El gran zapato cultural
Siempre me ha parecido absurda la Navidad. No quiero decir que odie los regalos o la comida. Lo que me parece descabellado es esta especie de locura que nos incita a colocar muñecos de nieve, trineos y renos en un valle donde solían crecer lirios acuáticos, perros sin pelo y pencas de nopal. Imagino el mundo si nosotros hubiéramos ganado esta guerra cultural y fueran los noruegos quienes, en lugar de pinos de navidad, se vieran en la desternillante necesidad de colocar enormes magueyes tequileros en medio de su sala, con xoloitzcuintles de peluche, jaguares o místicos naguales para colgar como adornos. Ya los querría ver a los pobres alemanes comer camotes poblanos y cocadas en lugar de tristes y desabridas galletitas de jengibre −quién sabe, quizás en una de esas evitaríamos así otra guerra−.
La cuestión es que a muchos les molesta la Navidad por el tráfico, el desfalco o la inevitable tragazón, pero es a través de su iconografía que se pone en evidencia lo que realmente debería pesarnos: ante todo, se trata de una cuestión de poder. Cada diciembre nos recuerdan, bajita la mano, quién ganó la guerra cultural y al son de quiénes marchamos. ¿Que nos estamos cansando de los colores coca-cola y nos empezamos salir del huacal? No se preocupe usted. Ya hace unos años que tenemos arbolitos morados, azules. O-p-c-i-o-n-e-s. Usted tiene opciones. Aunque dejar de celebrarla, no sea una de ellas. El verdadero espíritu navideño es perpetuar esa relación vertical entre unos humanos y otros.
Claro que hay cosas lindas de la Navidad, como que muchos eligen precisamente estas fechas para salir del clóset o aprovechan la cena familiar para presentar a la novia fea. También hay otros fenómenos sociales silentes que no dejan de sorprenderme: mucha gente elige estas fechas para morir. Algunos se dejan caer por los puentes peatonales, otros simplemente adelantan el reloj para morir a tiempo, antes de que los agarre un nuevo ciclo.
Pero ahí, en medio de una gran melancolía y dulzura decembrina, sentimientos mucho más viejos y mucho más importantes que la mugrosa Navidad, allí mezclada se encuentra, seguramente, la sensación de impotencia y desamparo que nos trae ese gran zapato cultural que nos aprieta el pescuezo. Como niño nos la tragamos sin filtros y para cuando somos adultos, ya no hay escapatoria.
Si nos resistimos tanto a aceptar la adultez, es quizás porque sabemos que en algún punto vamos a tener que tragarnos mentiras como La Democracia o La Monogamia. Así, con mayúsculas. Y bueno, es horrible, pero ninguna mentira tan absurda y tan política −que además tragaremos junto a un enorme guajolote relleno de carísimos piñones− como La Navidad.