Tierra Adentro
Lettering: Wilfredo Bernal (El Salvador, 1995)

Desde Estados Unidos, donde radica, la escritora Dolores Dorantes reflexiona en este texto sobre la moda de «dolerse» frente a las desgracias de los otros, y también acerca del acto de crear desde un territorio impuesto.

I

Hoy pensaba concluir un artículo que me ha tomado meses escribir, relacionado con los procesos de copia y cómo es que la realidad que percibimos fuera de nosotros se construye a partir de esos procesos; procesos de reproducción y de repetición que me han obsesionado estos últimos dos años, por tener la capacidad de programarnos la mente. Arno Gruen, psicólogo alemán fallecido en octubre del año pasado, sostenía entre otras cosas que estos procesos de reproducción daban en el clavo del control de las sociedades, de tal forma que nos convirtieron en personas conformes con la guerra y su crecimiento global. Esta forma de reproducir lo aprendido, sobre todo al momento de manejar nuestro dolor, nos lleva, afirma Gruen, a justificar la guerra. Hace años estaba en eso, cuando repentinamente alguien (o algo) decidió que el dolor en México debía expresarse públicamente; comenzaron a dolerse todos, así tan fácil, como si hubieran sanado una programación de siglos y pasaran a formar parte de los conmovidos, de los dolientes, de los cortados a la mitad, de los tocados por la experiencia de la guerra. El mundo se transforma mucho más rápido de lo que se transforma mi pensamiento, creí: tanto tiempo buscando entender cómo es que la realidad se manifiesta a través de los procesos de copia; años de conversaciones al respecto con amigos, años de escuchar a Arno Gruen y de repente, así, como si se tratara sólo de pronunciar una palabra, de crear el concepto adecuado, el mundo se arregla en un chasquido: todo mundo sufre y no se lo guarda, todo mundo recorta las partes más sangrientas de los periódicos, le da «voz» a las víctimas, arriesga su vida haciendo residencias artísticas en Ciudad Juárez y «so on». Entonces me di cuenta que pienso muy lentamente, que medito demasiado, que todos mis amigos son obsesivos y que a ellos y a mí nos da por desconfiar de estas oleadas de justicia que nacen de los corazones literaria y oportunamente indignados.

Mejor tarde que nunca, me gusta imaginar. Aunque después de unas cuantas lecturas y de rastrear evidencias, supe que esto de dolerse se trataba únicamente de un concepto, pero no un concepto de los buenos, que son fuente infinita de conocimiento y diversidad; un concepto de esos que consisten en vaciar, en despojar la palabra de experiencia, en un cascarón pues:

¿Cómo se duele alguien frente al poder desde el poder? ¿Cómo puede el poder degollarse a sí mismo, torturarse, secuestrarse, desaparecerse y a la vez expresarse, escribir su dolor por la tortura que él mismo se inflige? ¿Cómo puede el poder hablar desde la cabeza que corta, desde el cuerpo que tortura o que secuestra?:

Vaciando de significado su lenguaje; reproduciendo la máscara (máscara, pero no de las buenas) del dolor. Todos tranquilos, todos podemos decir que algo nos duele, nos parte el corazón y está bien, tenemos permiso de dolernos porque tenemos libertad, ¿cierto? Nadie va a matarnos por ejercer la libertad en este país, ¿cierto? No vamos a aparecer ejecutados al puro estilo militar con cinta canela alrededor de la cabeza y nadie va a decir «en algo andaba» sólo por expresar nuestro dolor, ¿cierto? Las escritoras en México podemos escribir incluso contemplando desde Polanco el mismísimo infierno, ¿no es así? ¡Nos entregan premios! Porque aunque las mujeres y las niñas en México continúan desapareciendo y apareciendo asesinadas ¡somos un país que apoya a las intelectuales feministas! ¿Verdad? Qué maravilla. Qué alivio.

Y, como es así, vivo en el extranjero. No me gusta dolerme mucho, la verdad. Expreso mi dolor en privado. Oigan, mi blog es uno de mis lugares privados, BTW. Y no me siento muy libre. Sobre todo porque vivo con una visa de residente permanente y cada vez que regreso a este país, después de estar algún tiempo en Ecuador o en Argentina, tengo que pasar por un túnel metálico de interrogaciones, un cuarto separado donde los agentes de migración se burlan de mi procedencia e insinúan que me dedico al narcotráfico. Qué se puede esperar, despierto esos sentimientos en el extranjero cuando viajo como escritora. Lo bueno es que hace unos meses me gradué de gurú, así que, espero, mis siguientes viajes serán sobre una alfombra mágica entre nubes de abundancia, seda, discípulos y azúcar.

II

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Me fue solicitado un artículo sobre la escritura desde un territorio impuesto, sobre tu experiencia personal en ese sentido. Así que, supongo, debo hablar de mí, porque estos de aquí son mis amigos.

Mi experiencia personal me ha llevado a revelaciones maravillosas sobre procesos de copia, de reproducción y construcción de estructuras de pensamiento. Así, de forma personalísima, en este «territorio impuesto» algunas editoriales me han solicitado firmarles contratos donde regalo los derechos de mi «obra» para publicarse en cualquier lugar del mundo, a cambio de tres libros, por ejemplo. Cuando me negué a firmar uno de esos contratos me respondieron que «quizá no estaba yo entendiendo el inglés»; después me aclararon que se trataba de una editorial «no lucrativa», por ejemplo. «Yo también soy no lucrativa», respondí, «¿acaso ustedes creen que porque exijo un derecho —el pago por derechos de autor— estoy recibiendo una ganancia?».

Y ellos creían que sí, creían que el pago de quinientos dólares, junto al honor de ser publicada por una editorial niuyorquina era mi «ganancia», cuando en realidad no representa ni la inversión que hice durante un mes de trabajo (escribir el libro me tomó un año, y a mí me gusta vestir kimonos de seda decorados a mano cuando escribo). Disculpen que hable en estos términos pero, ya se imaginan qué país es «mi territorio impuesto». No es una queja, es un ejemplo; el ejemplo de una situación real que me llevó a pensar en la forma en que editoriales no lucrativas, como la del ejemplo, llegaban al punto de creer que la mejor forma para que los libros continúen existiendo es despojar a los autores de sus derechos. ¡Oh «America»! ¿De dónde nació la idea de que el autor que exige sus derechos es un ambicioso voraz?, y añadido a este punto, ¿cómo es que esa idea se transformó en un juicio social que presiona desde la comunidad de autores-editores? ¡Es mal visto que un autor exija sus derechos! ¡¿En verdad creen que éste es el primer mundo?! Any who.

La idea de la editorial no lucrativa como estructura de poder nació como una idea anti-capitalista; en este país los autores no comerciales (los autores «comprometidos») comenzaron a ceder sus derechos de autor a editoriales no comerciales para garantizar la existencia de tirajes pequeños en oposición a los sistemas corporativos-comerciales que actualmente controlan el mundo, pero ¡oh fortuna!, las editoriales pequeñas con prestigio se convirtieron en concentraciones de poder que seleccionan, promueven, distribuyen y comercian con sus libros de la misma manera en que lo hacen las transnacionales (¿ven por qué me obsesionan los procesos de copia?), con la diferencia de que las pequeñas editoriales exigen (¿por qué?: por lo mismo que Google: porque pueden) la renuncia de los derechos de autor a cambio de la publicación que garantiza al escritor cierta visibilidad en círculos intelectuales en boga; ellos «no lucran» con sus ganancias sino que las reinvierten en proyectos que promueven lo que más le conviene a su concentración de poder y de expansión internacional (como una corporación cualquiera). Y entonces volví a preguntar: si este tipo de proyecto nació de cierta idea de justicia a favor de la literatura y a favor de los bienes intelectuales de todos, ¿por qué no se intercambia la cesión de derechos por la participación del autor en el comité de selección de la siguiente colección de la editorial? El poder que estas editoriales han construido quedaría disuelto. ¿No se trataba de eso desde un inicio?

Así es como, poco a poco, lentamente, los autores somos despojados de nuestro prestigio —y del lugar que el poder de la editorial no lucrativa proporciona— en los círculos donde se concentran los intelectuales no-comerciales en caso de intentar recuperar un poco del dinero que necesitamos para sobrevivir. O si no, somos despojados de nuestro derecho de autor a cambio de ser bienvenidos en esos círculos.
No me mal entiendan, no se trata sólo de mezquindades. Si alcanzamos a percibir que una obra literaria es un bien intelectual y, por ende, un bien infinito, ¿cómo tasarlo? Ya lo platiqué públicamente antes con mi amigo Ben Ehrenreich; se trata de algo más triste. Ningún autor puede vivir de lo que escribe, a menos que sirva a una corporación, es decir: se convierte en el corrector de estilo del discurso de las corporaciones. Si un escritor quiere escribir sin que nadie le dicte, entonces debe trabajar como maestro, editor, periodista, columnista o vender calcetines chinos. Un sacrificio que muchos hacemos y que nos impide dedicarnos de tiempo completo a escribir; escribir es pensar y ¿a quién le conviene que no existan escritores que tengan el tiempo completo para escribir y la libertad para pensar? Y también por eso, ¿a quién le conviene que las editoriales sean la autoridad por encima del autor, al que despojan de sus derechos controlándolo a través de presión social: una comunidad de autores que lo considera inmoral por pretender firmar un contrato que le garantice pago por regalías? Con todas esas buenas intenciones, a fin de cuentas, ¿a cuál amo servimos?

Menos mal que me gradué de gurú, y los gurús tenemos el poder de ser todo lo que se nos ocurra; sabemos que el mundo es uno solo. No vivo en un territorio impuesto; para los gurús la identidad no existe, su patria es la mente y, en ocasiones, se refugian en el corazón de algún amante al que perciben como un lago tranquilo, vaya ¡los gurús tienen que compartir su amor y, lo mejor de todo: los gurús somos muy felices!

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