El deber de ser filmado
En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin, se lee: “En el caso del cine, el noticiero semanal demuestra con toda claridad que cualquier persona puede encontrarse en la situación de ser filmada. Pero no sólo se trata de esta posibilidad; todo hombre de hoy tiene derecho a ser filmado”.
Lo que dice Benjamin es que, como en la literatura, la barrera entre intérprete y espectador se va difuminando.
Saber escribir brindó los medios a cualquier “ciudadano de a pie” para convertirse en escritor (en productor, diría Benjamin). Sólo hasta la invención de la imprenta y del establecimiento de la prensa como órgano de información y comunicación, esos medios se convirtieron en una posibilidad real: el buzón de sugerencias, las cartas de los suscriptores, quejas, reportes, denuncias, todos estos géneros literarios se crearon por esfuerzos de los lectores de los diarios y revistas.
La distinción entre autor y lector pierde su carácter unilateral. Con los espacios abiertos a partir de la prensa, publicar deja de ser un proceso de selección de élite. Cualquiera puede publicar porque cualquiera tiene derecho a hacerlo. Hoy en día, los blogs personales en internet, por ejemplo, han explotado esta posibilidad.
La materia base de la literatura es el lenguaje escrito; éste se convirtió en la manera de socialización de las comunidades humanas occidentales desde hace aproximadamente doscientos años (las calles tienen una placa con su nombre, los procesos legales son procesos de lenguaje escrito, el correo como medio de comunicación entre particulares, etcétera). Así, una exigencia de la sociedad contemporánea coincide con la materia de un tipo de arte. De repente, una gran parte de la población (en ciudad, por lo menos) se convirtió en semi experta del lenguaje escrito, se volvió escritores que sólo deben refinar su herramienta.
En otras artes, en cambio, ha de aprenderse una técnica aparte: si se quiere ser pintor o escultor, es necesario conocer de perspectiva, combinación de colores, materiales. Algo parecido sucede en arquitectura o música. Sus procedimientos son exteriores a la forma de comunicación principal en la sociedad.
Ser alfabeto en cine, es decir, tener las herramientas para realizar cine —por lo menos, la función de “ser filmado”— no tiene mucho sentido. No se trata de ser un buen o mal actor, la cámara de todas maneras capturará la imagen. Todos, pues, estamos en capacidad de ser filmados. No se necesita más que estar ahí. Los soviéticos fueron los primeros en aprovechar al intérprete no-actor (Eisenstein) y en hacer que la actuación del montaje sustituyera a la del humano (Kuleshov).
El derecho a ser filmado, para Benjamin, tiene un cariz político: el hombre tiene derecho a que se le reproduzca, ante todo, en su proceso de trabajo, es decir, a tener una herramienta que le refleje —como un espejo portátil— y le permita salir de la enajenación del producto de su trabajo (véase los kinopravda, de Vertov).
Frente a esta posibilidad de emancipación, el capital, dice el filósofo, crea el star system: la admiración por ciertos rostros, gestos, apariciones, vestidos, galas, alfombras rojas, los Óscares, los Grammy. En esas figuras, el espectador se olvida de su derecho a ser filmado y, sobre todo, le hacen creer (uno por uno: divide et vinces) que él puede ser uno de ellos, uno de esos stars admirados y respetados (American Idol, Britain got talent, Next top model). Se cancela a través de esta ilusión el camino del autoconocimiento y de la conciencia de clase.
The Truman Show (Weir, 1998) narra la vida de Truman Burbank (Jim Carrey), un inocuo vendedor de seguro de Seaheaven, California, que disfruta del sueño americano: casa propia, trabajo estable, esposa fiel y abnegada. Nunca ha salido de su pueblo natal y tiene el sueño de vivir en Fiji. Truman es el protagonista (aunque él no lo sabe) del programa televisivo más exitoso de la historia. Desde su nacimiento, las cámaras han capturado todos los detalles de su existencia: el primer paso, el primer beso, el primer corazón roto. Truman aparece en un canal que transmite su vida veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
Hay cámaras por todos lados y la población entera de Seaheaven son actores: su esposa, su mejor amigo, su madre. Truman ha vivido treinta años encerrado en el estudio más grande del mundo.
Así, el concepto de intimidad, para Truman, no existe. Es más, tiene una ventaja sobre cualquier ser humano: su memoria vive fuera de él, en millones y millones de cintas y archivos. Sus recuerdos no pueden jugarle ninguna trampa: todo está ahí, grabado y listo para ser consultado.
Truman es, entonces, el más grande de los stars cinematográficos. Millones lo han acompañado durante toda su existencia y, aunque la vida de Truman sucede en una burbuja, tenemos que creerle a Kristoff (Ed Harris), creador del programa: “No hay nada falso en Truman. Está controlado, pero no es falso”.
El señor Burbank se convierte en lo contrario al star system, aun siendo su rey. La identificación que busca el capital con estos rostros bellos y estas vidas glamurosas para distraer y anular el potencial revolucionario del cine tiene que ver con separar a la masa, volverla individuos egoístas, independientes e incomunicados con los otros. Lo que se intenta, usando las palabras de Benjamin, es evitar la conciencia de clase.
Middle class, trabajador, normal, sin ningún artificio, el héroe de millones, el que todos quieren ser o conocer. El poder de Truman radica en que la identificación con él crea la empatía con todos.
Al ser un hombre normal, tan aburrido e interesante como cualquiera de nosotros, verlo a él en pantalla, que sea filmado, es como si nosotros estuviéramos frente a la cámara. La gran tragedia de Truman —pero eso es algo que se descubrirá fuera de Seaheaven— es que no sólo tiene derecho a ser filmado, sino que es su deber.
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