La bestia
Espero. La mejilla derecha, pegada a la piedra fría, se me entume. Exhalo nubes blancuzcas de dióxido de carbono. Dentro de la casa, la madre deja salir un grito que me obliga a deslizar la cara hasta la ventana. Veo al padre mover sus ojos de un hijo a otro como si tratara de comparar sus rostros. Lo cierto es que los rasgos de Charles no parecen los mismos. Tengo que largarme y lo entiendo, mi resaca empeora, pero sigo plantada aquí. Los que están en el interior tampoco mueven un músculo. Charles se lleva esas manos fornidas a la garganta y se arranca todo de un solo tirón: cuello, camisa, chaleco —me hace imaginar que continuará con la carne y nos enseñará su tráquea descubierta—. Luego del breve ardor, Charley es una ruina. Su padre y Ned, el hermano menor, lo suben con gran esfuerzo por las escaleras. La madre siente mi intrusión y vuelve la mirada hacia el cristal. Ya no estoy.
—Capitán Gill, son las seis —carraspea Solomon, resucitándome, mientras los brillos groseros de la mañana revalidan lo que acaba de decir.
Algunos beben como marineros. Algunos navegamos como borrachos. La verdad es que no nos podemos llamar marineros en toda la rigidez del término. Nos conocen como «pilotos de aguas». Somos apenas compañeros del piloto eléctrico en nuestros buques. Los patrones están cerca de desecharnos como a las porquerías que llenan los mares, pero a mí me va mejor ocuparme de los problemas cuando han llegado.
Me encamino a la cubierta, repitiéndome que soy afortunada por tener un trabajo simplón que no siempre exige sobriedad. Solomon me empuja y la aspereza de sus palmas traspasa el lino de mi camisa.
—Sé andar, insolente —reclamo.
—Necesitas ir al compartimento de máquinas, cap’ —responde.
Se me tuerce una tripa. ¿Es por quedarme a dormir en un camarote?
—Si no eran horas laborables, Solomon.
Sé que si los Apse me bajan a eléctricos otra vez, requeriré al menos doce horas de sobriedad por día. Llegamos al cuartucho de máquinas, donde nos saluda un tipo flaco con dos o tres años menos que yo. Mi acompañante le toca la espalda al chico y me acerca a él de un tirón.
—Dominique Gill, electricista de oficio y capitán del Gary Apse —nunca me van a dejar olvidar que soy electricista—. Cinco años a bordo: ella es a quien puedes molestar si tienes un revés con estas cosas.
El novato presenta, orgulloso, sus credenciales. Graduado como ingeniero eléctrico en no sé cuál colegio de Port Home, generación 2085, mención honorífica en su examen. Yo no pasé por exámenes, pienso, sólo me criaron entre cables y máquinas. La jaqueca, a cien punzadas por minuto, me trae a la mente lo que vi anoche: Maggie Colchester, rota como muñeca de palo, sepultada en la turbiedad de ese río.
Hago un movimiento de testa que bien podría indicar reverencia o aburrimiento y salgo de la habitación. Puntos blancos y azules me invaden las retinas al alcanzar la cubierta del barco. Ordeno a mi escueto personal —no sin que se me escape algún hipo— revisar el pronóstico del clima y encender los radares térmicos para advertir cualquier cuerpo inconveniente en las aguas de hoy. A tropezones, asciendo al puente de mando. La basura escocesa que me tragué ayer lucha por proyectarse desde mi estómago. Aspiro una masa grande de aire salino y la retengo.
—¡Nada de nada, capitán! —grita uno de los mozos, un tal Thom, que sólo entró acá para beberse las botellas ajenas.
Libre de las cargas usuales, conecto mis audífonos al estéreo. Notas avejentadas por el arribo y partida de tantos años me salpican ambos oídos y apaciguan los dolores del alcohol. La música debe ser como el nado —me complace pensar eso, pues no conozco cuerpo acuático donde se pueda nadar sin lacerarse la piel.
Mi nave, que en realidad pertenece a la compañía Apse e Hijos, corta el oleaje de alquitrán con violencia; parece traer encima la ira de sus ancestros. Entre una secuencia de notas nacidas en un escondrijo de América y el hedor de la mar purulenta que se agita debajo, mis sesos demandan que tome un sorbo más del zumo escocés. Cuando la embarcación salta, el frasco escondido en el forro de mi saco me aporrea las costillas. Ahora no, le contesto a la sed.
A eso de las once de la mañana, el piloto automático nos impulsa rumbo al Támesis. Veo la vieja Canvey Island que se queda atrás: el faro Chapman, apagado indefinidamente, me siembra ganas de ir a repararlo, no sé para qué. Ya encauzados en el río, la peste química se agudiza; una gota roja se me escurre por la nariz. Bajo a cubierta, donde los marinos no se encuentran en mejores condiciones que yo. Los miro amontonar el metal chatarra que han recolectado.
—Casi doscientos kilos, cap’, y no ha terminado la jornada —se vanagloria Solomon.
Los tripulantes me ruegan por un descanso en Gravesend. Pero acabo de estar allí, ¿no?… Solomon me tira su pañuelo para que detenga la hemorragia. Trepo de nuevo al mando, paro el programa de pilotaje y anuncio que es hora de echar el ancla de fondeo. Por mi ventanilla los observo operar las poleas y lanzar el monstruo de hierro a la cama del río. La acrobacia del ancla me devuelve la imagen de Maggie Colchester.
Todos, hasta el electricista principiante, salimos a las carreras por el muelle. Nuestro grupo cruza una callejuela en diagonal y tres verticales. Doblando a la izquierda topamos con un pub donde ellos invaden una mesita para cuatro. Yo me instalo en el gabinete del fondo, reclino la cabeza y cubro mi vergüenza de cara con el pañuelo ensangrentado. Los oigo discutir con la mesera sobre la hora de apertura del bar. Sello los párpados y la señorita Colchester regresa, cual película en repetición.
A Maggie no la conocía bien. Baste decir que me ocupa el pensamiento por lo que la bestia hizo con ella. A la bestia sí que la conozco: es pesada, pavorosa y perfecta. La muy canalla, además, protagoniza docenas de fotografías en el museo de la Apse e Hijos; cualquiera que se dé una ronda por allá puede contemplar cuadros miniatura de la célebre asesina serial. Yo no necesito el producto de una cámara; nos hemos visto mucho en la otra Inglaterra.
Anoche —o hace unos siglos— la bestia ahogó a Maggie en el Támesis, justo a la altura de Gravesend. Fue una rabieta, supongo, porque a ese barco no le causaba gracia ser arrastrado. En un segundo reventó el pasacabos de hierro que sujetaba el cable del remolcador, haciendo la soga respingar con tal energía que se llevó varios postes de la baranda de proa.
Ned Mate y yo divisamos a Maggie en el castillo, con su bonete rojo bien puesto. Sonriente, se erguía de puntas en una de las anclas, para espiar las maniobras de los marinos. ¿Podíamos haber evitado lo que sucedió luego? Corrí detrás de Ned, quien gritaba advertencias inútiles a la muchacha. El cable metálico, un millón de veces más veloz que nosotros, se ensartó en la uña del ancla. Ésta, como encendida por un ánima perversa, se fue contra Maggie: primero la derribó y, cuando ella osó ponerse de pie, la cogió por la cintura con su uña y dio el clavado fatal por la borda, hundiendo consigo a la mujer y al gorro color rubí.
Me atrevo a declarar, pues al fin no hay nadie apto para rectificarme, que oí su columna vertebral crujir con el tirón del ancla. Cerré los ojos un instante; al abrirlos, distinguí a Charley Mate, el hermano de Ned, que saltaba tras el objeto de su adoración. Unas horas después, ya con el sol a punto de dormirse, los boteros de Gravesend hallaron el cadáver rubio de la chica; la piel se veía mordisqueada por peces y faltaba la mitad de su vestido.
—Lo más trágico —me dijo Ned en el puerto— es que casi libramos el viaje completo sin muertes; iba a ser la primera vez, ¿entiende?
Colchester, el capitán anciano de La Familia Apse —con ese nombre bautizaron a la bestia sus dueños—, había invitado a su sobrina Maggie a unirse a la tripulación en una travesía larguísima. Para el viaje, los hermanos Mate fungían como primer y tercer oficial. Hasta donde sé, Charles albergaba planes serios de casarse con la joven Colchester; pasó la excursión ostentando sus gracias de hombre de mar, seguro de que la famosa bestia tan sólo necesitaba un buen domador.
Yo aparecía en el barco de vez en cuando. Digo que aparecía porque no se me ocurren palabras más adecuadas. Las almas a bordo eran tantas que nadie pensó en preguntarme por mi origen. Ned, quien había gastado tres de sus diecinueve años navegando sobre aquel animal en calidad de aprendiz, dilapidaba sus horas libres en contarme las vilezas de la bestia. En varias ocasiones lo regañó la esposa del capitán, una señora bigotuda, repelente, que vivía de facto en los camarotes de la nave y todo el tiempo se pavoneaba con un grueso medallón dorado.
—¡Simplezas y habladurías! —pronunciaba, siempre disparando una buena dosis de saliva—. Ya no le contamines el coco a esta señorita.
El tema del barco desquiciado, como le decían, helaba la sangre de los trabajadores. En La Familia Apse reinaba una prohibición tajante de hablar de muertes y maldiciones durante los viajes, pero no se me escapó que incluso el capitán Colchester lucía temeroso ante la mole que dirigía.
A Ned Mate le encantaba, o le encanta, desobedecer el mandato de silencio.
—Debería haber visto el escándalo que se armó por construir este barco. Que si esto un poquito más fuerte, que si más grueso, que si no vendría mejor cambiar esta cosa o la otra —parloteaba el chico, tan emocionado que sus manos macilentas se sacudían al narrar—. Tabla tras tabla se dejaba ver la bestia: se convirtió en la nave más torpe y pesada para su tamaño; iba a ser la estrella de la flota Apse e Hijos y esperaban un registro de dos mil toneladas, ¡por lo menos!, así que…
—¿Y cuánto terminó pesando? —lo interrumpí.
—Usted verá, cuando por fin la pesaron, tuvo mil novecientas noventa y nueve toneladas y fracción.
Ned se quedó aguardando mi grito de sorpresa, que no tuve la educación de proferir.
—Bueno, la gente estaba pasmada, señorita —insistió—. El Señor Apse, el mayor… eh, dicen que se fue a su cama a morir de coraje.
Así, según Ned, inició la inmensa colección de asesinatos cometidos por el barco. En el momento de su estreno, una mañana de junio, la bestia se puso en marcha sola y aplastó varios remolcadores y a un infeliz carpintero. A partir de entonces, repartió terrores por doquier: en cada viaje mataba a algún pobre diablo y hundía los botes cercanos.
—Cien marinos y un capitán experto no son suficientes para entenderla, para domesticarla —aseguraba Ned, cuidándose de que la vieja Colchester no lo escuchara—. Dios sabe que lo intentan. Un día se porta como un cordero; al siguiente, ahoga a alguien. Y qué vamos a hacer, si meterse con los Apse es entrar a la lista negra.
—¿Quieres que crea que el barco está vivo, Mate? —me burlé.
—Hay humanos locos —defendió—. Y los barcos son construidos por gente. Si la locura es una falla en las fibras de nuestra cabeza, un barco loco bien puede existir… a la manera náutica, ¿no?
Yo oí cada relato de Ned con sincero placer. Por supuesto, no tenía motivos palpables para pensar que el barco estaba demente o poseído por un demonio; tampoco las tenía para tachar a los marineros de mentirosos. Lo maravilloso de mi presencia en ese sitio era el encuentro con un verdadero navío de velas —¡velas, por el amor de la reina!—; un monstruo que consumía el sudor de tripulaciones numerosas. Qué me podían importar las supersticiones homicidas, si delante de mí tenía semejante grandeza.
Todo eso, claro, hasta que vi morir a Maggie Colchester a manos de un ancla cuya cuerda se movía con la perfidia de una serpiente. Aquella tarde concluía el viaje. Abandonamos la embarcación en silencio y recorrimos quince metros antes de que el dolorido Charley hablara detrás de nosotros.
—Ned, me voy a casa.
Nos montamos en un coche de tiro, los tres. Accedí a acompañarlos por no dejar solo a Ned con la carga del hermano descompuesto, aunque este último me había mirado con recelo desde que me conoció. El más pequeño destello de mi figura era capaz de ensombrecer el ánimo de Charley, quizá sin que él supiera la razón. De cualquier modo, al final de esa odisea Charles Mate no disponía de fuerza para detestarme.
Llegamos a su hogar ya casi de madrugada. Sentí la resaca inaplazable y rehusé con balbuceos la invitación de Ned, quien me suplicó entrara tomar un descanso. Apoyé el rostro en la pared de piedra, esperando el regreso.
Estuve ahí, tanto como ahora estoy sentada en un pub que prende sus lámparas fluorescentes en pleno día. Conozco la otra Inglaterra gracias al tarro. Basta con que seis pintas de cerveza o medio litro de whisky pasen por mi garganta, para que la tapicería del mundo comience a descarapelarse y yo aterrice en un cuadro distinto. Debo estar hecha de materia volátil.
No he consultado esta volatilidad con los doctores, ni he sido así toda la vida. Lo peculiar del caso tal vez sea que, habiendo frecuentado el alcohol desde los quince años, mis visitas comenzaran hace poco; apenas el día de Las Tres Cornejas, cuando la tripulación dijo que era mi primer aniversario como piloto del Gary Apse y que «la cantina nos convocaba». A lo mejor me caería bien un trago ahora.
—Nos vamos en cuanto lo ordenes, Gill —dice Solomon, quitándome el pañuelo enrojecido.
Sin dar la orden, atravieso el pasillo de focos horrendos y abro las portezuelas que desembocan en la calle de Gravesend. Liberamos a Gary en diez minutos. Me coloco en la silla alta de la timonera y vuelvo a mi música, permitiendo que el insecto automático haga la labor de empujar el engranaje. ¿Habría obedecido la bestia a un programa electrónico? Hoy no existen barcos al nivel de La Familia Apse. Ni siquiera la flota actual de esta dinastía logra competir con ella. Los jefes de ese tiempo se morirían otra vez en los sepulcros si vieran su imperio reducido a una chatarrera del infierno.
El mapa luminoso apunta hacia Port Home. Si me preguntaran, diría que es la ciudad con el nombre más ridículo; es una zona de hoteles y sedes industriales, no de hogares. «Londres» le sentaba mejor. Empiezo a tararear un blues y el electricista nuevo me saca un susto cuando llega a mis espaldas con un plato de carne a medio cocer.
Mis molares tardan cinco minutos en deshacer cada bocado del animal —¿de veras será un animal?—. Mastico y veo el cielo. Arriba, un tercio de las nubes parecen aluminio rugoso, como si fuese a haber tormenta eléctrica; el siguiente trecho se asemeja al humo del opio; lo demás tiene un color verde vómito. No es raro que uno prefiera encerrarse en los pubs.
Si Su Majestad, la bestia, estaba realmente loca, algo sabría. Es posible que presintiera la muerte del océano. Loca a la manera náutica… ¿Por qué no? Quizá creía que su deber era asolar a esta especie; nada diabólico hay en eso. Necesitas dormir, murmura la conciencia.
La marca azul en el plano, símbolo de nuestro barco, titila en señal de cercanía con su destino. Vislumbro el muelle de Port Home. Los hombres acomodan el fierro rescatado en cajones de madera. Thom y Solomon tiran un centenar de peces muertos e inflados en contenedores para tóxicos. Me resulta chocante que la gente comiera fauna acuática hace sólo cuatro décadas. Un anciano de Sheppey me juró, seis meses atrás, que el sabor de los barbos y las carpas del Támesis era la mayor nostalgia en su paladar.
—¿Peso? —pregunto.
—Doscientos treinta kilogramos, capitán Gill —vociferan todos al unísono.
Etiquetan las cajas, se felicitan por el buen día de basura y corren a la avenida para subir a los camiones que los botarán en sus casas, fuera de Port Home. Después de revisar que la maquinaria esté apagada por completo, el muchacho de eléctricos se queda fumando a cinco metros de mí. Meto la mano al forro, extraigo la licorera y le doy un sorbo inofensivo.
La caminata del muelle al hostal donde vivo dura quince minutos. Hoy traiciono mi ruta; cruzar por el andador de vinaterías me toma media hora. La administradora de la casa conversa con un tipo gordo en el portón. Me saluda en un volumen de voz excesivo, haciendo uso de mi título —que le enorgullece más que a mí—, como siempre que tiene visita.
—¿Ya sabía, señor Richmond, que éste ha sido el hogar de varios pilotos de la Apse e Hijos?
Con mi ropa cubro bien la botella de whisky recién comprada. Devuelvo las reverencias y pido me disculpen «porque tuve una jornada terrible». Voy desempacando la bendita adquisición mientras subo los escalones. No sé si lo que quiero es ver a esa bestia o separarme por unas horas de la fetidez de mi Inglaterra; ambos prospectos son emocionantes.
Abro el cerrojo y soy recibida por una habitación helada: en mis dos días de ausencia el calefactor halló la forma de descomponerse. Muevo la perilla hasta los cuarenta grados Celsius. El aparato lanza una suerte de graznido y muere. Quito el enrejado para examinar los fusibles, pero ya no tengo frío, sino sed.
Las bocanadas ardientes, que poco entienden de gravedad, me trepan hacia las neuronas en lugar de caer al estómago. Apuro el ritmo y consigo que la recámara tiemble. El sabor es espantoso; me deja ciega. Finalmente, otro escenario.
Altamar. Mi cuerpo está inclinado sobre una baranda de popa. No es la bestia; reconozco el olor a agua alquitranada y el revestimiento de los pasamanos. Vine a parar al Gary Apse. Todos los faros de la cubierta duermen y el panorama nocturno, que tapa la suciedad en el cielo, también vela mi vista. Escucho a alguien correr por el costado del barco.
—¡Capitán Gill! —gime el intruso, asustado.
Las pupilas no me alcanzan para distinguir el perfil del hombre trémulo. Arrastro los pies en su dirección.
—¡No se acerque a nosotros!
Es el ingeniero eléctrico. Dos jadeos se unen al suyo y siento escalar una rabia mezclada con hambre. Llamo a Solomon, el oficial, entre la negritud.
—Lo ahogaste —dice uno de ellos.
—Idiotas, debería ahogarlos a ustedes —respondo—. ¡Arreglen las luces!
La tiniebla crece en espesor. Nos callamos. Luego, sometidos a mi mandato, los faros prenden con intensidad máxima. Tres marineros acobardados me observan desde la amura de babor. Thom, el más próximo, suelta improperios tartamudos contra mí pateando el piso. Deseo matarlos. Levanto el brazo derecho, pero no hay brazo: una cadena gruesa y larga que danza en el aire ocupa el sitio de la extremidad desaparecida. En la punta, un ancla gris dirige sus uñas al frente, como lista para destrozar a los tripulantes.
No les concedo tiempo de rezar. Con dos sacudidas del ancla tiro a Thom y al nuevo por el costado del barco. Guardo al tercero —el que me acusó de ahogar a Solomon— para la conclusión de mi acto. Ni intenta huir. Un gancho de mi mano férrea le coge las piernas y se contrae en torno a ellas. Los huesos de la víctima chasquean. Alzo la garra despacio, llevando al hombre fuera de la cubierta antes de zambullirlo en su tumba de sal, olas y brea.
El aullido del calefactor vuelto a la vida me perfora el cráneo. Borracha y torpe gateo a través del horno que es mi cuarto. Desconecto la clavija y abro las ventanas empañadas. Noto mis brazos, hechos otra vez de carne. Por el cristal de la botella veo los números brillantes del reloj de buró: las seis con treinta.
Atropellando a los demás peatones, doy de zancadas por las aceras. Pongo el pie en el muelle con cuarenta y cuatro minutos de retraso. Mis compañeros se asoman desde la borda; ninguno tiene pinta de haber muerto anoche. Ordeno desanclar el Gary Apse, me encierro bajo llave en el puente de mando e inicio el programa de navegación automática, que hoy contempla rodear la Isla de Wight.
Un quinto de hora transcurre y la radio náutica me saca del sopor. Llamada entrante. Cuando tomo la pieza para hablar, oigo la voz de Ned Mate.
—Charley se pasó más de veinte días sumido en una fiebre cerebral —cuenta.
—¿Qué? ¿Dónde estás? —cuestiono.
El paisaje negruzco y la ventana que me lo muestra se difuminan. Ned, vestido con un conjunto de gamuza amarillenta, está delante de mí sosteniendo el mango de un paraguas blanco. Londres, de nuevo.
—¿Se siente mal? —prorrumpe.
—Me distraje —contesto—. ¿Ha mejorado tu hermano?
—Recuperó la salud, pero no la tranquilidad. Apenas echó mano de un trabajo en la costa china —dice, cabizbajo—. No lo veremos pronto en Inglaterra.
Ned me conduce al interior de una cafetería, para la cual dudo traer ropa adecuada, y ocupamos unos bancos bajo las escaleras. El mesero anota nuestra orden sin enmascarar su molestia ante mi pantalón sucio.
—Usted querrá saber, señorita Gill, si hicieron algo después de lo de Maggie —susurra el chico, y se plancha el cuello de la camisa con los dedos—. Su tío, el capitán Colchester, se plantó en la oficina del señor Lucian Apse y dijo que no volvería a tomar el timón de esa bestia traicionera.
Ned calla mientras un camarero distinto nos sirve dos tazas de café con licor. El sujeto se va y mi amigo continúa sus murmullos:
—Ha sido un escándalo insoportable. Los Apse le rogaron al viejo que se diera un tiempo para pensar. Vaya ataque de histeria, el que le desataron. ¿Usted lo vio bien? El hombre era de cabellos grises, si lo recuerda, pero en quince días se le han puesto color nieve. La bestia está a punto de robarse otra vida, aunque el jefe haga como que no lo nota.
—¿Por qué no dejarlo ir y ya? —indago.
—¡Orgullo, señorita! Un Apse jamás va a admitir que algún barco de su armadora haya salido defectuoso…, más que defectuoso, genuinamente loco. Ahora tienen anclada a la fiera esa, en espera de que se resuelva lo del capitán.
—¿Me puedes llevar a verla?
Son necesarios muchos ruegos y empujones para convencerlo, pero terminamos yendo a Gravesend. En el espejo del Támesis flotan treinta embarcaciones más o menos grandes. A cincuenta metros del resto, La Familia Apse está presa con siete boyas de amarre, como animal feroz en exhibición.
—También atada es de temer, todos lo saben —advierte el joven.
—Ned, ya la conozco —digo, mirando el agua azulada donde la bestia arroja su sombra.
Él se torna lúgubre; en su gesto desconfiado percibo al hermano.
—No se le ocurra creerse eso —replica—. Nadie conoce a este demonio y quien piensa que lo hace no acaba bien. Yo, que zarpé en ella desde los catorce años, no puedo decir que la conozco. Aquel primer día a bordo, me puso un susto formidable: Estaban guiándola para salir y todavía ni aflojaban la cuerda que iba de la popa al muelle, cuando enfureció por un pequeño tirón que el remolcador le dio. En un instante se zarandeó con la peor violencia… No pensaría uno que algo tan grande pudiera batirse así. Rompió el calabrote que la ataba y fue a estamparse con el muelle. Todos tropezamos. Había un chico arriba, en los mástiles, quizá de mi edad; con el golpe cayó sobre la toldilla, a unos centímetros de mí, y se partió la cabeza. Podríamos haber sido buenos amigos, él y yo. Déjeme decirle: ni esperando lo peor se llega a conocer a esta bestia —agrega, en medio de un gruñido.
—¡Es irrepetible, Ned! —exclamo—. Al principio supuse que eran cuentos, pero está viva. Tiene carne y respira; no pueden mantener ese barco encadenado.
Ned Mate se aleja unos pasos, sonríe con pena y afirma que me desea suerte, pero que es mejor no volvernos a encontrar. Luego de vigilar que pare un carro y se marche a Londres, me acerco a donde mi bestia intenta descansar. Pero qué difícil debe ser el descanso cuando hay tanta energía sin usar. Lo sé: yo podría ser un verdadero capitán si en mi tiempo el pilotaje no estuviese reducido a programas de cómputo.
Debe de ser domingo. Los extraños que pasean sin rumbo cerca del río me ojean, curiosos, a la vez que acaricio uno de los amarres que aprisionan a mi bestia: mi alma en bruto. Le hablo:
—Tú sabías, ¿verdad?
Como respondiendo la pregunta, la bestia de hierro y laurel negro trepida. Los otros buques, a una distancia prudente de ella, hacen lo mismo. ¿Algo en la marea? Pero no: Volteo alrededor y todo el muelle, los caminos de carretas y los peatones se agitan de modo similar. Me voy.
El ventanal del puente de mando me da la bienvenida a mi barco automático. Nos movemos cerca de Ramsgate. Al salir hallo a la tripulación luchando con una pieza ferrosa, en forma de portezuela de camión, que se les ha atorado en las redes recolectoras. Incluso el mozo nuevo les ayuda.
—¿Quién está supervisando eléctricos? —grito.
—Hacen falta todas las manos posibles aquí, cap’ —pretexta el tipo a quien creí romperle las piernas anoche.
Resoplando, bajo al área de los camarotes y sigo por el pasillo hasta la sala de máquinas donde laboré cuatro años. Las cosas están como deben: cajas reguladoras de voltaje, bombas, tanques de lastre… Quizás el ingeniero sí entiende su trabajo.
—Hola.
La voz me obliga a girar ciento ochenta grados sobre un solo talón y casi resbalo. El irruptor se carcajea.
—Perdóneme, tengo una risa incontrolable —dice, envuelto en su vestimenta anacrónica—. Me llamo Wilmot.
—¿Eres un polizón? Te convendría más colarte en barcos de pasajeros —manifiesto.
El tal Wilmot gira los ojos y se saca el abrigo, apoyándolo en su brazo izquierdo.
—Vengo a presentarme, por mera cordialidad —declara.
—Tendrás que bajar del buque en la siguiente parada, Wilmot —informo—. Esto es propiedad de Apse e Hijos.
—Usted también lo es; sólo que aún no lo sabe —asegura.
No le toma ni dos segundos asirme por los hombros e impactarme de cara contra el generador eléctrico. Alzo un codo y le golpeo la boca del estómago. Lo oigo darse un porrazo en el suelo. Profiriendo injurias, corro hacia la cubierta.
—¡Un polizón atacó a su capitán, imbéciles! —gimo.
Los marinos, que seguían desenredando las redes, botan su faena y se apresuran a descender. Hay un chichón bajo la piel de mi frente. ¿De dónde me conoce alguien llamado Wilmot? Me siento en el castillo de popa a sobarme la lesión. Mis tripulantes regresan pasmados.
—Gill, no hay nada allí —dice Solomon.
Se quedan tensos, creyendo que los llenaré de insultos, pero monto la escalinata y vuelvo a encerrarme en la timonera. Desearía dar un trago a mi cantimplora como la gente normal —vaya que lo necesito— sin el riesgo de sufrir alucinaciones o tropezar con otras eras. Vigilo que la computadora continúe por el cauce marcado. El cielo inmundo hoy tiene una franja lechosa en el centro, si es que hay un centro.
El Gary Apse ha recogido cuatrocientos cincuenta kilogramos de chatarra para cuando terminamos de dar la vuelta a Wight. Emprendemos el retorno a Port Home, satisfechos con nuestra jornada, y desde mi cabina los oigo bromear acerca de mi locura. «Imaginándose hombres en el cuarto de las máquinas, ¿eh?», ríen, «ya debería casarse, antes de que sea fea».
Finalizado el día, dejo a los muchachos empacando los cajones de basura y salto al muelle de Port Home, ansiosa por beber en compañía. Camino por la segunda calle a la derecha y cruzo la fuente de los mendigos —como quiera que se llame en realidad— para llegar al bar de Las Tres Cornejas, en Cinnamon Street.
Dentro del bar, una tabernera gorda y anciana limpia la barra con un trapo negro que no se ha lavado en semanas. Las mesas están tomadas.
—Sólo hay lugares en la barra o en el salón, muchacha —refunfuña.
Le agradezco su amabilidad y, evitando la barra, me dirijo al salón de fumar pipas, apartado del exterior tan sólo por cristal y tablones más viejos que el polvo mismo. Antes de entrar, giro el cuello para pedirle a la mujer que me lleve una pinta de cerveza oscura. La tabernera no está allí; en su sitio hay una señorita esbelta de treinta y tantos, con pelo rizo y corsé bordado.
—¿Quieres que te sirva algo? —pregunta, enseñando la sonrisa más amplia del mundo.
Me quedo idiotizada en el acto. Miro el lugar por segunda ocasión: prácticamente vacío. Para ser una cantina se ve reluciente; los tablones del salón, que un momento atrás rebosaban de mugre, de pronto lucen un barniz nuevo. Inspecciono a la camarera.
—¿Usted quién es? —mascullo.
—Señorita Blank, me dicen —responde con un júbilo anormal—. Puedes decirme así también.
Un temor me recorre. Ni siquiera me he emborrachado y ya volví a saltar. Pongo una mano en la perilla; no sé si entrar a la sala. Una voz conocida, adentro, me corta las cavilaciones:
—Ese tipo, Wilmot, le reventó los sesos al fin. Y bien merecido que lo tenía.
¿Wilmot? La cruel declaración me paraliza, pero a la señorita Blank no consigue ni interrumpirle el bostezo.
—Oye, pasa si quieres —me invita la dama—. En el salón sólo están Jermyn, Stonor y otro señor que no conozco.
—Mejor me siento aquí —bisbiseo, señalando la mesita más cercana a esa habitación—. Sírvame una pinta, por favor.
Con el tarro enfrente escucho la conversación de los tres hombres. A través de una rendija identifico a Ned Mate. Ya no es un chico; veinte años o más lo han pisoteado y ataviado en un trajecillo de lana. ¡Cómo vuelo en el tiempo! Ned, siempre tan amante de su propia voz, relata los esperpentos de la bestia. Su tono suena casi orgulloso.
—Los Apse se agarraron al primer insensato que pudieron hallar —sigue diciendo mi antiguo camarada—. Es obvio, si lo que más les asustaba era la mala reputación que pudiera hacerse su barco endiablado. Wilmot era su segundo oficial; un tonto sin madera de navegante. Me simpatizaba, por eso me da lástima que ahora trabaje de carretero… Lo hizo caer bajo, ese desastre.
—Él fue quien perdió el barco, ¿no? —interviene alguien más.
—¡Que si lo perdió! —vitorea Ned, y luego atenúa sus palabras—. Es triste que una distracción acabe en ruina, ¿no creen? Esa noche Wilmot era el oficial en guardia y no tuvo más remedio que confesar: se distrajo con una chica y ni se acordó de revisar la brújula. ¿Y la bestia de los Apse? Descuartizada; partida en la costa.
Brinco en la silla. El bombeo de mi sangre arrecia y creo tener un motor diésel en el pecho. ¿Quién es ese asesino, Wilmot? Me levanto para abrir la puerta del salón.
—¡Si quieres entrar, tienes que ordenar algo! —gritonean desde la barra.
La señora gorda, con el trapo en la mano, me lanza una mueca impaciente. El débil muro de tablas ha recuperado sus telarañas y los borrachos de mi tiempo invaden —otra vez— el bar de Las Tres Cornejas.
—Véndame un botellón de escocés, para llevar —exijo a la vieja—. Tengo tareas inconclusas.
Bebo en el camino, extasiada con los gestos despectivos que la gente me regala. Cada adoquín del trayecto vibra como el agua sucia bajo un navío. Arribo al muelle y saludo a mi Gary Apse, tan dócil tras sus amarras. Son las nueve de la noche, hora del cambio de turno en la vigilancia; subo sin problemas e ingreso al compartimento de la maquinaria.
Los humanos siempre han encontrado cómo asesinar eso a lo que temen. El archivo del museo Apse e Hijos no describe la muerte de la bestia; igual que muchos, yo pensaba que había tenido un fallecimiento natural… ¿Existe tal cosa para un barco?
Sé qué cables romper en la caja de voltajes; sé cómo enviar una corriente desquiciada por el cuerpo de la nave; sé la forma de soltar un buque rabioso contra sus semejantes. Dicen que soy electricista, al cabo. Los aparatos arrojan humo, episódicamente, después de mis cortes y arreglos: todos protestan. Más allá del chisporroteo colérico, se empieza a oír el pulso de un monstruo recién despertado.
Regreso a cubierta; ni un asomo del vigía nocturno. Me cuelo en la timonera, enciendo desde aquí los motores y arranco el cofre del controlador automático. Las palpitaciones del barco aumentan en potencia. Hundo todo el whisky en mi esófago antes de dejar el Gary Apse.
Quiebro la botella vacía en los maderos del malecón. Observo. Cuando Gary al fin rasga el letargo, sacude su peso hasta reventar los calabrotes. Se libera. Destroza las lanchas de remos que le estorban y avanza, con el odio rugiendo en el motor, hacia sus compañeros dormidos.
Uno a uno, los miembros de la flota Apse crujen mientras mi criatura los hiere fatalmente. Castillos completos caen al agua negra. Gritos de pánico transgreden el aire. Todavía hambriento, el bruto escapa por el Támesis. Es mejor que ver fuegos artificiales: ahora podemos morir.
Las burbujas alcohólicas borran mi visión y un espasmo me avienta al piso, bocarriba. Abro los ojos y distingo las velas grises en los mástiles de la bestia. Un aguacero empantana la cubierta y nubla el panorama.
—¡Creo que se oyen rompientes por avante! —brama un marinero.
El grito queda sin respuesta, excepto por un oleaje furioso que azota el casco y me obliga a aferrar el palo de mesana.
—¡Wilmot! ¿Dónde nos metiste —insiste el mozo.
Un alarido llega del cuarto de planos; es la voz de mi atacante:
—¿Qué estás diciendo? —pregunta Wilmot.
Todos los marinos corren bajo el chubasco. De algún modo logran enfilar la gavia con el viento. La bestia, aterrada por las olas, decide poner a aletear sus velas. Inhalo despacio: las velas detienen el revoloteo. Durante medio minuto, a pesar de la tempestad que nos rodea, el barco y yo estamos perfectamente inmóviles.
—¡Demasiado cerca de las rocas!
La advertencia se acompaña de una ráfaga a traición que llena nuestras velas, enviándonos directo a los arrecifes. Primer golpe: siento cómo se me abren la espalda y la sobrequilla. Caigo, sin ver a dónde. El siguiente choque nos arrastra por la costa rocosa; me desgarra el estómago, el fondo entero. Escucho el trinquete desplomarse en la proa. No siento más dolor.
Desgajada en la cama pedregosa —en mi propio amasijo de brazos, mástiles, entrañas y castillos— pienso en la otra bestia: la vi nacer en una época de motores. Parece haber sido hace años. Entonces recuerdo, no sé cómo, que el tiempo de esa bestia apenas viene. Tendrá más hambre que yo.