Tierra Adentro

Hubo un momento antes de que iniciará el Perú-Paraguay donde se suspendió el tiempo. La ceremonia protocolar había terminado y los equipos ya estaban en sus posiciones. El balón estaba colocado en el manchón central, los árbitros listos, el público justo al borde de la rutinaria excitación inicial. Pero el tiempo le había quedado largo al partido. Faltaban casi cuatro minutos para que el partido pudiera comenzar. El árbitro central se quedó viendo su reloj durante varios segundos. No podía pitar el comienzo todavía. Fue una pequeñísima fisura en el sistema que dice que todo debe comenzar a cierta hora específica. Nadie sabía qué hacer.  Todos esperaban alguna reacción del árbitro, pero él no despegaba su mirada del reloj. Cada uno de los presentes se enfrentaría al imprevisto menor de la forma en que le diera en gana. La toma televisiva se abrió del balón en el centro a la panorámica completa de la cancha. En ese momento, casi al unísono, los jugadores de ambas escuadras, cada uno desde su mitad, empezaron a correr sin salir del radio de su posición. Hubo una extraña simetría en sus movimientos. Fue una coreografía no planeada. Era como si en la cancha un virus hubiera dañado el mecanismo interno del juego y este mutara a ser otra cosa. El balón no era el centro a partir del cual gravitaban los jugadores. Ellos corrían sin perder sus posiciones de un lado a otro. Por un momento no hubo centro. Los equipos se movían en espejo sin perder ninguno su posición en la cancha. El murmullo inicial de los espectadores adquirió tonos distintos. Nadie sabía si era enojo o excitación o una sensación distinta. Hasta que, en un momento de lucidez y conservadurismo radical, empezaron a entrar en sincronía balones a la cancha. Varias personas desconocidas sintieron que era necesario que volviera el centro. Quizá los mismos jugadores, sin saber qué más hacer, pidieron su eterna cadena redonda. La imagen empezó a tener el aburrido sentido de siempre. Hombres detrás de una pelota. Silbidos que exigían el comienzo del partido. El árbitro central advirtió que el tiempo había vuelto al cauce previsto. Los balones salieron de la cancha. Se detuvo el tiempo por última vez. Comenzó el partido.

No hay partido más extraño que el de la disputa por el tercer lugar. Su lógica pertenece al sinsentido de lo sobrante. Es un añadido planeadamente imprevisto. Los equipos llegan con la absoluta certeza de haber perdido desde antes. No disputan ni siquiera el primer puesto de los últimos, sino el segundo en la lista de los que no ganaron. Pierden dos veces antes de jugar. El partido es casi siempre una confirmación de los ánimos obtenidos durante los partidos de las semifinales. Perú y Paraguay, acaso los equipos más sorpresivos de la copa, llegaron a su último partido con la única certeza de que no serían campeones. Perú llegó con el ánimo de aquel que pudo llegar a la final, pues perdieron por la mínima diferencia y contaron con la expulsión temprana de Zambrano; Paraguay venía desfondado anímicamente tras el 6-1 frente a Argentina, con la doble pérdida de su jugador más desequilibrante, Derlis González, quien se perdió primero por la muerte de su tío, tras un paro cardiaco al verlo ser el héroe del partido frente a Brasil, en los cuartos de final y después durante el partido contra Argentina cuando salió lesionado al minuto 27. El resultado del partido fue una continuación de ambos estados de ánimo. Perú salió crecido de la copa, Paraguay también, pero con el temple triste de quien sabe que tuvo el destino en contra. También en la derrota hay matices. El partido por el tercer puesto en el mundial fue una mezcla de lo mismo, la depresión crónica Brasil lo hizo perder frente a la mezquindad práctica de Holanda.

Otra posible razón a la extrañeza del partido por el tercer puesto es que pocos lo ven. Y probablemente por eso nadie sabe exactamente qué sucede durante estos partidos. No he conocido todavía a nadie que me diga con total seguridad que vio un partido por el tercer puesto. Ni siquiera yo que tenía que verlo supe si lo vi de verdad. Dormité varias veces en el primer tiempo y durante los primeros minutos del segundo. Tampoco los espectadores que casi llenaron el estadio municipal de Concepción estuvieron atentos al partido, pero se escuchaban y veían contentos. Gritaban «vamos, vamos Chile» y recreaban el invento mexicano patentado por el aburrimiento: la ola.

Cada que sucede un partido por el tercer puesto se debate sobre su existencia. Yo me sumo fervorosamente a la obligatoriedad del partido, aunque no haya visto uno entero. Me entusiasma su apertura frontal al aburrimiento; a la posibilidad de dormirse mientras sucede, sintiendo que no perdemos nada por distraernos. Me imagino la felicidad de los espectadores. Saliendo del partido sintiendo que tuvieron una tarde redonda donde no perdió ni ganó nadie. Ese aburrimiento tan distinto al que sucede en las finales tan cerradas, donde cualquier descuido puede ser el momento donde todo termina. El público chileno tuvo un día donde  su selección puede ser todo. No hay tragedia ni épica. Hubo un día donde Messi no es todavía un pecho frío o el héroe nacional. Los peruanos y los paraguayos pudieron ver un partido tranquilo donde ya no había nada en juego, sólo un pequeño título que no dice nada. Terceros. Cuartos. Da lo mismo. Los partidos sin promesa nos hacen olvidar el nerviosismo perpetuo de la vida, nuestras ansias continuas por destacar. Eso es lo que posibilita el aburrimiento. La gris construcción de todas las cosas. El tiempo nace con el aburrimiento, escribió Novalis. Algunos aburridos menos creativos, pero más sabios, quizá, en un momento parecido al del desconcierto del comienzo del partido, inventaron el futbol.

El partido quedó dos a cero, pero nadie sabe quién ganó.