El filo de la lengua
Titulo: Del color de la leche
Autor: Nell Leyshon
Editorial: Sexto Piso
Lugar y Año: México, 2013
Existen libros que poseen la facultad de impregnarse en el lector de manera permanente. Se le meten a uno bajo la piel y siguen retumbando en la mente tiempo después de haberlos cerrado. Del color de la leche, de Nell Leyshon, es uno de ellos: un libro eco. Vuelve, y obstinadamente nos dejamos lastimar de nuevo por su potencia, pues sabemos que el dolor que nos cause revelará algo distinto en cada ocasión.
Lo fundamental se encuentra ya en la primera línea, y resuena a lo largo del texto: “éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano… me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre”. Pero en el principio de su propia historia, Mary no sabe escribir. Es el año 1830, y ella es una granjerita inglesa de quince años que padece los abusos de un padre violento y la indiferencia de una madre acostumbrada al hastío. Es la última de cuatro hermanas, y su único consuelo es su abuelo paralítico. Se entienden porque ella misma es también “una suerte de desperdicio”: nació con el cabello “del color de la leche”, un defecto en una pierna y “cubierta de pelo como si fuera un animal”. En su mundo el estado de las cosas no es cuestionable, “la felicidad nunca ha hecho bien a nadie”, y la censura y la restricción abundan. Pero un día, sin opción para negarse –como todo en la novela– Mary es enviada a la casa del vicario para ayudar a su esposa enferma. Pareciera que en ese nuevo mundo las cosas cambiarán: ahí aprende a leer hasta dejar de ver sólo “un montón de rayas y marcas negras” en el interior de los libros; pero la voz de Mary no deja al lector olvidarse de que está ahí involuntariamente –aunque le hayan comprado botas nuevas–; sencillamente trabaja para que alguien más reciba el pago por sus servicios.
Dos conceptos resuenan, insistentes, a través del texto: la libertad y la verdad. La libertad explorada a través de su antítesis: la restricción, la censura, el poder impuesto sobre los silenciados. La preocupación por la verdad se revela en la resistencia verbal de Mary, quien a través del sarcasmo denuncia su circunstancia, aún si le resulta imposible cambiarla. Se gana así una reputación: no tiene pelos en la lengua, es de lengua afilada, “mi lengua es rápida como la lengua de un gato”. A través del habla, la narradora se rebela sutilmente ante la desolación de lo cotidiano, el hastío, el odio mutuo; pero la verdadera prueba sobre el poder del lenguaje llegará cuando haya aprendido a leer y escribir las veintisiete letras del alfabeto, cuando ante la amenaza del silenciamiento definitivo, sea el poder de la pluma en la mano quien continúe su resistencia lingüística. Ella sabe que su tenacidad le costará, lo sabe cuando se escapa a ver el amanecer y desobedece al padre y termina recibiendo una paliza que la deja sin poderse mover, y lo único que le queda es balbucear: ha valido la pena.
Afiladas también, como la lengua de Mary, son las estrategias narrativas de Leishon. La construcción del personaje a través de la primera persona, utilizando el tono y el estilo de la oralidad –repeticiones, cadencia, ritmo– se logra nítidamente. Pocos personajes pueden transmitir su ser tan sinceramente a través de la primera persona. Un factor fundamental para lograrlo es que la intención de la narradora es dejar testimonio de su versión de los hechos, y se dirige, aferrada con asentar la verdad, a un interlocutor con quien siente un profundo compromiso. El libro gira en torno al poder del acto de contar –y en particular escribir– la versión propia de lo sucedido.
La prosa de la dramaturga y narradora inglesa insiste en elementos sensoriales –colores, temperatura, olores y texturas, la presencia de la luz– para construir la estructura temporal y ambiental sobre la que descansa la anécdota: el tránsito de las estaciones a la par de la evolución de la anécdota. La energía interna de la protagonista se transforma en paralelo a los cambios en la naturaleza, al ir y venir de las aves. Los dos espacios clave de la narración, la granja de la familia de Mary y la casa del vicario, se contrastan por medio de lo táctil: la limpieza y el orden en oposición a la suciedad orgánica. Se trata de un engranaje preciso de sensaciones donde Leishon parece dibujar más que escribir. Las imágenes se plasman tangibles en la memoria, como acuarela sobre papel, logrando superar la función descriptiva. Pienso en cómo William Faulkner en Mientras agonizo, o John Steinbeck en Viñas de ira, construyen escenas plásticas que destacan sobre la función anecdótica. Pienso también en el efecto emotivo que un autor busca generar en el lector. Al testimonio de Mary sé que regresaré muchas veces para sentir de nuevo la certeza de que, detrás de la punzada que provoca la injusticia, existe también una modesta esperanza alojada en la fuerza liberadora de la palabra escrita.
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