Tierra Adentro
Ilustración de Carolina Monterrubio

La monumental Historia de la sexualidad es tal vez una de las  obras más nombradas de Michel Foucault, pero también la más incomprendida; en parte, esto puede tener que ver con los devenires del proyecto, el último de esta magnitud que el filósofo llegó a encarar antes de su muerte en 1984.

Según el especialista Arnold Davidson[1], la contratapa del primer tomo de la Historia de la sexualidad (La voluntad de saber, 1976) anunciaba cinco volúmenes más: el segundo, “La carne y el cuerpo”, se ocuparía de la prehistoria de la sexualidad moderna y la problematización de la sexualidad en el cristianismo temprano; el tercero, “La cruzada de los niños”, discutiría la sexualidad infantil; el cuarto, “Mujer, madre, histérica”, los modos específicos que había tomado el cuerpo femenino en la sexualidad; el quinto volumen se titularía “Pervertidos”, y se  ocuparía de esa forma de la subjetividad, y el último, “Población y razas”, tomaría esos dos temas en conexión con la historia de la biopolítica.

Ninguno de esos libros vería la luz: lo que en un principio iba a ser una historia del pasado reciente se convirtió, en los siguientes dos tomos que Foucault publicó en vida (El uso de los placeres y El cuidado de sí mismo), en una exploración del modo en que los discursos sobre la sexualidad se fueron articulando durante la antigüedad clásica.

Las histéricas, los pervertidos y los niños que se masturban quedarían en el tintero para siempre, pero el tercer milenio sí nos trajo un premio consuelo: Las confesiones de la carne, el cuarto libro de la Historia de la sexualidad, publicado en francés en 2018 y en español en 2019 por la editorial Siglo Veintiuno.

Es conocido el rumor —investigado y confirmado por el historiador John Forrester[2]— de que Foucault dijo muchas veces, por escrito y también en comentarios a sus amigos, que no quería publicaciones póstumas. Sin embargo, numerosas conferencias y entrevistas al autor fueron publicadas después de su muerte: varias compilaciones de trabajos breves previamente inéditos han circulado tanto en francés como en inglés, español y otros idiomas.

Los editores venían escudándose en que estos textos eran transcripciones de charlas pronunciadas en vida del autor, y por eso no eran exactamente publicaciones póstumas; es el caso, por ejemplo, de las célebres conferencias en el Collège de France, aunque es complicado afirmar, por ejemplo, que Un peligro que seduce (una larga entrevista que el crítico literario Claude Bonnefoy le había hecho a Foucault y que jamás había sido publicada ni exhibida por ningún medio antes) cayera dentro de esta “excusa”.

Ilustración de Carolina Monterrubio.

La publicación de Las confesiones de la carne parece también difícil de incluir en esta categoría, pero en este caso la explicación elegida por los editores y albaceas fue otra: desde que Daniel Defert, compañero de larga data del filósofo, vendió los archivos de Foucault a la Biblioteca Nacional de Francia en 2013, este material estaba disponible para la consulta de especialistas.

Defert y los familiares de Foucault decidieron que era importante también que pudiera leerlo una audiencia más amplia. Más allá de la voluntad del autor, podemos decir que es una suerte que lo hayan hecho, y que tenían razón: es un texto importante para la comprensión de la obra de Foucault y de sus planteamientos sobre la sexualidad humana.

Las confesiones de la carne —reconstruido a partir del manuscrito de Foucault y también de una primera versión ya revisada por el editor— cierra en algún sentido el círculo abierto desde el primer tomo, ese que Foucault había pensado en completar de otra manera.

En La voluntad de saber el foco del filósofo había estado depositado en las concepciones de la sexualidad que circulaban en su propia época o, más bien, en el modo sesgado en que su época leía a las anteriores: Foucault había querido poner en tensión lo que él llamaba “la hipótesis represiva”, es decir, la idea de que durante la etapa victoriana el sexo había sido reprimido (“de eso no se hablaba”) y que antes de esa época “cierta apertura” respecto de la sexualidad todavía era común; en la hipótesis está implicado que somos hijos de esa represión y debemos trabajar para liberarnos de ella hablando de sexo cada vez más, como si fuera una especie de causa noble.

En las palabras de Foucault contra esta creencia pueden leerse con claridad tres adversarios: cierto sector del psicoanálisis —no es para nada neutral su decisión de llamar a esta consigna “la hipótesis represiva”—, algunos pensadores marxistas —que sostenían que la sexualidad había sido reprimida con el advenimiento del capitalismo, para explotar más eficientemente a los obreros— y también corrientes vinculadas al amor libre e incluso, quizá, al feminismo.

Para Foucault, los habitantes del siglo XX tardío sostenemos la hipótesis represiva en parte porque nos conviene: nos permite construir un otro —los victorianos, esos burgueses hipócritas— que tenía su sexualidad contenida para afirmar que la nuestra es más subversiva solo porque la nombramos.

Nos permite creer la ficción de que ahora que hablamos más de sexualidad desentrañamos su verdad oculta, sabemos más, somos más avanzados, transgresores, mejores, solo por el hecho de producir discursos sobre sexo. La hipótesis represiva vendría a ser optimista para con nosotros mismos; el modo en que Foucault la pone en cuestión es sutil y oblicuo.

Foucault no pretende negar la hipótesis represiva y afirmar su contrario: lo que le interesa es, en primer lugar, mostrar que la moral de la burguesía victoriana no salió de un vacío, sino que tiene muchas continuidades con las épocas que la precedieron (y que estuvieron lejos de ser paraísos de la libertad sexual); en segundo lugar, desconfiar de la novedad que representa este supuesto discurso contemporáneo de la apertura sexual respecto del que manejaban los victorianos; y, sobre todo, mostrar que los victorianos —como los griegos de la antigüedad clásica que Foucault enfocará en los tomos II y III, y los cristianos que protagonizan el cuarto tomo— produjeron una cantidad enorme de discurso sobre sexo.

La hipótesis represiva para Foucault representa una paradoja: una sociedad que constantemente se castiga por no hablar lo suficiente de sexo, pero que no puede parar de producir discursos sobre él. Lo que propone Foucault es un corrimiento de la pregunta histórica: ya no pensar en por qué el sexo se silenció, sino en qué términos efectivamente sí se habló de sexo —con qué asociaciones simbólicas, en qué contextos, en qué marcos conceptuales— en la era victoriana y en épocas anteriores.

Ilustración de Carolina Monterrubio.

Los dos siguientes tomos que Foucault publicó en vida se ocuparon de la antigüedad clásica. Foucault explica, al comienzo del segundo tomo, que “sexualidad” es un término históricamente situado, que no apareció hasta el siglo XIX, que representa un tipo particular de experiencia: y que utilizarlo para nombrar una constante ahistórica es en el fondo un error conceptual grave.

Los griegos y los romanos no atravesaron esa experiencia, sino otra, que Foucault dará en llamar aphrodisia. En Las confesiones de la carne, la serie se completa con la experiencia que se tematizó en la Edad Media, que no serán los aphrodisia ni la sexualidad sino, justamente, la carne.

Para Foucault una experiencia no es un catálogo de prácticas o un código de conducta, sino una relación particular entre el conocimiento, la normatividad y la subjetividad en una cultura específica: un tipo de relación con la verdad y con la ley en la que los sujetos de una cultura se constituyen y se reconocen. Esto, que Foucault ya había querido explicar en sus tres tomos anteriores, queda más claro que nunca en Las confesiones de la carne.

Foucault analiza textos del cristianismo temprano como El pedagogo de Clemente de Alejandría y los compara con escritos paganos contemporáneos o apenas anteriores para mostrar que la conducta que predicaban los cristianos no era demasiado diferente de la que habían ordenado los filósofos paganos: la diferencia entre los aphrodisia y la carne no es que los cristianos propongan un código de prácticas sexuales mucho más restringido, sino que la carne implica una nueva clase de experiencia.

“La ‘carne’”, escribe Foucault, “debe comprenderse como un modo de experiencia, es decir, como un modo de conocimiento y transformación de sí por uno mismo, en función de cierta relación entre supresión del mal y manifestación de la verdad”[3].

Y por si no quedara claro, agrega: “Con el cristianismo no se pasó de un código tolerante con los actos sexuales a uno severo, restrictivo y represivo. Hay que concebir de otra manera los procesos y sus articulaciones: la constitución de un código sexual, organizado en torno del matrimonio y la procreación, se inició en gran medida antes del cristianismo, al margen de él, a su lado. El cristianismo, en lo esencial, lo hizo suyo. Y en el transcurso de sus transformaciones ulteriores y por medio de la formación de ciertas tecnologías del individuo —disciplina penitencial, ascesis monástica— se constituyó una forma de experiencia que puso en juego el código de una nueva manera y lo llevó a cobrar cuerpo, de un modo muy diferente, en la conducta de los individuos”[4].

La carne establece dos formas de vida posibles, sobre los que discurren los dos capítulos fundamentales del libro: “Ser virgen” y “Estar casado”.

En “Ser virgen” Foucault da cuenta de una serie de asociaciones que en principio no nos sorprenden: la vindicación de la virginidad o la continencia definitiva está en el cristianismo primitivo vinculada a la pureza, a una idea de la vida material como algo sucio (“del bautismo a la resurrección, la virginidad pasa a través de la vida sin que su suciedad la toque”[5]) y también al desprecio de las mujeres (“sus celos, su avidez, su inconstancia”[6]).

Sin embargo todas estas nociones relativamente conocidas Foucault las muestra en una luz diferente: para el filósofo la novedad no se encuentra en la práctica de la virginidad —que ya existía entre los filósofos paganos—, sino en el valor extremo que el cristianismo deposita en ella y que, paradójicamente, “implica una estimación considerable de la relación del individuo con su propia conducta sexual, porque hace de esa relación una experiencia positiva dotada de un sentido histórico, metahistórico y espiritual. Aclaremos bien las cosas”, escribe Foucault: “no se trata de decir que hubo una valorización positiva del acto sexual en el cristianismo. Pero el valor negativo que se le atribuyó tan visiblemente forma parte de un conjunto que da a la relación del sujeto con su actividad sexual una importancia en la que la moral griega o romana jamás habría pensado”.

Ilustración de Carolina Monterrubio.

Así, Foucault muestra cómo en el cristianismo y su mística de la virginidad se origina “el lugar central del sexo en la subjetividad occidental”.[7]

Sobre el matrimonio en el cristianismo primitivo existen muchos menos tratados que sobre la virginidad. “No hay arte, no hay techne de la vida matrimonial”[8] si se exceptúa el capítulo de El pedagogo analizado en la primera sección del libro.

Sin embargo, a medida que las comunidades cristianas van creciendo, aparece la necesidad de definir las reglas y prácticas que deben aplicarse para que la menos ascética de las formas de vida habilitadas por el cristianismo (es decir, estar casado) “no quede apartada de todo valor religioso ni privada de la esperanza de la salvación”[9].

Así, lenta y casi silenciosamente, se va autorizando finalmente un arte (en el sentido de una techne, como suele utilizarlo Foucault: una tecnología del sujeto) de las relaciones entre marido y mujer “que compite con la techne de la existencia virginal y, sin jamás pretender estar a su altura, en cierta medida la alcanza”[10].

El contenido de esta techne no es tampoco particularmente sorprendente: Foucault enumera el principio de la desigualdad natural entre el hombre y la mujer, el principio de complementariedad que da un contenido “positivo” a esa desigualdad natural, el principio de deber de enseñanza ligado al pudor (que el hombre debe enseñar a la mujer), el principio de la permanencia y reciprocidad de vínculo y el principio del lazo afectivo que constituye a la vez la meta y la condición permanente del buen matrimonio.

Así y todo, las lecturas de Foucault de estos textos nunca dejan de sorprender por su sutileza y lucidez, como cuando, comentando una serie de textos de San Juan Crisóstomo sobre el matrimonio, el filósofo descubre que la procreación tenía para Crisóstomo un rol más bien secundario entre los objetivos de esa institución y sacramento. Aparece, sí, pero poco, y cuando lo hace es de forma explícitamente secundaria respecto del verdadero objetivo del matrimonio: impedir la fornicación y garantizar la continencia.

Las confesiones de la carne, como el resto de los tomos de la Historia de la sexualidad, está lejos de ser una lectura erótica en el sentido literal: no encontraremos en ella descripciones del modo en que las personas de hecho tenían relaciones sexuales en otras épocas, ni catálogos de prácticas o de posiciones. Sin embargo, sí es una lectura fascinante de las maneras en que los primeros autores del cristianismo fueron produciendo formas de pensar el deseo que todavía hoy están a la base de nuestra cultura occidental y nuestra propia educación erótico sentimental.

Aparece algo íntimo, una relación amorosa con el lector, en esa forma siempre irónica pero seria en que Foucault lee a estos padres de la Iglesia: una búsqueda del doblez, no ya de aquello que quisieron “reprimir”, sino más bien de eso que en sus textos los deja en evidencia, casi desnudos, ante nosotros sus descendientes.

 


 

[1] Davidson, Arnold, “Ethics as Ascetics: Foucault, the History of Ethics, and Ancient Thought”, en Gutting, Gary (ed.), 2006, The Cambridge Companion to Foucault, Second Edition. Cambridge: Cambridge University Press.

[2] Forrester, John, “Foucault’s Face: the Personal is the Theoretical”, en Faubion, James D. (ed.), 2014, Foucault Now. Current Perspectives in Foucault Studies. Cambridge: Polity.

[3] Foucault, M., 2019, Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne, Buenos Aires: Siglo XXI Editores, p. 70.

[4] Ibid., p. 71.

[5]  Ibid, p. 177.

[6]  Ibid., p. 199.

[7]  Ibid., p. 219.

[8]   Ibid., p. 267.

[9]   Ibid., p. 271.

[10]  Ibid., p. 277.


Autores
(Buenos Aires, 1989) Es licenciada en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y trabaja como docente y periodista. En 2017 publicó el poemario Reconocimiento de terreno (Pánico el Pánico). En 2018 ganó el premio Ficciones otorgado por el Ministerio de Cultura argentino por el libro de cuentos Nadie vive tan cerca de nadie (Emecé, 2020). En 2019 publicó el libro de ensayos El fin del amor (Ariel). Sus textos han aparecido en publicaciones como Anfibia, La Nación, Infobae, revista Orsai y Words Without Borders, entre otras.

Ilustrador
Carolina Monterrubio
(Ciudad de México, 1990) Se especializó en ilustración narrativa por la UNAM y en ilustración infantil por la EINA, Barcelona. Ha sido seleccionada dos veces para el concurso “Invitemos a leer” de la FILIJ México (2017-2018) y en 2019 fue finalista en el concurso para diseñar el cartel de las fiestas de Gràcia en Barcelona. Ha impartido cursos de ilustración para niños y sus ilustraciones han sido publicadas en revistas, libros infantiles, textiles y proyectos de diseño gráfico.
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