Tierra Adentro

El actor tomó la pistola del bolsillo interior de su saco y el público contestó con un grito ahogado. En ese momento fue clara la eficacia de la obra para ocultar la identidad del asesino. Agatha Christie es particularmente buena provocando esas reacciones con los finales sorpresa de sus textos. Es cierto que, en ocasiones, Christie no juega limpio y es muy criticada por ello: oculta la evidencia clave y no importa qué tan meticuloso sea el análisis del lector, las pistas para resolver el misterio no están en el texto. Pero en el fondo eso no importa: el efecto de sorpresa está casi garantizado y suele ser satisfactorio.

La totalidad de la obra de Agatha Christie pertenece a la llamada época dorada de la literatura detectivesca. La estructura es predecible y repetitiva: se comete un crimen, se llama a un detective que reúne las pistas y entrevista a los testigos, luego junta a todos en un salón para revelar el misterio. Hay escasa caracterización de personajes, al contrario, encajan en modelos fijos: el militar retirado, la mujer de personalidad débil, los cuñados con pasado oscuro, los hermanos celosos, el millonario excéntrico, entre otros pocos. El espacio suele ser una casa de campo, un tren o un hotel. Quizá por esta rigidez estructural, el género es poco estudiado a profundidad y se descarta como literatura fácil o de baja calidad. Lo que sí, es que el género como tal está extinto, aunque es innegable que es precursor de la literatura policiaca tan popular en nuestros días.

Por otro lado, estudios de la obra de Christie han reivindicado el valor de su literatura. Estudios de género muestran la relevancia de Miss Marple, una mujer mayor que asume el rol de detective amateur en varias novelas de Christie, y que representa una figura trasgresora de las estructuras patriarcales que regían el contexto social de principios del siglo pasado. Miss Marple, aunque menos popular que Hercules Poirot, ocupa un papel importante en la historia de la literatura detectivesca por establecer su voz de orden y moralidad en un ambiente dominado por detectives masculinos. Por otro lado, las novelas de Agatha Christie son valiosas piezas históricas porque presentan un contrastante retrato entre la Inglaterra antes y después de las guerras mundiales.

En la carrera escribí una tesina sobre La ratonera de Agatha Christie. Una maestra asesora se negó en un inicio a aceptar el tema propuesto y me dijo que no desperdiciara mi tiempo y esfuerzo en «esa literatura». Su postura me parece hoy tan absurda como la de una maestra de orientación vocacional que conozco, que les dice a sus alumnos de preparatoria, a los hombres sobre todo, que no estudien nada relacionado a humanidades porque, ¿cómo piensan mantener a su esposa? Lo dice sin sarcasmo.

En la tesina estudié el lenguaje de La ratonera para identificar cómo Christie lo utiliza para desviar la atención del verdadero culpable y dirigir las sospechas hacia otros personajes. El lingüista Roman Jakobson habla de seis funciones del lenguaje, una de ellas es la conativa: cuando el emisor, a través del mensaje, intenta cambiar la conducta del receptor. En La ratonera, más de la mitad de los diálogos del asesino (columna 100% sin spoilers) pertenecen a la función conativa. La influencia que el culpable quiere tener en los otros personajes suele ser la sospecha mutua, es decir, que desconfíen entre sí para que no sospechen de él (¿o ella?). El efecto paralelo es evidente: el lector también es engañado. Este estudio refuerza la rigidez estructural de la obra, pero arroja algo de luz hacia la forma en que Christie crea tensión y oculta al culpable.

LA RATONERA EN EL ST. MARTIN’S THEATRE

Creo que hasta aquí quedaría claro que conozco la obra de Agatha Christie y, en particular, La ratonera. Pues no. Pensaba que sí hasta que vi la representación de la obra en el St. Martin’s Theatre de Londres, hace una semana.

No había visto la obra en una función de teatro aunque he leído el texto unas cien veces. Debería de recordar más seguido que el texto dramático se escribe siempre con la intención de ser representado en un escenario y que en la experiencia de realizarlo atraviesa una metamorfosis con resultados impredecibles.

Cabe destacar lo que representa La ratonera para la dramaturgia: es la obra, a nivel mundial, con más funciones en la historia del teatro, actualmente con más de veintiséis mil. La primera fue el 25 de noviembre de 1952, es decir, hace 63 años. Desde abril de 1958 posee el Record Guinness por ser la obra con más representaciones. En otras palabras, le gana por mucho La señora presidenta. En 2002, para celebrar su cincuenta aniversario, La ratonera se presentó ante su majestad la reina Isabel II. Diez años más tarde, en 2012 el rol protagónico fue leído por Hugh Bonneville, también conocido como Lord Grantham, si les gusta Downton Abbey.

A través del tiempo ha tenido diversos directores y repartos. El director actual es Ian Talbot, quien tiene una larga experiencia como director teatral, incluidas «muchas pantomimas con estrellas como Pamela Anderson y David Hasselhoff». No es chiste, es real, eso dice el programa.

No sé qué tan buen trabajo hace Talbot en La ratonera. Llevaba una década deseando ir al teatro a ver esta obra y por lo mismo mis expectativas eran altísimas. Me limitaré a señalar un par de puntos positivos y un par de negativos, pero sin dar un juicio definitivo ni sentencioso. Es imposible para mí ser objetivo con la obra a estas alturas y después de tantos años trabajándola en papel.

Lo destacable: los actores trabajan bien con la escenografía que, aunque es la misma de principio a fin, es efectiva en crear la ilusión de ser un cuarto común en un bed and breakfast en la campiña inglesa. El espacio es dinámico porque los actores con sus entradas y salidas así lo comunican. También hay sonidos, canciones y gritos que suceden fuera de escena y que, sin embargo, afectan la acción principal. Otro punto favorable es la armonía: es palpable la coordinación entre los actores y la historia, como una orquesta con años de trabajo. Los diálogos fluyen con ritmo, no hay ningún momento de distracción para el público, el conflicto está latente y tangible.

Sin embargo, dos cuestiones me decepcionaron. El personaje Christopher Wren, interpretado por Robert Rees, parecía un niño chiflado. Sus diálogos los entregaba con demasiada energía, de pronto parecía que el actor intentaba hacerlo lucir afeminado. Eso estaría bien y resultaría interesante si no fuera porque en la obra, Wren debe ser un rival romántico para Giles Ralston. Por lo mismo, algunas escenas donde Giles debía mostrarse celoso no tenían fuerza o imagino que, incluso, podían ser confusas para alguien sin conocimientos previos de la obra. Lo segundo es la poca creatividad para representar a Mr. Paravacini, un personaje joven en edad que finge ser mayor y utiliza maquillaje para aparentarlo. El actor lucía viejo, que seguro era la intención, pero no tenía la jovialidad o la chispa de un joven haciéndose pasar por alguien mayor. El resultado fue un personaje que parecía ambiguo para el público, inverosímil, fuera de lugar.

A pesar del sabor agridulce que me dejó, la disfruté. También porque La ratonera es una tradición en Londres, y aunque no es una atracción tan popular como antes, gracias al texto sólido de Agatha Christie se ha mantenido en el corazón de la ciudad y de los turistas.

Me tocó ser parte de la función número 26,072. Lo indicaba un letrero en el lobby. Al final los actores saludaron al público y nos pidieron no revelar bajo ninguna circunstancia quién es el asesino. Promesa cumplida.


Autores
(Monterrey, 1982) es autor de las novelas El polvo que se acumula en los objetos (Editorial Acero, 2012) y La ilusión del caos (edebé, 2015). En 2014 fue becario del PECDA Nuevo León. Actualmente es profesor de literatura en Prepa Tec y director de Resortera.mx, una iniciativa para impulsar la escritura de autores jóvenes.