Tierra Adentro
Lettering de Jonathan Cuervo (Ciudad de México, 1985)

1 IKAL

Está muerta. La idea se encaja en su memoria. Está muerta. Es la imagen recurrente que infecta los recuerdos.

Diego Ikal Peralta tiene dos semanas en el camino seguro hacia una cirrosis crítica, a una aguda depresión, o a un episodio psicótico severo.

Lleva días intentando alejarse de las memorias que lo mantienen despierto en las madrugadas, hasta terminar con la botella de Appleton añejo, licor que no logra suplir el Ativan, el Tafil, las inhalaciones de cocaína y toda una gama de nuevas drogas. Toda la variedad de estupefacientes que necesita alguien con tantas imágenes incrustadas en los ojos y en el olfato.

Es María José quien va tras él todas las noches. Su esposa, que hace semanas falleció. «La mataron», se dice. A diario, cuando Ikal cae en la cama, su mujer llega desde el río con el abrigo puesto, las piedras hundiéndola y su hijo nonato en el vientre. «La mataron», se repite.

Y lo sostendrá aunque el resto del mundo diga lo contrario. Aunque el expediente del Ministerio Público subraye frases como «Se presume que cometió el acto de suicidio». La primera vez que lo leyó casi escupe en la cara del ministerial. Suicidio. La palabra retumba en su memoria. No. No lo hizo. Ikal sabe que María José sería incapaz. Ya había dejado la adicción a las Experiencias Vívidas.

Hace dos semanas, ella asistió a unas pruebas mercadológicas para el lanzamiento de la nueva droga de recreación que está produciendo Dreamhost. «Ahí nos chingaron, mi amor». Ese día tuvo una noche de tormenta, identificaron diez cuerpos que arrastró el río, uno de ellos era María José.

Ahora Diego Ikal se encuentra en La Divina, un bar del centro de la ciudad. Es tarde. Lo sabe porque la sed es tan letal que sólo se puede quemar con alcohol. Revisa la bolsa de su pantalón y empuña la Ruger LCR.22 de ocho tiros; aún le parece un arma femenina, pero, con la premura, fue lo que pudo encontrar.

Está instalado en el lugar más oscuro, en la esquina perfecta para ver quién entra y quién sale. Toca la pared y rasca el yeso con las uñas, lo lleva a la boca y saborea, la sensación terrosa en la lengua lo reconforta.

La Divina es de una planta: al entrar, la barra se encuentra en el lado derecho; a la izquierda y al fondo hay más de veinte mesas distribuidas con orden, todas con comensales que ya van en la cuarta, quinta, sexta ronda de la noche. «No deben tardar». Ruega que sea suficiente alcohol para borrar los recuerdos. No está seguro y ordena otro Appleton al mesero, quien trae un caldo de lentejas como aperitivo. Recorre de nuevo el bar con la vista, buscando alguna sombra conocida, algo que lo alerte, y entonces atacar, eliminarlo, descargar la frustración que lo tiene nadando en este lodo fétido de añoranzas.

Piensa en Dreamhost. Saca su celular, accede a la carpeta de imágenes y selecciona una titulada Pendientes; así la llamó desde el día en que decidió lanzarse a la cruzada para aniquilar a los responsables de la muerte de su esposa y de su hijo nonato. Adentro hay una serie de fotos, se detiene en tres: en una de ellas aparece el director de Salud Pública, un tipo moreno, gordo y detestable; en otra aparece un señor con bata blanca, serio, de barba y cabello gris, «Sebastián Terreros», piensa; en la tercera hay un tipo con rostro de rata obesa, «Jacint Casals», se dice.

No fue difícil saber en dónde se encontrarían: un par de llamadas, cobrar otros favores y listo. «Allí se juntan los miércoles, saliendo de la oficina, como a eso de las nueve», le dijo la secretaria del director de Salud Pública. Sin embargo, ya son casi las once de la noche y no han llegado. Bebe de nuevo cuando le traen el trago y pide otro caldo de lentejas para calmar la necesidad de raspar el yeso de la pared.

«Hay que tener cuidado con las mujeres que se abandonan», piensa mientras busca su cartera, saca un billete de quinientos y lo coloca en la bolsa contraria de donde guarda el arma.

Luego de la muerte de su esposa inició una investigación sobre la nueva droga de diseño de Dreamhost, enfocado en los daños colaterales que pudiera ocasionar.

Se trataba de una droga de calidad, de elite. Al parecer estaban haciendo pruebas con testers y ofrecían cincuenta mil pesos a quienes pudieran pasar los exámenes y lograran consumirla. Sin embargo, Ikal no sabía ni a cuántos ni a quiénes se aplicaba, tampoco sus efectos. Era algo mucho más fuerte que las Experiencias Vívidas, algo que se vendería mucho más caro. Además el corporativo en Barcelona había delegado a un tal Jacint Casals. Algo se estaba cocinando.

Esculcó en casa y de uno de los cajones de María José rescató un contrato de la compañía, Art Viu: De lo Bello a lo Sublime, la nueva droga ya tenía nombre.

Así que fue a visitar al doctor Terreros: en la primera ocasión lo recibió cordialmente, en la segunda lo dejó en la antesala, y a partir de la tercera no le permitió entrar al edificio.

Terreros aceptó que se estaba llevando a cabo el desarrollo de una nueva droga, pero negó por completo que se estuvieran reclutando donadores o testers y que, además, algunos de ellos tuvieran efectos secundarios. Ikal buscó otros métodos.

Hacía guardias por las noches. Comenzó a vigilar la basura de la farmacéutica. En una de sus exploraciones dentro de los contenedores encontró una lista, estaba cortada en tiras y tardó un par de días en armarla y entender lo que decían los papeles. Nombres, direcciones, teléfonos, correos, y una columna con la variable: Pérdida. Ahí se encontraba el nombre de María José. «Mierda», los huesos comenzaron a hacérsele polvo del coraje. «Fueron ellos», lo supo y encontró la forma de verse de nuevo con Terreros.

Hizo llamadas y visitas. Y sí, el común denominador era el suicidio. Comenzó a redactar la nota y siguió uniendo los cabos sueltos. Tenía que encontrar más información.

Ahora Ikal no puede buscar respaldo en el Ministerio Público, ni con los Federales, ni con la PGR. Repudia a las autoridades, todas son una mierda de corrupción. «A la chingada con la nota, primero lo primero», se dijo. Guardó la lista y el contrato, se lanzó al abismo y tuvo la certeza que se encontraría de nuevo con Terreros y con el director de Salud Pública, que acababa de autorizar un enlace entre Dreamhost y los Centros de Integración Juvenil.

Aquí está, esperándolos.

La puerta principal se abre y entra un grupo de personas. «Son ellos». El director de Salud abraza a una chica joven, rubia y delgada, vestida de traje sastre negro; a un lado, Sebastián Terreros Maldonado mira ávidamente sobre su hombro, como cerciorándose de que algo no esté, de que algo no repte por su espalda. «Ya era hora». Se pone de pie, tambalea, toma un envase de botella y se acerca a los recién llegados.

—Doctor Terreros, director, qué casualidad encontrarlos.

El director, quien trae la mano debajo del pantalón de la chica, sonríe, intenta reconocerlo y hace un ademán para saludar. Ikal empuña el envase. Toma fuerza y lo estrella en el rostro del funcionario.

Gritos, dudas, incertidumbre.

La rubia cae junto con el agredido; Terreros se repliega hacia el interior y lanza un par de blasfemias, no sabe qué está sucediendo. Algunos meseros se acercan para calmar la escena, pero de inmediato Diego saca su Ruger femenino y dispara dos veces hacia el techo.

Más gritos, muchos se esconden bajo las mesas, otros piensan que es un asalto y levantan las manos.

—Atrás, cabrones, que esto es entre estos pendejos y yo, atrás —dice y dispara de nuevo.

Apunta hacia el piso, donde el director de Salud intenta ponerse en pie, apoyándose en la chica rubia que llora copiosamente.

—¡Ahora sí, para que sigas aprobando pendejadas!

Acciona el gatillo.

El eco del impacto se embarra en las paredes. El director gime, destila sangre desde el hombro.

—Cállate, cabrón.

Dispara de nuevo, ahora en una de las piernas. Los comensales huyen. Los sollozos de la chica resbalan por la piel. «¿Cuántos tiros llevo?».

Entonces una botella se estrella en su espalda, la fuerza del golpe lo hace girar por inercia y dispara de inmediato a un mesero. No da en el blanco: logró parapetarse detrás de una mesa.

Terreros aprovecha la confusión y salta sobre Ikal. Logra derribarlo y, en el forcejeo, el atacante pierde el arma. Se pone en pie y arremete contra el doctor, golpea con saña, con una rabia que creía apagada, con el coraje de las peleas de su adolescencia. No da tregua. Impacto tras impacto. Busca el arma, la toma, apunta a su estómago. «Por María José y mi hijo, cabrón de mierda», piensa y, antes de accionar el gatillo, otra botella se estrella en su hombro. Dispara. Falla. Apenas impacta en una de las piernas del doctor. Un segundo destello atraviesa el estómago del mesero que lanzó las botellas. Terreros se aleja reptando.

Alguien que se encuentra al lado del mesero herido grita y maldice. Vocifera que llamen a una ambulancia, que si hay un médico en el lugar, que alguien los ayude. Pronto dos, tres, cuatro compañeros se le unen e intentan detener la hemorragia del estómago.

A su lado, el director de Salud se desangra. La chica rubia intenta cerrar la herida sin resultados, el líquido fluye por el piso. Apunta al funcionario, jala el gatillo. Nada. «Se me acabaron los pinches tiros y no compré más», piensa y guarda el arma. Patea el rostro ya astillado por los vidrios.

Busca al doctor Terreros. «¿Dónde estás, cabrón?». Los segundos son una eternidad. Lo encuentra. «¿Conque escondiéndote, hijo de la chingada?», se acerca a la mesa, toma una botella Buchanan’s y la lanza. Da en su pierna. Sale de su escondite y se miden. Intenta repetirlo, pero se detiene. Un compañero del mesero herido le cierra el paso, lleva una picahielo como arma. La mirada entre Terreros e Ikal, a sólo cuatro metros de distancia, es una trinchera en suspenso.

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Los gritos siguen. El sudor. Otros meseros se acercan y vienen armados con cuchillos, botellas y tenedores. «Si me agarran me meten una chinga que no me la quito ni con sal».

Observa al director en el suelo, se retuerce y se queja con la chica rubia a un lado, que ya tiene las manos empapadas en sangre. «Uno u otro», piensa, se acomoda y lo golpea. Asesta un jab seco y certero, tanto que al momento del impacto, Ikal escucha que algo se rompe. «Otra botella», toma espacio para seguir golpeando con la misma mano, pero no responde, ha quedado neutralizada; «me la chingué». Intenta moverla. Nada.

«Ya estuvo suave». Es momento de iniciar el escape, de lo contrario terminará encobijado en el río de la ciudad. «Vámonos». A su lado, en el piso, el director intenta maldecir, parte de la quijada no está en su lugar: Ikal consiguió zafarle el maxilar.

—¡Ahora sí, para que sigas aprobando pendejadas! —dice mientras busca la oportunidad de escapar.

De nuevo encuentra a Terreros. Lejos, poco más de seis metros. Imposible alcanzarlo sin meterse más a la boca del lobo. Las trincheras seguirán intactas.

Tiene que largarse. Rodea al director y a la chica. Cruza la puerta y corre.

Huye sosteniendo su mano izquierda; no importa el cansancio, ni el dolor en la espalda, mucho menos la falta del zapato izquierdo que abandonó en el campo de batalla. Detiene un taxi y sube.

—Vámonos, para Garza Sada.

Aunque está más apaleado que un toro antes de entrar al ruedo, sonríe, sabe que ha avanzado. «Uno por uno», piensa mientras recibe el aire de la noche.

Con la mano sana saca el billete de quinientos y lo entrega al conductor.

—Luego para el sur, para la carretera. Y acelere, que traemos prisa.

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