Tierra Adentro
Lettering de Diego Sanz Salas (Perú, 1984)

El espectro de un alpinista que murió escalando el Everest, un diseñador que sobrevive en la capital alemana produciendo porno amateur y una obsesión amorosa, confluyen en esta narración de Rodrigo Hasbún, uno de los escritores bolivianos más reconocidos de su país.

Lo vi en un bar años después de que hubiera muerto, pero la barba y una mueca persistente que no recordaba demoraron mi resolución de acercarme. Cuando al fin iba a hacerlo, él se levantó de pronto, me dio una mirada rápida y se largó del lugar. Afuera el cielo estaba nublado, como sucede a menudo en Berlín, y los dos éramos extraños en la ciudad y en el idioma, extraños en todo, incluidos los lazos que nos habían unido alguna vez.

La historia del hombre que era o no era él podía resumirse fácil. Descendiente de aimaras, se había ido a los dieciocho de Bolivia, donde sin duda le hubieran puesto trabas a su ambición, y sólo empezó a volver treinta años después, ya convertido en un reconocido cirujano radicado en Boston. En una de esas vacaciones encontró casualmente a mi padre, uno de sus pocos amigos de colegio, y a partir de entonces retomaron el trato. El hombre practicaba alpinismo en su tiempo libre y ya había escalado algunas de las montañas más altas del mundo. Su próxima meta, le dijo a mi padre la última vez que se vieron, era conquistar el Everest. Medio año después, a punto de llegar a la cumbre junto al guía nepalí que había contratado, se desplomó en la nieve y lo hizo porque estaba bien muerto antes de caer. Eso, al menos, es lo que contó el otro o lo que contó su esposa que había contado. Lo cierto es que el cuerpo nunca apareció, luego de ir en busca de ayuda el guía no supo encontrarlo. En resumen, había un muerto pero no su cuerpo y la historia se volvía confusa a momentos, por lo que empezaron a proliferar versiones encontradas, entre ellas que la esposa se había deshecho del hombre para heredar su fortuna o que él ya no la amaba y había ideado todo para empezar una nueva vida lejos de ella.

En Berlín, por ejemplo, donde me pareció verlo, aunque la barba y la mueca persistente me hicieran dudar. Quedaban sus billetes sobre la mesa. Tan repentinamente como él, me largué de ahí y lo hice no sólo sin pagar, sino además llevándome su dinero.

Nadie vino tras de mí, en un barrio como Schönenberg no están acostumbrados a gestos como ese. Igual caminé rápido, mientras decidía a dónde ir. A algún otro bar, quizá, o a esperar el final de la tarde en el Nolli.

Diseñaba sitios web, antes de irme de Cochabamba y también en Berlín, adonde llegué siguiendo a Luana, una alemana que no mucho tiempo después me dejó. Las alemanas hacen eso sobre todo, destrozan a los hombres, los pisotean con su frialdad intermitente, con su indiferencia repentina, y yo no opuse demasiada resistencia mientras se desencadenaba el abandono. Mi trabajo más constante, el que me permitía llevar cierto tipo de vida, lo hacía para Ben, un inglés treintón que simulaba ser agente de actrices de cine adulto. Entrevistaba a nueve o diez candidatas por semana y por lo menos a dos o tres se las terminaba cogiendo en la misma entrevista, delante de varias cámaras que filmaban simultáneamente. Antes del sexo les decía que enviaría los videos a productores importantes y era esa la razón por la que ellas se animaban, pero después de terminar y de dejarlas limpiarse y vestirse, les confesaba la mentira y les ofrecía cuatrocientos euros para que lo dejaran colgar el video. Ellas, eslovacas o colombianas, alemanas o turcas, querían ser actrices y casi siempre estaban demasiado urgidas de dinero o eran adictas a algo, así que la mayoría aceptaba. Lo que hacía yo era editar los videos, borronear la cara de Ben y subirlos al sitio, que también me dedicaba a promover en la red. A los usuarios les gustaba pensar que esas mujeres habían sido embaucadas, que no recibieron nada a cambio, que ni siquiera llegaron a saber que los videos podían verse, y era eso lo que más explotábamos para divulgarlos. Funcionaba bien, más allá de que hubiera varios otros agentes falsos haciendo lo mismo en distintos países.

El tiempo que vivimos juntos, a Luana no le molestaba verme editando los videos, y una vez me confesó incluso que fantaseaba con hacer una porno algún día. ¿Qué tipo de porno?, le había preguntado yo. Una, dijo, en la que quince o veinte tipos me traten como a una perra de la calle. Pero no sólo eso, siguió diciendo Luana esa vez, quiero además que me terminen encima y que me orinen y me caguen y me escupan. Una lluvia asquerosa, dijo, y yo me reí nada más, sin estar seguro si bromeaba y sin sospechar cuán imposible me resultaría luego sacarme de la cabeza esa conversación.

El trabajo estaba detenido porque poco antes Ben había tenido dificultades con dos chicas. Una acompañaba a la otra para darle valor pero él logró convencer a ambas y, aunque eran tímidas e inexpertas, o quizá porque lo eran, esa entrevista y la cogida fueron de las mejores. Días después apareció la madre de la amiguita con documentos que demostraban que sólo tenía dieciséis. Era una alemana humilde, me contó luego Ben, pero se la veía obstinada y no llegaron a nada. Sólo busca plata, dijo, es lo único que busca, porque bien debe saber que los gustos de su hija ya no tienen vuelta atrás. Ben era un tipo de apariencia decente. Eso ayudaba a que ellas confiaran en él. Inicialmente quería dirigir películas eróticas. Al hacer su primer casting se dio cuenta de lo interesantes que podían ser en sí mismos, y ya no se movió de ahí. Ahora, mientras solucionaba los problemas con la mujer, me pidió que bajara el video y también prefirió que desmontáramos las cámaras y nos tomáramos unos días libres.

Marqué el número de Luana mientras me alejaba del bar en el que vi al amigo muerto de mi padre. Ya había sobrevivido al tiempo en el que necesitaba contarle todo para que tuviera sentido, pero se me ocurrió que la divertiría la situación. No colgó como venía haciendo hacía meses, aunque es cierto que sonaba adormecida o drogada. Acabo de ver un fantasma, le dije sin dejar de caminar, acabo de ver a un hombre que ya no estaba y ahora sí. Sólo quería contarte eso, fue emocionante pero también un poco tenebroso. No me animé a acercarme, me quedé mirándolo nada más. Un fantasma, Luana, un fantasma boliviano. Ella soltó una risita extraña, una risita o un suspiro o una tos, y yo no quería aburrirla, así que cambié de tema. Le dije que había encontrado una polera suya detrás del estante de la sala. Parecía un trapo de lo sucia que estaba, pero ya la lavé. Ahora está guardada. Es una rosada, sin mangas. Luana no decía nada y yo volví al muerto casi inevitablemente, le conté la historia entera, estaba acelerado, y como seguía sin decir nada, mencioné por último la situación de Ben. Hacía meses que no hablábamos y se sentía como un subidón.

No estoy lejos, dije.

Ven, dijo Luana, y colgó.

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Nos habíamos conocido en mi bar preferido de Cochabamba, ese principio perfecto importa. Importa que ella viajaba sola por Latinoamérica en un momento en el que yo lo que más necesitaba era viajar (algo que casi no había hecho hasta entonces, al menos no fuera del país) y que dejé todo para acompañarla. Fueron las mejores semanas de mi vida y lo supe mientras sucedían y eso importa. Importa que era la primera mujer que conocí que tenía condones en su mochila, que era la primera mujer que me pidió, la segunda o tercera vez que estuvimos juntos, que le chupara el culo, que a veces prefería por ahí. Importa que no le temía a nada y que descubrí a su lado que yo le temía a todo y que logré vencer algunos de esos miedos gracias a ella. Sin embargo, mientras subía las escaleras del viejo edificio al que se había mudado, ahora sólo podía recordarla en una cama. Sonreía y fumaba y cogía de todas las maneras posibles y dormía y era lo único que podía recordar, Luana en una cama y no en calles y bares y cafés en cualquiera de las ciudades en las que habíamos estado, Luana sólo en el deseo y ya no en el amor.

Toqué fuerte, para que me oyera a la primera, pero no abrió. Volví a tocar y no abrió y la llamé al celular. Estoy aquí, dije. Pasa, dijo ella. La puerta estaba sin seguro, apareció apenas me metí. Sólo tenía puestas unas medias gruesas, una polera delgadita y un calzón azul, y parecía que había estado llorando aunque Luana no lloraba. Me acerqué y la abracé y se dejó. Luego sacó dos cervezas de su refri y nos sentamos en la mesa de la cocina. Le conté que me fui del bar sin pagar y que además me llevé la plata del muerto, del boliviano prófugo, del fantasmita de mierda. Ella respondió que dejara de hacer esas cosas, que por algo así podía terminar deportado, pero lo decía sin ninguna convicción. Nunca la había visto tan lejos de sí misma, ni siquiera el día que me dijo que se iba, que ya no me quería y se iba, que se estaba yendo, que se había ido antes de irse.

¿Cómo va el trabajo?, pregunté para distraernos, para evadir el deseo y la incomodidad. Hizo una mueca rara y entendí que no debía buscar charla, la reconfortaba tenerme cerca pero prefería que permaneciéramos callados. Se había ganado la confianza de la dueña como secretaria de una agencia de modelaje en la que trabajaba hacía años. Ella misma había llegado probando suerte (tenía cara de ángel y ojos de ángel y concha de ángel y le hubiera ido bien), pero pronto se dio cuenta de que no era lo suyo, a pesar de que el mundillo le gustara. Había despilfarro y viajes y droga y hombres adinerados y quería quedarse, gozando de los privilegios sin tener que sacrificar nada a cambio. Como secretaria, estaba y no estaba. Estaba y no estaba, al igual que en todo lo demás en su vida.

Apenas terminé mi cerveza, me pidió que sacara dos más. Eran las últimas. Abrí la suya, se la dejé sobre la mesa y volví a sentarme, aun los movimientos más insulsos habían cobrado un peso específico. Era su silencio lo que provocaba eso, su silencio y también las cervezas que ya llevaba dentro y el hecho de que me siguiera pareciendo hermosa.
Unos veinte minutos más tarde, cuando la situación empezó a sentirse absurda y después de que me rechazara un nuevo abrazo, Luana habló. Lo único que saqué en claro en medio de tanta conjetura es que había sabido ese mismo día que estaba embarazada y que no estaba segura de quién.

Era triste imaginarle algo dentro. Era intolerable y triste y un poco estúpido saber que no era mío eso que le crecía dentro.

Ben me despertó temprano al día siguiente.

Te voy a buscar ahora mismo, dijo y apareció a la media hora, cargado de una caja de cintas y memorias. Preparé café y lo serví en dos tazas y esperé a que hablara. Teníamos que bajar el sitio, borrar las evidencias. ¿Es posible?, preguntó, ¿es posible limpiarlo todo sin dejar huellas? No lo era, pero le dije que algo se podía hacer, lo suficiente para que la mujer se viera en problemas por sí sola, a menos que hubiera tomado previsiones y hubiera descargado el material o lo hubiera capturado con algún otro dispositivo. Revisé los datos de los nuevos usuarios, dijo Ben, ninguno es de la ciudad, más bien que la perra esa es una ignorante. Son medidas provisorias, dijo, pero me costó creerle porque también me dijo que se iba a Londres por unas semanas, hasta que el asunto se tranquilizara. Miró hacia la caja que había dejado a un costado de la sala y sonrió, recordando quizá los polvos filmados, al menos trescientos y todos sin condón. Yo hubiera querido preguntarle si se hacía exámenes semanales, si las chicas tenían que mostrarle los resultados de los que ellas quizá estaban obligadas a hacerse, si había algo de lo que no estaba al tanto. Al final no me animé.

La tarde la pasé caminando. La Berlín derruida todavía era visible. Daba euforia y miedo estar ahí, sobre todo para alguien como yo, nacido en un país tan ensimismado en sus guerras propias. Luana llamó en algún momento y yo pensé que quería verme, que le había hecho bien verme el día anterior y que le gustaría repetir, pero se limitó a decirme que había sido una falsa alarma, que era mejor que lo supiera, y se rió nerviosamente durante algunos segundos antes de colgar. La odié, de verdad o de mentira, la odié nada más, y no supe qué creer. Luego me quedé pensando en ella y en mí y en Ben y las chicas y la madre, pensando que estábamos vacíos y que quizá esa era la enfermedad de nuestra época, la verdadera enfermedad, que todos nos hubiéramos aligerado tanto.

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Haciendo las compras en una tienda del barrio, menos de una semana después vi al hombre que había sido amigo de mi padre. En una ciudad tan descomunal no sólo es improbable sino prácticamente imposible volver a encontrar a un desconocido, menos si nació como tú a miles de kilómetros de distancia, menos si volvió del otro lado de los muertos, pero aun así no me sorprendí. Lo que sí hice de inmediato fue abordarlo y esta vez no tuve ninguna duda de que era quien creía. Él se negó tajantemente y no pude hacer nada que no fuera insistir. Prometo que no le diré a nadie, dije, ni siquiera a papá, y añadí en español que para mí era necesario aclarar esto. Ha sido una semana dura, dije, creo que perdí mi trabajo, y perdí o volví a perder a la mujer que más quise. Mi jefe es un hijo de puta y las está contagiando a todas, dije también. Él respondió que no sabía hablar lo que fuera que estaba hablando y que no entendía nada de lo que le decía. Había muerto ya, de un ataque al corazón, ese hombre al que tenía delante. Rodeado de nieve, había muerto escalando el Everest.

Y entonces hizo lo que tenía que hacer. Con miedo de mí o de sí mismo, en esta su nueva vida, se disculpó apenas, cogió sus bolsas y se alejó.

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