El espejo de la contemplación
Dicen que en la regadera es donde vienen las mejores ideas. Llegué a la conclusión de que se trataba por la sobreoxigenación, igual que cuando uno corre o nada, pero luego escuché que en realidad se debe a la falta de concentración en ese momento. Es decir, cuando uno se baña, no tiene en realidad ningún estímulo mental, la actividad de bañarse a casi cualquier altura de la vida ya es un ritual, una serie de acciones automatizadas que nos dejan divagar sin un orden dictado. Así se generan los vínculos inesperados y más originales entre ideas que no relacionamos normalmente, también se resuelven problemas porque nuestra visión es menos forzada, y las conexiones que se van trazando solas nos sorprenden.
Ocurre lo mismo cuando uno nada o corre porque no hay mayor objetivo que la acción física, aunque sí un esfuerzo por poner la mente en blanco, por no pensar, por abandonar el cuerpo. No es muy distinto de meditar porque se busca dejar todo lo que nos concentra en este mundo para liberarnos de él. Es una suerte de contemplación a nuestro interior, como cuando viajamos en carretera, donde la línea del horizonte o el ritmo de las nubes nos hacen olvidar que estamos en un automóvil, que tenemos un cuerpo e incluso un destino. Es, como dirían los antiguos, quedarnos en la baba. Estar solos y sin nosotros, ser nada o ser parte de todo.
Durante la contemplación uno está más solo que en cualquier otro momento. Uno desaparece. Es como los dibujos en 3D que estaban de moda en los noventas, los que miras para desenfocar y revelar una figura geométrica que salta del cuadro. Hemos cruzado a la otra orilla cuando dejamos de ver el dibujo original y conseguimos ver el oculto e inesperado. La contemplación se trata en este caso de mirar y dejarnos sorprender por lo que aparecerá ante nuestros ojos.
Hace poco leí Boy: relatos de infancia, una autobiografía de Roald Dahl (la primera de dos), donde el escritor no se limita a narrar su infancia, sino que recorre la prehistoria de su propia vida. Habla primero de su padre y de la primera esposa que tuvo antes de conocer a su madre, con quien se casó luego de haber enviudado.
Dahl tuvo un total de cinco hermanas, fueron seis hijos contándolo a él, y uno de los rituales que su padre acostumbró tener con el nacimiento de cada uno de ellos fue llevar a su madre embarazada a caminar por los paisajes más hermosos que conocía. Su padre, según asegura Dahl, era un amante de la belleza en todas sus formas:
Mi padre tenía una curiosa teoría sobre cómo incubar un sentido de belleza en las mentes de sus hijos. Cada vez que mi madre se embarazaba, él esperaba hasta los últimos tres meses de embarazo y entonces le anunciaba que las Caminatas Gloriosas habrían de comenzar. Durante estas Caminatas Gloriosas, él paseaba con mi madre por lugares de gran belleza en el campo, alrededor de una hora cada día, de tal manera que ella pudiera absorber el esplendor de todo lo que la rodeaba. Su teoría era que si el ojo de una mujer embarazada observaba constantemente la belleza de la naturaleza, ésta de alguna manera sería transmitida a la mente del bebé dentro del útero y que ese bebé crecería para ser un amante de las cosas bellas. Éste fue el tratamiento que todos sus hijos recibieron antes de nacer.[1]
El padre de Dahl estaba convencido de que todo lo que entra por los ojos de la madre de alguna manera se transmitiría al niño, así que lo que pudiera absorber antes de nacer lo haría más pleno incluso antes de conocer el mundo. Es una conexión casi poética de los ojos al vientre. Y este recuerdo de Dahl es más conmovedor al saber que su padre murió cuando él era muy pequeño, como si su padre lo hubiera abrazado en el vientre a través de una acción que años más tarde lo sigue acariciando en la memoria.
Otro gran narrador que descubrí hace poco es Bart Moeyaert, escritor belga, quien hace un año impartió una de las clases magistrales de novela en la FILIJ. Su difícil nombre se volvió fácil de recordar cuando nos dijo que se llamaba Bart igual que Bart Simpson y que su apellido era Moe como el de Los Simpsons más «yaert», que es algo en belga.
Bart Moeyaert no abrió hablando de literatura como concepto, sino que (después de explicarnos cómo pronunciar su nombre) nos narró la historia de un niño subido en un árbol a los doce años de edad que mira de lejos un castillo. Luego nos habló de una niña de nueve años que vive en ese castillo. Poco a poco entrelazó ambas historias: esos dos personajes se convierten en unos jóvenes que se conocen, se ven separados por un guerra, se reencuentran, se casan y tienen un hijo, luego otro, luego otro más pero siempre buscando una niña, y al séptimo hijo deciden dejar de procrear. El séptimo hijo era Bart y esa es la historia de sus padres.[2]
Al ser el menor de una familia tan numerosa, nos contaba que de chico no era fácil que a la hora de la comida sus padres y hermanos hablaran de ciertas cosas con él ahí presente, pero que ante su ausencia, otros temas surgían. Entonces comenzó a esconderse debajo de la mesa y a ser un testigo oculto de cómo era el mundo sin él; se convirtió en un narrador omnisciente de su propio hogar.
En literatura quizá resulta más claro el cambio de puntos de vista y de narradores cuando leemos una historia o incluso cuando la narramos. Pero en ilustración, la contemplación se mueve hacia lo pictórico o hacia lo cinematográfico.
Para Javier Sáez, autor del Animalario del profesor Revillod, lo más importante es fijar un punto de vista. Para él los libros álbum son dispositivos narrativos, no muy distintos de un juguete o un visor, y si lector se asoma debe tener claro si mira una obra de teatro desde la comodidad de un asiento (Los tres erizos), si es uno de los personajes (El pequeño rey), o si está por todas partes (La merienda del señor Verde).
La contemplación no sólo viene del lector, sino también del autor. La creación así no sólo se basta de verse a uno mismo, sino de ver a los demás, de mirar alrededor, de desaparecer en su totalidad. A veces se trata de guardar silencio y escuchar. La contemplación también es un ejercicio de paciencia, es tener tanta que olvidas incluso que estas a la espera de algo.
La contemplación es un acto solitario, el más quizá si los hay, porque nos fundimos con lo otro (un libro, una película, una montaña o un pensamiento). La contemplación es meditación y ser parte del todo. Pero también es encontrar un centro que nos devuelve y permite transmitir mediante dispositivos parecidos a un útero, las ideas, emociones y presencias que hemos sido para otros y que nos han acompañado a nosotros mismos en el camino.
Lo que uno contempla un momento persiste en el imaginario y de pronto resurge, aparece en una obra, en lo cotidiano, al narrar por medio de palabras o de imágenes un sueño o la historia de nuestra familia. Aparece más tarde pero nos acompaña siempre en silencio, desde el momento en que nuestras madres miraron algo hermoso y nosotros fuimos testigos por primera vez aunque no tengamos memoria de ello. Y permanece también después, trasciende el tiempo, cuando evocamos a otros al llegar a lugares que nunca visitamos juntos, como si los trajéramos cargando en la espalda, acompañándonos.
El acto de contemplar funciona como un espejo en el que nos observamos a nosotros mismos durante tanto tiempo que nuestra cara y nuestros gestos pierden el sentido. Y al final las historias no son otra cosa que lazos familiares, fraternales, amistosos que gracias al arte se vuelven atemporales. Así somos testigos de un atardecer junto a los que están ahí físicamente, lo mismo que al lado de quienes están ausentes, como el padre de Dahl o de tantos personajes que conocemos gracias a la pluma de otros y cuyas historias nos muestran una nueva cara de nosotros mismos.
[1]Dahl, Roald, Boy: relatos de infancia, México, Alfaguara, 2014.[1]
[2]Cuento esta historia de memoria, así que es probable que cometa más de una imprecisión. Pero puedo asegurarles que había un castillo y que sus padres de una u otra forma vivieron ahí.[2]