Tierra Adentro

Fue mi padre quien me contó una tarde de lluvia en el Soconusco sobre el magnífico don de cuentero y actor de Eraclio Zepeda, cuyo abuelo materno —de apellido Ramos— era originario de nuestro pueblo, Villa de Comaltitlán, donde el autor de Benzulul pasó algún tiempo durante su infancia. Orgulloso de su paisano, mi padre lo había visto en el cine encarnando a Pancho Villa en Reed, México insurgente (dirigida por Paul Leduc, 1973). Vi la película dos décadas después, pero el primer libro que leí de don Laco —como le decíamos con cariño— fue Relación de travesía (Editorial Vicaña, 1985), volumen que reúne los cinco libros de poesía que escribió entre los veinte y los veinticinco años; esto, hacia 1997. Más tarde lo descubrí cuentista. Cuando lo conocí, en 2003, la mayor singularidad de su persona me pareció el tono chiapaneco de su voz y esa impresionante forma de relatar que imantaba a todos, una plática de enorme riqueza oral y trasfondo mítico, pero hablada con la misma naturalidad que la de sus poemas y cuentos. Aquella ocasión le pedí que me firmara tres libros: Benzulul (edición del FCE, 1997), Los trabajos de la ballena (UNAM, 2000), y claro, Relación de travesía. A partir de ese momento entablamos una amistad que, así lo creo, creció con el tiempo.

Si bien don Laco es más conocido por sus extraordinarias dotes de cuentista y cuentero, sus virtudes de poeta no lo son menos, pese a que lamentable y aparentemente no siguió ejerciendo este oficio que «abandonó» muy joven (porque su prosa nunca dejó la poesía). Ya desde Los soles de la noche, su primer conjunto de poemas publicado en La espiga amotinada (FCE, 1960) pueden advertirse, al menos, dos de las grandes cualidades líricas de este singular escritor: saber cantar y contar una historia con versos y la clara musicalidad, ritmo y sonoridad de sus poemas. Además de reconocer que su primer acercamiento literario fue con la poesía, don Laco comenta lo siguiente en la entrevista que le hiciera Vicente Francisco Torres: «Creo que es fundamental para un escritor de ficción leer poesía; es lo único que te educa el oído y el ritmo».

Otras direcciones estéticas de la poesía de don Laco en sus libros ulteriores tomaron rumbos claros: el amor erótico, el amor al prójimo y el amor hacia la tierra y el mar. La primera de esas vertientes, la del amor carnal, alcanza su mayor altura en el poema «Asela»: «Atlas universal del gozo eres, amada/ te poseo en forma semejante a la del potro». En tanto, el amor al otro (la lucha contra las injusticias sufridas por los demás) es palpable en sus libros Compañía de combate y Elegía a Rubén Jaramillo, obras donde está, a mi juicio, su mejor poesía: «Cuando el formón de la guerra era más fuerte/ y la muerte montaba y desmontaba su caballo». Es en los poemas de estos libros (todos ellos de carácter combatiente, militante, testimonial) donde logra imprimir mayor fuerza lírica a su discurso, pero, sobre todo, nos cuenta una historia, y parece también que nos canta canciones y corridos antiguos, de forma sencilla, sin ambages de tipo retórico: «Hermanos:/ porque amo la luz sobre todas las cosas/ creo que el hombre/ es lo más digno de elogio y alabanza». Él mismo lo había advertido en las líneas que escribió en la presentación de su poesía para La espiga amotinada: «Creo que la poesía debe ser sencilla, clara, casi un ponerse a hablar con un amigo».

En cuanto al amor a la naturaleza, la poesía de don Laco se centra principalmente en temas y voces de orden campirano, así como en las de asuntos marinos (nacidos quizá de sus viajes de ultramar). Así, encontramos particularmente en Los soles de la noche y en Relación de travesía una voz de aliento telúrico y colectivo, la palabra de un hombre de campo que nunca abandonó su aliento mítico en el decir: «Los muros de mi casa estaban pintados con saliva de culebra […]» o «Una noche, a la hora en que nace el viento,/ encendí la tea con crines de cien potros/ para besar, llameando, las raíces de los muros». En tanto, las afinidades náuticas se hallan, sobre todo, en sus libros Asela, «Espuma a punto de ser piedra,/ has emergido como una isla/ que hiciera hervir la sal del mar», y Relación de travesía, «Mar del encuentro y el abismo,/ cataclismo animal que nos derriba». Al releer los libros de poesía de don Laco noté una constante que atravesaba su escritura sin importar el tema de sus poemas, una característica común en toda su obra poética: un bagaje de palabras relacionadas con el acto de montar a caballo (relincho, cabalgar, trote, potros, desbocados, potranca, galope, etcétera). En distintas formas y modos, las voces ecuestres recorren sus versos, por ello pienso que su particular ritmo y sonoridad se deben tanto al verdadero y campirano acto de montar un cuaco (durante su infancia y juventud), como al posterior arte de «trotar» y «cabalgar » en el lenguaje, llevándolo siempre «a paso de caballo», como el experto jinete literario que era: «Yo sólo soy caudillo de mi sangre/ que hago cabalgar sobre el caballo».

El día de la muerte de don Laco no asistí a su velorio; tampoco al entierro, quise estar lejos de políticos y oportunistas que nunca o apenas leyeron su obra. Ese día me puse a releerlo, a divertirme otra vez con «Los pálpitos del coronel», el cuento favorito de mis hermanos y mi madre (cuando nos reunimos en el D.F. me piden que lo lea en voz alta: leelo así como hablamos en Chiapas).

Creo que don Laco vaga en las noches por las antiguas calles de Tuxtla Gutiérrez, montando un caballo alazán —vestido de coronel, fuete en mano—; silba el «Corrido a Rubén Jaramillo» mientras lleva su montura a las orillas del río Sabinal. Luego, a la luz de la luna, dice voz en cuello aquellos versos que compartía con sus compañeros milicianos de trinchera cuando estaba en Cuba, lejos de su mujer amada: «Si pudiera muchacha estar en Tuxtla/ te hablaría de amores ahora mismo».

Van estas líneas a su salud, don Laco, amigo, compañero.