El desván de los zapatos viejos
Abrieron las puertas del teatro y yo era el último de la fila que avanzaba lenta. «Bienvenido, que disfrute la función», me dijo el cortador de boletos cuando llegó mi turno. El tipo realizaba la tarea con cuidado, quizás entendedor de las manías de los coleccionistas de talones. Entré. En la sala olía a humo de cigarro. Lo vi sentado en primera fila: un tipo de traje y sombrero negro fumaba con alegría; el cigarro pegado a una boquilla. Idiota.
La obra es El desván, texto de Patricia Suárez y Celeste Espinoza, dirigida por May Durán. Se presentó el 23 de marzo en el marco del Ciclo de jóvenes directores 2015 organizado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León.
En el escenario un cuadro plástico de dos actrices con los ojos vendados. «Esta es la primera llamada», dijo la voz y recordó a los presentes apagar los celulares y no tomar fotografías con flash. La gente se acomodaba en las apenas ocho filas de sillas. La sala experimental del Teatro de la Ciudad es pequeña y de techo bajo, es posible tocarlo con levantar los brazos. El humo del idiota navegaba entre las cabezas, impune.
Segunda llamada, un recordatorio más y después la música de Carlos Gardel. La reconocí: Esclavas blancas: «Pero pensá milonga que hay una criaturita de manecitas blancas que en este mismo instante…» Bajo las vendas negras en los rostros de las actrices corría rímel disuelto en lágrimas. Era negro, aunque con la luz amarilla me pareció rojizo. En el piso del escenario había unos veinte zapatos de tacón esparcidos en intencionado desorden.
Tercera llamada, comenzamos. ¿Es la misma voz en todos los teatros de México? Aunque absurda, me divirtió la idea. Unos segundos de silencio y luego el ensombrerado fumador se levantó de la silla. Resulta que era uno de los actores.
De inmediato, sin necesidad de una explicación, se entiende el espacio y el contexto: la Argentina de Gardel, principios del siglo XX, un país de migrantes italianos, polacos, croatas, franceses. El lugar particular: un burdel de arrabal, un desván y toda la carga simbólica de un cuartucho donde se guarda lo viejo e inservible.
La historia se construye con habilidad, sin subestimar al público, y eso se aprecia. Dos prostitutas, ciudadanas del mundo, sin patria, con una triste vida por delante, intentan encontrar algo de sentido al presente. La obra aprovecha el simbolismo para compensar la parca escenografía: Tabita, una de las dos mujeres, gatea en el suelo o se arrastra durante sus participaciones; las piernas sólo le funcionan cuando el hombre, Noé, aparece en escena para levantarla y manipularla. Las mujeres son de trapo, muñequitas que ocultan sus rostros detrás del maquillaje gótico. Sus cuerpos no les pertenecen, los dueños de su voluntad son los hombres que las poseen.
La reflexión es poderosa porque se construye a lo largo de los cincuenta y cinco minutos que dura la obra. De forma paralela se habla de pérdida, de la posibilidad de viajar sólo en sueños, de las promesas incumplidas de la vida. Y de fondo, la posibilidad del amor incluso en las condiciones más deplorables, en los tiempos de la peor miseria y desesperanza.
Como público se aprecia la malicia de la directora May Durán para transmitir la historia. Sin embargo, hay detalles que no terminan de cobrar la fuerza esperada, como los zapatos dispersos por el desván. Se me ocurren hasta cinco diferentes interpretaciones, ninguna muy significativa, y en el performance no hubo suficientes pistas para desentrañar con claridad su significado. El casting de José Cervera como Noé no me pareció ideal, por su estatura y rostro juvenil no logra llenar los zapatos del hombre viril y dominante. Y sin embargo, sus intervenciones a través de monólogos son excelentes, pues representan momentos climáticos en la historia donde la prosa poética de Celeste Espinoza eleva la tensión y la directora sabe hacerlos memorables.
También es destacable el trasfondo de la historia, lo que se dice sin decirse, lo que se desvela con la unión de los diálogos, las actuaciones y la música. Las dos mujeres hablan de otras mujeres que han sufrido su mismo infortunio y permiten entrever los viajes clandestinos en barco desde ciudades europeas hasta Buenos Aires. En el fondo, esas historias de mujeres que quizá sólo ellas recuerdan son símbolo de ellas mismas, lo que pudieron ser, la desdicha que sortearon para terminar en otro tipo de desdicha que nada garantiza sea preferible a la muerte.
Me intriga por qué los diálogos de tantos actores y actrices parecen adherirse a la escuela de las telenovelas. Hablo desde la subjetividad absoluta, pero sucede mucho en las películas mexicanas y también en el teatro: los actores hablan procurando articular las palabras con demasiado cuidado. La palabra clave es «demasiado». Suena artificial. Como Odiseo Bichir en comercial de medicamento para hemorroides. Como el doblaje de «Ay mi dios» para Oh my god. Quizás es parte de la idiosincrasia teatral mexicana. Como en Chile, que tantísimos poetas recitan con el ritmo empleado por Neruda en sus conocidas lecturas, incluso cuando el tema no amerita ese tempo o tono. En El desván sucede, pero era de esperarse porque es una práctica frecuente.
Cerca del final de la obra, una de las mujeres evoca a La petite mort, la pequeña muerte, el concepto asociado al estado de consciencia obtenido después del orgasmo. Fue en ese momento, epifánico para Tabita como personaje y para mí como espectador, que me convencí del éxito de la obra. Además de la profundidad del desarrollo de los temas, también se consigue una reflexión metateatral. Por un lado, el alivio catártico alcanza tres niveles: el clímax sexual del personaje es paralelo al del conflicto de la historia y al experimentado por la audiencia. Por otro, Roland Barthes en El placer del texto sugiere que la petite mort es un estado que ciertos textos llegan a producir en el receptor. Así, el texto, la actuación y el efecto que produce la escena en el público trasciende la experiencia teatral y se ubica en la realidad cotidiana.
La obra termina, aplausos, y reinicia la vida. Atrás quedan el incómodo acento argentino de Noé, la voz de Gardel, el humo del cigarro y la timidez de la directora, quien batalla para expresarse frente a los más de cincuenta asistentes que con su silencio imploran un par de palabras más allá de las gracias. Pero no importa, su trabajo no es hablar frente al público, es dirigir, y eso lo hace bien.
Que corran los créditos. El desván. Texto de Patricia Suárez y Celeste Espinoza. Dirección de May Durán. Actores: Karla Soto, Celeste Espinoza y José Cervera. Voces en off: Alan Solano y Paola Martínez. Iluminación: Iván González. Maquillaje: Ale Marroquín. En el Ciclo de jóvenes directores 2015, celebrado del 20 al 25 de marzo, también se presentaron obras dirigidas por Sofía Sánchez, Rodolfo Cantú, Debby Báez, Yésica Silva, Eduardo Martínez, Martha Garza, Emanuel Anguiano, Anna Martínez, Luis Armando Morales, Arturo Torres, Manuel Sauceda, Aglaee Hernández, Eric Villanueva, Eduardo Guardado y Ramón Villegas.