ávida,

tus manos saciadas de infinito.

Y cada palabra tuya es otro aroma,

otra lengua quizás,

otro —renovado— intento del alba.

Por eso cada hora contigo,

cada sonido de tus labios

es una brizna de mar

o un perfume de volcanes

bajo los ecos extraviados

de una tarde que,

lejana ya,

parece que revive en tu palabra.5

El poeta comienza a entrever en la cárcel de la forma la libertad anhelada, la patria en donde sólo él es quien controla el designio del verso. La disposición estrófica, la irregularidad de sus versos, pero, sobre todo, la cadencia sostenida por el léxico certero son ya una apuesta que encontrará nuevos cauces en toda su poesía. Este primer libro, y como una curiosidad anecdótica, lo iba a presentar Conde Ortega en la icónica sala Ponce del Palacio de Bellas Artes el 19 de septiembre de 1985. Con ese fiero ingenio que lo caracterizaba solía decir que era una señal del mundo que él no quiso escuchar. Cabe recordar que los poemas de este libro fueron escritos en servilletas no con la impostada frivolidad del “artista”, sino con la distraída mirada de quien sabe que es más complicada la cotidiana lucha que la fútil búsqueda de posteridad. Y otra vez la fortuna del solitario: gracias a la paciencia de Vicente Quirarte —quien recogió estoicamente las servilletas y mecanografió los versos escritos en ellas—, el primer libro saldría al amparo de la UAM.

El trabajo incansable, febril, del poeta lo llevó a publicar, en 1988, La sed del marinero que regresa, también bajo el sello de su Universidad, en donde aparece ya la palabra que, en todo su esplendor, quizás defina la poesía de Conde Ortega: anacreónticas:

La hora

La hora exacta del licor,

la certera copa

donde nacen los milagros;

donde caben el amor y la ternura:

la lúcida destrucción de la mañana.

Es un impostor el sueño

y todo se sabe y todo es fácil,

hasta la quieta soledad.

El dominio de la sed: la flama

que impone y no su señorío;

la prometida urgencia: los fragmentos

de la noche ferozmente consumida.

La hora exacta; la espera

que completa los minutos.

Un milagro que nace de la noche.

Y cada alba es oro;

y oro y luz, la madrugada.6

La celebración del amor y de la compañía, de la certidumbre del nuevo día y afrontarlo con las heridas cerradas, quizás en falso, pero que no escuecen la piel son la poética de este libro. Así aparecen nombres que se convertirían en el rito necesario de la amistad transitada por cantinas, presentaciones, ferias y suplementos culturales. Arturo Trejo Villafuerte, Ignacio Trejo Fuentes y Emiliano Pérez Cruz habitan sus versos, lo mismo que el preguntarse por las “primeras sílabas del poema”; comienzan, también, a vislumbrarse sus lecturas: Efraín, Bonifaz y Neruda, pero también Aleixandre y Machado, San Juan, Garcilaso, Quevedo y Rilke, Baudelaire y Eliot. Y al lado de ellos la vida misma: los amigos que comienzan a morir, las bienhechoras cantinas como “La curva” y “La flor de Oaxaca”, refugio de solitarios y de hombres tristes “repitiendo los poemas tan sabidos —de poetas casi ángeles— que obsesivamente herían nuestra memoria”;7la familia que crece y se multiplica: Jorge, su sobrino de seis años —el primero de toda la segunda estirpe—, el hijo “de los dos años y meses [que] desordena el silencio”. Es el ímpetu de querer nombrarlo todo, porque el poeta sabe, pese al insano placer de estar vivo, que la vida es frágil y frágil también la permanencia de las cosas, por ello el asombrarse siempre; el querer, aunque sea por un instante, asirlo todo después de haberlo designado. Y junto a la cotidiana jornada, siempre la presencia inevitable de la compañera:

Tu beso

Tu beso, fresca sal, licor.

que sube del silencio.

Tus labios atisban el beso

y lo convierten en fiebre y humedad:

en mar de arena.

Tu beso, final escolio

en las letras de mi nombre. 8

Después del fervor, el poeta publica, en la Universidad Autónoma de Zacatecas, Para perder tus ojos, en 1992, poemario con el nunca se sintió satisfecho; comentaba que lo único que valía la pena era el título, y al releerlo uno atisba la imposibilidad de la voz poética para decirlo todo y, como quisiera Rubén, “de otro modo lo mismo”. El poeta rebusca en su repertorio y en las hojas amarillentas una forma de encontrar una salida al desenfreno de sus primeros dos libros. La forma lo acompaña porque la ha decantado, sabe de sus amarres que evitan la deriva y se aferra a la celebración, pero hay algo en su oficio que debe serenarse, hay veces en que el arrebato lleva al agotamiento y es necesario dar paso a la calma:

Celebración

Es de noche

y sigues siendo mi amada medieval

bajo el signo del amor cortés.

Es otra noche de julio

cuando el escudo de Amadís

convierte el vino en luna llena;

tus ojos cruzan el arco de los leales amadores

y tus labios deciden el triunfo

en esta corte de amor.

Es la noche de la ternura inacabable,

de tu fresca piel bajo mi espada;

la noche del triunfo de los cuerpos

y de los vinos en francés.

Es tu noche, y del poeta

—o algo así—

que amó otra vez tus manos infantiles

que abrieron rutas en mi frente

y mis cabellos.

Es tu noche, amor;

es nuestra noche.9

Pese la incomodidad de su tercer libro, Conde Ortega se reinventa, y con la serenidad de la primera madurez concibe Los lobos viven del viento, publicado por la UNAM en su ya icónica colección “El ala del tigre”. El título es un verso de François Villon, y nunca lo ocultó; al contrario, siempre compartía algún verso que su oído sabía pronosticar como la carta de presentación de un poemario. En él, está la “exploración de una ciudad cuya geografía se descubre paulatinamente a través de la vivencia introspectiva, de la deambulación, del discurso amoroso en segunda persona o del alcohol compartido […] se vuelve eco de textos anteriores, en una red de correspondencias internas, lo cual proporciona una sensación de plenitud poética: no es frecuente encontrar semejante coherencia en la configuración de una cosmología personal”,10como escribiera Frédéric-Yves Jeannet, en la presentación del libro el 20 de mayo de 1993, en Coyoacán. Y es también la contemplación, el “soy este que va a mi lado sin yo verlo”, como escribiera Juan Ramón Jiménez. Es el proferir un mea culpa y saberse falible; la voz no es ya “un pequeño dios”, a la manera de Huidobro, más bien es —a la manera del “Vampiro”, Francisco Cervantes— pedir “piedad para mí mismo y que mi obra te responda”. Ese ligero matiz en donde el poeta sabe que esa otra vida, tan inesperada e intempestiva, es azarosa; que aquel que no puede verse así mismo de frente es incapaz de encontrar “la verdad”, la que está vedada como el fuego de Prometeo y que, por ventura, sólo se alcanza cuando sin reparos se conciben ambas promesas como igualmente irrealizables.

5

Es vidrio que uno ve secarse

van gastándose las horas.

Nada se parece a la historia

de sed y olvidos voluntarios.

Una broma de la memoria.

Y entonces la mañana es víspera

que acoge los remordimientos:

el juego se repite muchas veces

y es arena que busca distinguirse

en el descaro de una playa imaginada,

Entonces regresar

y sorprender el vidrio intacto;

y en el prodigio de un minuto

saber de los pies entumecidos

por el tacto feroz del mismo suelo.11

Y es “el sabor de la noche [que] deja su huella en la pared” o “cada palabra que sabes/ después de las cinco de la tarde” (192 PDL) el pretexto del lobo para afilar sus dientes y saber que escribir con todo el cuerpo es también una labor solitaria que demanda la observación de los símbolos propios y los signos que éstos fraguan en el mundo. La imagen, derrotero y senda, se construye así en la voz del poeta.

A Los lobos viven del viento se sucedieron Imagen de la sombra e Intruso corazón, ambos de 1994, en donde la apuesta escritural se vislumbra continuum depurado. En el primero, Conde Ortega escarcea con un ars poetica que deviene pregunta interminable; por eso la “sombra”, el “olvido”, la “noche” y la “vigila” templan el antes fragoroso estruendo del decir.

26

Aprendiz de olvidos,

el invierno medita su condena

sobre la banca de un parque.

Las palomas afilan su pico en la piedra,

un niño tropieza y llora;

el esbelto movimiento del aire

desordena sus cabellos.

Cerca el ruido de los coches,

la múltiple celebración del mediodía.

El invierno cede su piel

a la gastada condición del sueño.12

Por su parte, en Intruso corazón, la voz antes macilenta se trastoca al sonido de un bolero. Y suenan una vez más los hielos que entrechocan en vasos jaiboleros repletos de Appleton blanco y agua mineral —siempre en la proporción exacta—, el milagro de las madrugadas compartidas y el refugio del poeta que se encuentra detrás de las puertas: el amor como juramento que despunta con el sol del oriente de la Ciudad de México —tal vez sea por la privilegiada vista que desde las ventanas de la otrora ciudad-dormitorio (Nezayork) se aprecia del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl—. Escribe Enrique López Aguilar que:

en el cruce de caminos, Conde se permite jugar con la inserción de versos o imágenes provenientes de otros poemas para completar alguno de los propios […] en ellos consta una línea y una voz poética que han ido madurando y afianzando tesituras y coherencias temáticas.13

El oficio del poeta, en sus seis primeros libros, está constituido como un obstinato, un bajo continuo sobre el cual Conde Ortega puede armonizar voces, calles e historias en una partitura para desventura y orquesta con ciudad.

Vigilia

Fumo para espantar la noche.

Tengo por delante el claro día

y me despierto desnudo

para adivinar el sol de otoño.

(Ella duerme aún).

Nos esperan olores nuevos,

calles por caminar

y la ceremonia de todos los días

en la severa fiesta de la vida.

Fumo para espantar la noche.

(Parece que las estrellas

dejan la luz sobre sus hombros).14

La apuesta está dada, y sólo un golpe de los dados hará que la voz, antes trémulamente serena, vire hacia otro puerto. La muerte de su madre, quien había sostenido con “terco orgullo” el endeble lazo familiar, obligó a Conde Ortega a volcar su furia en la página. Como Argos que espera a Ulises, la cárcel de la forma fue, una vez más, la fiel escudera de su voz poética. Construido en verso blanco, en sonetos, el poemario Rosa de agosto es el primer homenaje que le rinde a la matriarca ausente, quien sobrellevó treinta y cinco años de viudez junto a sus seis hijos que supieron muy pronto del desazar. Aunque nacida en abril, Rosa María Ortega celebraba su cumpleaños el 30 de agosto, día de Santa Rosa de Lima, la primera santa de América. El porqué es, quizás, una anécdota más, pero el engranaje de la poesía de Conde Ortega nunca es esquivo. El libro contiene 29 poemas, uno antes del 30, porque, como diría José Alfredo —otro de los poetas que habitan la poesía de Conde—, “ahí me hiere el recuerdo”. Ya no hay celebraciones ni sicalipsis, tampoco la ciudad ni sus resquicios, tan sólo la efigie de la entereza: otra forma del amor.

IV

Y mantener la imagen de tu muerto

fue la forma inviolable del amor.

Tu cuerpo erguido, tus anhelos, solos

como la filigrana de tu tiempo,

alejaron los aires del verano,

el agua de los mares incompletos

—reclamos de la vida y su impaciencia—.

Y todo para atesorar, intacta,

la voluntad —virtud del indefenso—

para elegir la muerte con la vida;

o la otra vida que se gesta a solas.

O una fuerza feroz, la del aliento

que socava la inútil mansedumbre

de aferrarse, tenaz a la memoria.15

Desgarrado, el poeta comienza a callar. La febril premura languidece y prefiere la adusta paciencia del rigor, de saber que el silencio es una forma también de estar vivo. Estudios para un cuerpo, Codicia de la calle —el único acercamiento formal al poema en prosa de Conde Ortega— y La arena de los días preludian un sigilo de más de un lustro. De este último, resalta el primer poema:

1

Y hablo contigo,

a solas;

te dibujan

las palabras

que nacen del silencio.16

Un hablar a solas que se verá interrumpido por Cuaderno de febrero y Fiera urgencia del día. Éste, como una ofrenda a la vida de sus muertos: los abuelos, sus padres, sus amores: Martín Quirarte, Luz Castañeda de Quirarte, Severino Salazar, César Rodríguez Chicharro, Miguel Ángel Ongay, Jesús Arriaga Padilla —el cómplice inusitado—, Nacho Quirarte, Rafael Velazco, entre otros, son labrados en la memoria mediante la forma del soneto, compañero inseparable de quien sabe de los entresijos de la poesía y sus ardides. Y como adenda, el libro, de pequeña circulación y tiraje limitado, contiene doce ilustraciones del pintor guerrerense Leonel Maciel, hechas exprofeso para estos poemas.

Sin embargo, este silencio en la poesía fue acompañado de su labor incansable como periodista, cronista y estudioso de la literatura mexicana. Sus libros de ensayo Diálogo de octubre, Diálogo inmediato y Diálogo en voz baja son necesarios para conocer la literatura mexicana, desde el siglo XIX hasta las postrimerías del XX, y su propio andamiaje —quedaron en el tintero Diálogo de soledumbre y Diálogo cervantino—. Su crónica puede admirarse en La esquina de los hombres solos, Que nada cambiará bajo tu piel, Asombro de silencios: casi oro, casi ámbar, casi luz y Luces de Nezayork, todos compilaciones de su andar incansable por suplementos y revistas literarias. Su obra poética puede consultarse en Práctica de lobo —obra reunida 1985-1999—, Fiel de amor —antología de poemas amorosos— y Espina del tiempo —antología personal—. Su labor en vida culminó con Canto del guerrero, el último poemario que pudo ver impreso en 2017: el libro que abre con la primera línea que escribió, pero no la última que su pluma fuente pergeñó entre las páginas amarillentas de sus libretas que se revolvían en su inseparable morral con sus actas de calificaciones, los suplementos y los talones de pago de la Universidad, junto a las fichas de depósito del banco que atestiguan que el poeta vivió, amó y bebió como sólo la fortuna le concede a sus hijos pródigos.

Entre la búsqueda incansablemente tortuosa de los papeles que siempre hay que llenar en la cruel tramitología de la muerte, entre sus actas de nacimiento y los indicios de una vida plena, aquella compañera que Conde Ortega atisbó cuando él tenía tan sólo veinticinco años y se volvió guerrera admirada por las batallas libradas en sus propios términos encontró dos poemarios inéditos: Itinerario de lunas —dedicado a Sandra Arriaga Rico, la guerrera— y De este licor oscuro, que aguardan pacientemente el momento de salir y de dejar nuevas señales. De este último —y la palabra, ahora sí, adquiere todo su significado—:

Testamento

1

Quizás sea cierto,

como dice el poeta rumano,

que la mejor herencia para un hijo

sea el nombre impreso

en la hoja de un libro.

Y así mantener unido al mundo,

aunque nadie sepa qué pasa

cuando la lluvia nos obliga

a caminar descalzos

o a inventar un pájaro

para ver si existe el aire.

Pero creo que no sobran

algunos bienes de la otra fortuna:

un techo seguro

para que el aire no despeine los cabellos,

una sopa caliente y un pan

para saber si hay dios

cuando se tiene la ventana abierta,

una camisa limpia y calcetines

para no pasar de largo

cuando se escucha la palabra amor.

2

¿A dónde me lleva todo esto?

Tal vez a redactar en el papel,

antes de que los signos

comiencen a gastarse,

todo lo que no quisiera dejar

para mi hijo,

lo que llevo en las manos y en la espalda:

la palabra que dijo una promesa

cuando ya no hacía falta,

un traje de fiesta

solamente para no estar triste,

el soñarme desnudo

para buscar en medio de la gente

un pantalón y unos zapatos

a la medida exacta del insomnio,

el deseo ilegítimo

de morir sin preguntarme nada.

No quiero legarle

mi miedo a las alturas.

Para sentirme menos culpable

acudo al diccionario:

A C R O F O B I A.

En algún libro de ciencias

leí la profecía:

mi destino final es el suicidio.

3

Miro hacia atrás.

Recuerdo una sonrisa

que nace de la luz como una idea.

Muevo las manos

y toco al mundo de costado.

Es como una pared

que tiene dibujado mi nombre.

Tiene huellas de orines y de lluvia.

Miro hacia adelante.

Encuentro un espejo infiel

que a fuerza de mirarme

me conoce de memoria:

sabe que soy

el que duerme a la orilla de la cama,

el que despierta y orina largamente

mientras la madrugada

acuchilla las puertas de la casa.

Hago como el espejo.

Me observo detenidamente.

Ése que mira soy yo:

la misma estatura adocenada,

el sobrepeso,

el insomnio gastado sin provecho,

el orgullo imprudente

de ser el último invitado

que sale de la fiesta.

4

Acaso mi nombre

limpiamente impreso

sobre la cubierta de un libro

sea un buen legado para el hijo.

Algunos he dejado en el camino.

Sé lo que no quiero heredarle.

Está escrito y lo sostengo.

Pero sí le dejo el corazón

y mi cerebro hastiado de preguntas,

unos cuantos cientos de libros,

música, pinturas, amistades,

el gusto por el buen vino y los cigarros,

la paciencia generosa de su madre

y el arrojo para vivir.

Y claro, de la historia del sobrenombre de ahijado de la muerte, que prometí al principio, como diría José Francisco Conde Ortega —mi padre, el poeta— ya les contaré “un día que venga con más calma”.

Tlalpan, octubre 2021

  1. José Francisco Conde Ortega, Canto del guerrero, México: UAM, 2017, p. 41.
  2. Su fachada puede consultarse en: https://ru.historicas.unam.mx/handle/20.500.12525/610;jsessionid=8B346EAA0B13E638C96F005031FCA9F9
  3. Ibid., p. 50.
  4. Ibid., p. 68.
  5. José Francisco Conde Ortega, Práctica de lobo, México: UAM, 2001, p. 27.
  6. Ibid., p. 49.
  7. Ibid., p. 126.
  8. Ibid., p. 66.
  9. Ibid., p. 140.
  10. Frédéric-Yves Jeannet, “José Francisco Conde Ortega: construcción de la morada”, en http://zaloamati.azc.uam.mx/bitstream/handle/11191/2076/Jose_Francisco_Conde_07_19.pdf [consultado el 18 de octubre de 2021].
  11. José Francisco Conde Ortega, Práctica de lobo, México: UAM, 2001, p. 182.
  12. Ibid., p. 239.
  13. Enrique López Aguilar, “Impertinencias del corazón”, en Tema y variaciones, núm. 6. https://www.yumpu.com/es/document/read/51039264/la-poesa-a-de-josac-francisco-conde-ortega-enrique-lapez-aguilar [Consultado el 20 de octubre de 2021]
  14. José Francisco Conde Ortega, Práctica de lobo, México: UAM, 2001, p. 256.
  15. Ibid., p. 274.
  16. Ibid., p. 363.

Autores
Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en las generaciones 2009 - 2010 y 2010 - 2011, y dos veces becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2014 - 2015 y 2017 - 2018, ambos en la especialidad de cuento. Ha publicado cuento, ensayo, reseña y crítica literaria en Laberinto, Confabulario, Este país, Molino de letras, Siembra y Tinta Seca, entre otros. Aparece en las antologías Cofradía de coyotes (La Coyotera Ediciones, 2007); Fantasiofrenia II. Antología del cuento dañado (Ediciones Libera, 2007); Ardiente coyotera (La Coyotera Ediciones, 2008) y Bragas de la noche (Colectivo Entrópico, 2008). Es autor del libro de cuentos Campanario de luz, (UAM, 2013), y de La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo (UAM, 2019). Es editor de la revista Casa del Tiempo de la UAM.