Tierra Adentro

Bordeado por el Coast Boulevard, el Ellen Browning Scripps Park es uno de los lugares más conocidos de San Diego. Éste debe su nombre a la periodista que nació en Londres en 1836, pero que muy pronto se mudó a Rushville, en el estado norteamericano de Illinois, y ya con  60 años, al caluroso sur de California.

En uno de sus extremos, el parque colinda con la Alberca para niños (Children´s pool): un área de 7 acres, delineada por el mar del norte, y un muro que protege y funda un lugar dedicado a la natación y al descanso. Frío, pero cierto en cada ola, el Pacífico choca frente a la construcción que la periodista encomendó a H.N. Savage, el ingeniero de la ciudad, en 1921. En el otro extremo, en el lado norte, el Ellen Browning Scripps Park colinda con La Jolla Cove —playa en donde actualmente conviven, y eso sólo entrecomillas, grupos de nadadores de mar abierto, (pacíficos) leones marinos e (invasivas) hordas de turistas.

En el lugar también se encuentran pelícanos, gaviotas y cormoranes.

Natural sólo a medias, el paisaje no es inerte pero tampoco definitivo.[*] Los adjetivos que utilizamos para describirlo sólo son útiles si entendemos que todo paisaje prefigura un conjunto de relaciones de poder. Ahí está, como ejemplo, el paisaje del Ellen Browning Scripps Park, con sus 6 acres de jardines y sus variedades botánicas. Altas, pero sobre todo icónicas, las palmeras que predominan en el sitio son producto de la ingeniería y de cierto gusto por los árboles de ornato. Bien dicen algunos medios locales[**] que sólo una especie de palmeras, la washingtonia filifera, es endémica; el resto que conocemos, y que imaginamos cuando pensamos en California, fue introducido por los frailes franciscanos en el siglo XVIII, y extendido por numeros proyectos de embellecimiento público en el siglo XX.

Las palmeras del parque que llevan el nombre de la generosa periodista fueron sembradas en esos años, entre la precariedad de la Gran Depresión y la sequía del Cuenco de Polvo. Walter Lieber fue el encargado de transplantarlas.

En las primeras páginas de Entre el mueble y el inmueble (Entre una roca y un lugar sólido), Jimmie Durham asegura que la arquitectura no es natural ni orgánica sino producto del Estado —esa entidad fantasmal y escurridiza que, entre otras cosas, inventó la silla y con la silla—, bancas como las que abundan en el parque. Estos objetos, de concreto casi todos, son útiles para marcar y nombrar los caminos, pero también para definir los lugares destinados a la contemplación del paisaje. Todas estas bancas fueron usadas para honrar a los muertos. Sus familiares las donan y establecen en los lugares que esas personas, en vida, disfrutaban. Las placas de metal, con la dedicatoria y los nombres, propios humanizan, el concreto, confiriéndole dignidad y cercanía.

Si le hacemos caso a Jimmie Durham, las bancas son espías no del Estado, pero sí de esos muertos que nos observan, nos invitan a sentarnos y detenernos, como asegura la AAA Magazine, en el lugar más fotografiado de San Diego.

Desde hace tiempo, quiero escribir una breve historia política de la banqueta y de otros espacios públicos dedicados a peatones y caminantes. En lugares como en el sur de California, la noción de espacio público es borrosa. Ciudades como San Diego, o como La Jolla misma, son ciudades construidas para máquinas, para automóviles privados que transportan a una o dos personas. Por lo tanto, las banquetas, si no son escasas, se utilizan poco. Casi nada. De vez en cuando. Apenas un montón de horas al día. En otros lugares, como en México, en donde la noción de espacio público es fuerte, la historia de las banquetas es otra. En San Cristobal de las Casas, por ejemplo, chamulas, tzotziles o tzeltales no tenían derecho a utilizarlas. Si un criollo los descubría haciéndolo, los empujaba y expulsaba hacia la asperza de la calle. A ras de suelo. Fue muy poco antes de la aparición (pública) del zapatismo que distintos pueblos indígenas comenzaron a caminar sobre esos espacios.[***] Ya no se bajaban, como lo hacían antes. Para entonces, los pueblos se reapropiaron del espacio público. En lugares como La Jolla, en el sur de California, esa reapropiación y repolitización del espacio podría iniciar, precisamente, con su uso: caminar por banquetas y los caminos del Ellen Browning Scripps, evitando la tentación de sentarse en las bancas y contemplar el paisaje tal como nos es dado. Caminando se funda otro. Caminando se va a una velocidad distinta a la del capital financiero, y exigimos respeto por nuestro cuerpo, y reclamamos una dimensión más humana de la velocidad y el tiempo que orienta nuestra pasos.

Ellen Browning Scripps —hija de James Mogg Scripps y de Ellen Mary Saunders— murió en 1932, el mismo año que se inauguraron los Juegos Olímpicos en medio de un paisaje recientemente embellecido pero, sobre todo, recientemente palmerizado.

 

 

 

 

 

[*]Estas cursivas provienen de un artículo de Cristina Rivera Garza

 

[**] www.kcet.org/updaily/socal_focus/history/la-as-subject/a-brief-history-of-palm-trees-in-southern-california.html

 

[***] La anécdota proviene de Sabines. Apuntes autobiográficos de Pilar Jiménez Trejo, publicado recientemente en Tusquets, México.