Desde el acantilado (Los idiotas)
Para Margarita, Tikitzi Madre; Mundo, Claudia y Javier:
Mis cuatro puntos cardinales.
«Se había metido entre las rocas del Cuervo y ahora se encontraba exhausta en medio de aquellos peñascos. El Cuervo estaba conectado con tierra firme mediante un muelle natural muy largo formado por piedras resbaladizas. Trató de regresar a casa por aquel camino. ¿Seguiría él allí? En casa. ¡Menuda casa! Cuatro idiotas y un cadáver. Tenía que regresar y explicarlo todo. Cualquiera lo entendería…»
Cualquiera que no fuera idiota. Pero al parecer, la bahía de Fougère guardaba dentro de sí al abismo precisamente porque, al final de todas las noches, las de la Tierra y las de los hombres, removía su lengua marina para tragarse los desechos que caían sobre ella desde el acantilado conectado con aquella ciudad, tan llena de ojos, de palabras cubiertas de espuma rabiosa y estólidas babas, de manos que todo lo pueden, menos levantar una plegaria de misericordia para aquella mujer escondida en la boca marina de Ploumar, anegada entre sus pensamientos, rodeada de arena y el olor inquisitivo de un índigo acuoso que le traía noticias de su falda empapada, una madre que dio de beber esa misma noche a sus peones el agua etílica que a todos los miserables redime por un rato, pero que fue incapaz de bendecir a su propia hija, rezos disparados hacia la cúpula de una iglesia imperturbable, obstaculizando siempre la correspondencia que debería haber entre dios y sus hombres afligidos: sus rezos de mujer desamparada fueron lanzados como flechas, la iglesia nunca le permitió vislumbrar en el cielo una estrella dónde fijarlos. Y ahora que estaba ahí, tan dueña de sí y al mismo tiempo tan a merced de la bahía, las tenía todas, todas, encima de ella, de sus recuerdos, de los elementos que la rodeaban, de los cuerpos que la tocaban y le dejaban rastros de sal y lodo, de los cuerpos que la habían tocado sin reconocerla y ahora no la echaban de menos en casa, del cuerpo tibio recién mudado al éter, donde continuaba su letanía contra ella, la mujer que parió cuatro idiotas en medio de una ciudad idiota. De las memorias, las divinas y las terrenas, que dan cuenta de los infiernos y del paraíso…
Susan camina por los bordes de sus ecos, camina lentamente hasta llegar al margen de la bahía y, como sin temer el encuentro con la nada, como si ya estuviera habituada a tener en sus manos y su mente la idea del fin de los mundos, sus límites físicos, sus latidos exangües, continúa caminando hasta llegar al margen de la hoja. Abre sus brazos como si en mí hubiera visto la barquita luminosa que alguna vez su padre le contó existía en los mares buenos, los realmente dulces (no como éste), que se llevaba a marineros y sirenas de buen corazón, jamás amados, siempre emitiendo amor devocional a las aguas. Porque el mar es un amante protector si se le considera hombre, y una madre aguerrida si se la describe como mujer. Acaba de mirarme. Son las doce y veinticuatro de la noche y ella gira sobre su propio eje. Susan se detiene frente a mí. Sus ojos son de un castaño triste, como el recuerdo de las grandes glorias olvidadas de una Francia imperialista que dejó en sus vestidos el rastro de un mundo mejor, de tazas de porcelana y espejos ovales donde pudiera tomar y embellecer su propia vida…
—En verdad a ti te estaba esperando. He esperado todos estos años, Joseph no me permitió explicar nada, no hubo tiempo en realidad. Su barco partía. Era su luna de miel, creo… ¡Y Jessie estaba tan maravillosamente iluminada, como reverberando las palabras de amor desde la alcoba modesta instalada en su piel de durazno!… Las lunas de miel son lo único bueno que las mujeres como yo (¿alguna vez tú te has desposado?) llevan entre los pliegues de la falda y los ojos, cuando nos volvemos un poco ajadas, digamos rayando la treintena. Por eso nunca le reclamé nada… Es que en verdad no hubo tiempo, insisto. Yo sé cómo ha de terminar todo, bien que lo sé. Pero al menos quiero ser yo la que explique los sonidos que me fijaban el alma con alfileres de cristal que se fueron volviendo vetas de hierro en mi propia cueva, donde antes habitaba un corazón desbordante de alegría… ¿me dejarías contar, al fin, después de ciento diez años, lo que esa noche debía explicarle a los idiotas?
Tomé la hoja a medio escribir como asiento y me dispuse a oír la sinfonía. Porque al parecer esta noche no nada más sería Susan la que hablara. Yo, que tengo buen oído, los oigo venir, los oigo apostarse en mi casa a la espera de su turno. Dicen que en este siglo lo único que quedan son fragmentos sin sentido, bellísimos, llenos de una ternura horrorizada y mutilada que suplican a nuestros ojos, a nuestros labios, a nuestros oídos y a nuestras lenguas reunirlas para regresarles la vida escindida, aunque sea por instantes. A mí me gusta pensar que los fragmentos vienen a nosotros en busca del concierto perdido, de una ópera magnífica que nos viene a devolver la canción olvidada, el paraíso mutilado. Susan volvió a hacerme señas. Yo atendí a su llamado:
—¿Qué es lo que escuchas? ¿Podrías dejarlo como música de fondo, por favor?
A la fragilidad que se mueve aún con estoicismo jamás se le niega algo.
I. SUSAN
https://www.youtube.com/watch?v=LpewOlR-z_4
http://issuu.com/scoresondemand/docs/in_the_upper_room_12780/5?e=8906278/5215515
Las olas del mar. Su sonido envuelve cualquier objeto, cualquier causa, cualquier mirada. Incluso los tiempos. Miren. El agua viene por mí, acaricia mis tobillos hinchados, ceñidos por las cintas de mis botines negros de suela gastada con los que he caminado los mismos pasos hacia atrás y hacia adelante, día tras día. Porque para aguantar el trote de una casa, de quienes la llenan de su propio aire, hay que llenarse de cierto sentido del equilibrio. Yo lo hallé en el mecanismo de andar y desandar. Andar por las frutas de estación para hacer las conservas que guarezcan nuestras vidas del tedio inodoro del invierno, desandar el trayecto de la cocina hacia el pozo de agua para lavar las ollas, las cucharas, los frascos y hasta las lágrimas que impiden el correcto girar de las tapas que cierran a aquéllos, pues una lágrima es, a fin de cuentas, una gota de agua divina que se ensució en el trayecto del ojo de regreso a su propio dios; luego entonces, las lágrimas tienen derecho a ser retiradas con nueva agua, limpia, para que dejen de vivir en el umbral de la pena… Andar y desandar. Andar por la casa, levantando una y otra vez las cosas de colores tiernos, elaborados en madera talada en primavera lejana, con las que mis cuatro hijos balbucean el nombre del mundo. No puedo decir con certeza si es el mundo que mis ojos les transmite cada que los levanto por las mañanas y al momento de llevarlos a acostar, o si será el apartado mundo de su padre, que siempre levanta el sol para su propio encierro entre paredes de aire abrasador y arena infértil y se duerme cuando no hay ni una promesa para conciliar el sueño de un país, una casa, un nuevo amor con cuatro hijos llenos de virtud y juguetes construidos con madera talada en nueva primavera, porque la otra ya se está cansando de repetir que las cosas irán bien, como el trenecito chuchú que pasa todos los días a las cinco, cuando madre en desgracia, yo, paro mis labores y juego con los cuatro —aunque en verdad juego para mí— a traer desde el otro lado del mundo nuevos perfumes, esencias, elixires, sustancias vaporosas que toquen mágicamente las almas de mis cuatro frutos y los haga reírse con el tiempo acumulado en sus mejillitas rojizas de sol más que de frenesí. Desandar el trayecto de la misa y su atrio lleno de fieles de memoria chata, siempre con la bendición asentada en sus estómagos y tan digerida por sus corazones; desandar sus miradas de soslayo, sus manos ocupadas por libritos de oraciones y vigorosas piedras de fuego enviadas hasta mi posición de hija desconocida del Padre, hermana olvidada del Hijo y siempre niña a consolar por el Espíritu Santo. Las olas del mar. Su sonido mece mis recuerdos. Ahora que intenta arrastrarme hacia su seno, yo siento cómo me voy hacia atrás en los tiempos. Sí, ya voy siendo dirigida hacia atrás, lavada de cuerpo pretérito. Las olas del mar…
Cuando las oí por primera vez, quiero decir, con toda la quietud atenta que merecen estas señoras, entendí que nunca me dejarían. Tendría unos cinco años, mis padres me trajeron a mirar desde el acantilado la bahía de Fougère para admirar un amanecer de verano pleno. Era junio y era domingo, y las olas repetían incesantemente que el destino de quienes nacemos playa adentro o playa afuera, es el de guiarnos por el sonido de las aguas. Como los ciegos en ciudad firme que son guiados por los ruidos de las máquinas, el vértigo y las reglas de tránsito. Esa mañana traté de oír bien lo que decían. Era fiesta, me auguraba una fiesta. Como a todas las niñas que desean crecer y ser felices con un hombre apuesto, su propio príncipe, no importa el tono de azul con el que vengan envueltos sus modos, sus miradas, sus caricias, sus tierras. Aquí, nosotras aprendemos a amar al azul porque sí, porque es una extensión del cielo y nos hace entender desde muy jóvenes que estamos inextricablemente unidas a los tonos del cielomar, desde su plomizo gris azulado hasta su turquesa juvenil, nunca demasiado verde como para alentar al regocijo abierto y desmesurado de la vida, pero sí lo suficientemente feliz y acentuado como para decirnos que las épocas se suceden siempre sin permiso de una y con el tiempo a favor tan sólo del mismo tiempo.
El ritmo festivo de las aguas de la bahía me siguió silenciosamente en mi juventud, cuando aprendí a rezar y a cocinar lo que la tierra daba: papas, carnes del grosor de la fortuna de los años, duraznos… Me llevé el sonido de las olas en fiesta hasta París y las instalé en la repisa de la recámara que mi familia adoptiva, también bretona, me entregó como garantía de comodidad y buen futuro: “Aquí hallarás al hombre que estará a la altura de tu belleza, de tus sueños, de tu piedad”, me decían. Pero yo no hacía otra cosa más que esperar a que la rueca dejara de girar siempre tan deseosa de vida y de pequeñas aventuras, propias de una señorita que conoce la felicidad en medio del recato, el decoro y los buenos pensamientos. Yo quería que la rueca soltara su hilo, el mío, y me trajera de vuelta a las olas del mar adyacente al pueblo de Ploumar, donde todo envejece a la hora correcta y no hace aspavientos para morir, donde la carne es sólo eso y sus condimentos están asegurados por la razón de las lluvias y no tanto de la riqueza de luces extranjeras que, aburridas de no atravesar calles grandiosas, terminan atravesando los arrecifes. La rueca paró, París se volvió una fotografía en sepia que guardo (guardaba, guardé, ya no recuerdo hasta cuándo ni en dónde) por si algún día la menor de los cuatro decide despertar y preguntarme qué es la vida, el amor o el destino. No es París ni sus fotografías. Son las olas del mar.
Imagino que yo llevaba en mis zapatos las olas del mar febril, del mar encantado de sí y de mí, joven, dispuesta a danzar sobre el camino que acompaña a personas y cosas hasta su destino, y el destino para mí era Ploumar, estas rocas recién lavadas en las que estoy recargada y que se transforman en catedrales cobijadas de agua cuando la marea respira a sus anchas. Sí, debió de ser así. Jean Pierre Bacadou, el hijo de la pareja terrateniente más rica del pueblo, condecorado con laminitas doradas provenientes de un sistema que desconocía a Dios y entregaba sus virtudes a la milicia, alto, blanquísimo, de barba rojiza y ojos exultantes de poder, se acercó a mí una tarde de primavera temprana, cuando las olas callaron repentinamente dejando al aire en completa libertad para traer y llevar los sonidos de los corazones de su gente, entre ellos, el de Jean Pierre y el mío. Tardó bastante tiempo, tres meses, en anunciarle a sus padres su intención de formar conmigo una familia y de reformar los trabajos a medio hacer que desnudaban sus tierras, mismas que deseó trabajar por sí mismo y adelantándose un poco a la natural inercia de la muerte y su herencia. Sus padres, viejos acaudalados, uno cansado y artrítico, la otra siempre metida con sus ayeres y sus dolencias en la cama, no veían la hora de que regresara su único hijo para que los sustituyera en la pesada labor de cuidar y entender la tierra. Porque ella, me decía Jean Pierre, resguarda celosamente bajo su faz de quietud el fuego con el que la materia vive, crece, se descompone y luego muere. La tierra, por tanto, era de temerse, luego de adorarse y hasta el final de agradecerse. Es mentira, decía él, que ella sirva a las plantas de nuestros pies y esté atenta a darnos pan y cobijo. Somos nosotros sus esclavos. Y mi hombre, con su barba rojiza, dejaba muy en claro que servía al fuego bajo la quietud de sus terrenos, que fueron anuncio de la continuidad de la ley de la vida, como decía su padre, y también fueron testigo y regalo de bodas el día más feliz del que se tenga recuerdo en Ploumar.
Jamás se volvió a oír en las tierras de los Bacadou una música tan ligera, de aire relleno de miel y flores de azahar, como se oyó el día de nuestra boda. Parecía que el mar había lavado los pies de cada uno de los invitados, la comarca entera, y les había dado instrucciones de danzar en pos de nosotros, los recién casados, los nuevos encargados de hacer crecer el abono que menguaba en el patio de la única entrada de la casa, de que las piezas de ganado verdaderamente fueran llamadas así, ganado, opulencia, dividendos para nutrir la tierra y por tanto, los cuerpos de quienes la poseían, aunque ya sabemos que la tierra no se esclaviza porque es ella quien elige a sus esclavos. Rum, rum, y el mar mecía jueguetonamente los brazos enfundados en las chaquetas cortas que hacían juego con las botas recién lustradas de los varones, quienes caminaban junto a sus mujeres ataviadas de negro con sus cofias blancas, pequeñas palomas que daban cuenta de la alegría universal contenida en el trayecto ondulante, detrás y afuera de las colinas, que hacían de dos en dos y formando una cinta negra cuya solemnidad sería cortada de cuajo al poco tiempo, cuando los platillos se sirvieran humeantes y reverberando noticias de opulencia, amor y ganas de festejar al ritmo del eco del gaitero enfebrecido que movía sus zuecos como cuando la tierra eleva su alegría en forma de hojas cobrizas enamoradas del viento; y permanecería ahí al menos un día más, cuando la naturaleza etílica del encantamiento desvaneciera sus efectos sobre los granjeros, incluyendo los más rectos y sobrios del lugar, que yacían dormidos en el camino a Tréguier.
Ese día preferí quedarme callada, la alegría es una alhaja frágil que debe resguardarse en el terciopelo del tedio amoroso, pues bien sabido es que la vida en par es tan sólo eso, un trozo de terciopelo acomodado en una cajita de cristal a la que de vez en cuando le es saludable entonarle música proveniente de lo mejor de nosotros, si no es ya del corazón, al menos, de su memoria. Dejé que las olas hablaran por mí a lo lejos, que entraran en la boca de mi suegra, tan enjuta y rubia, tan de ojos claros, como de nube que va anunciando su desembarque en los confines de su propio mundo. Era la novia revivida del sueño de la granja, la adorada esposa del hombre de dedos retorcidos, bastón lustrado y barba recién cortada, la hija del trigo que abrió sus espigas para concebir al orgullo de su marido, de su ama, la tierra, de su propia necesidad de enmarcar la presencia de su vientre, ahora inflamado, como algo valioso que resguardó la vida. Igual que la tierra envuelve con sus raíces los frutos, casi como por inercia, pero con orgullo fiero al fin. Sin embargo, las olas, bien que lo saben ellas, bien que lo supimos mi suegra y yo, son de corta experiencia. Nunca otra igual, jamás su espesor concentrando las mismas palabras, aunque sí las mismas voluntades. Son ellas las que deciden cuándo comienza un tiempo y cuándo fenece el anterior, y eligen, para delectación propia, las manos, los pies, las bocas que han de desplazarse según su ritmo.
Eso fue lo que pasó al día siguiente. Las olas saben la diferencia entre lo antiguo y lo nuevo, lo comprobado y lo comprobable, y gustan de iniciar, como el ciclo del agua, una y otra vez la obra del hogar. Mi suegra fue puesta, digámoslo así, en el ritmo pausado de las olas viejas que, una vez emprendida la cresta, reposan hasta densificarse y decidir volver al seno de las aguas todas, las primigenias, adonde sé que vamos todos, vivamos tierra adentro o en sus litorales. Poco a poco su voz se fue acompasando al silencio de las aguas en éxodo y un día me vi yo, completamente embarazada de críos y deberes, de amores y expectativas. Se esperaba de mí la vida, su curso lógico, su naturaleza triunfante, ahora que regresaba la primavera y limpiaba las ventanas otrora grasientas por donde mi suegro veía partir, minuto a minuto, los pasos agigantados con los que sembró una centena de veces la parte de tierra a la que estuvo vendido, y los pasos de la mujer ahora convertida en el viento salado que se instalaba en sus rodillas, impeliéndolo a esperar el llamado marítimo.
Jean Pierre tomó con natural entendimiento la sustitución de la fuerza femenina, su nuevo canto, sus flores frescas en el jarrón azul dejado en prenda por su madre, como garantía de que todos nos volvemos a ver, sin importar ya los años de silencio que median entre los que vencemos y por quienes seremos vencidos. Muy pronto incluso comprendió con inusitada alegría las leyes naturales, que dan hogar a los recién llegados en el mismo lugar donde ya no caben los otros, quienes son abrigados bajo la piel de cemento que protege la crisálida subterránea, que a su vez protege el sueño de quienes han de ser llamados a juicio… O por las cadenciosas aguas de un mar iluminado, como las que nos abrían los ojos a mi hombre y a mí los primeros días. Nos levantábamos con la sensación de estar circundados por una poderosa libertad, una especie de alas enormes colocadas en cada hombro del cuerpo indivisible que éramos, pues no hay pegamento mejor que la dicha. Dicen que también las penas, pero yo creo y sé que eso no es verdad. La pena no une, arrastra. Es la dicha, sí, la que une lo impensable y zanja lo temible.
El par de gemelos sembró en Jean Pierre, que a su vez sembraba los granos de la primera cosecha, la esperanza. Un par de varones, blancos, de ojos muy negros, que pronto, decía él, serían su fuerza mayor. Mi hombre, siempre hablando en términos de milicia, veía el asunto de la vida y su crecimiento natural como la escalada hacia la condecoración mayor, el respeto, la bienaventuranza, el prestigio y el valor. La consagración de la fuerza masculina traducida en los viajes que las semillas harían desde el interior de la tierra fogosa hasta su imperturbable valentía exterior. Tal como supongo que vibra la virtud en los militares. El día se nos escapaba, él en cuidar su patrimonio, comprendido por sus tierras y nosotros tres; yo, en platicar y divulgar la gracia con la que me veía favorecida, desde la cocina, junto a mis criadas, hasta el atrio, hipocentro de las oraciones y noticias, hasta su epicentro, el mercado: verdad del cielo que no hay mejor obsequio para una mujer que verse bienaventurada con casa, vestido y sustento, más si la casa se pierde en los límites de la vista y a su alrededor crecen las plantas que alimentan a hombres y animales, si el vestido proviene de las salidas de un joven esposo, satisfecho y feliz, a los pueblos que le recibían como el príncipe vasallo de sus propias tierras, y si el sustento estaba garantizado por la alegría de dos seres nuevos. A ninguna nos gusta ser llamadas desgraciadas. Yo podía afirmar que la desgracia no era vestimenta para mí. Las olas del mar sonaban igual que las sonajas de mis niños, y cada dos o tres noches traía a mí el baile de bodas que originó tanta embriaguez de noticias bellas, apenas dibujadas en lo alto de las convicciones. Algo así como la fe.
Pero algo pasó que las aguas marinas, en su ondular caprichoso, de pronto dejaron de mecerse a mi favor cuando los días transcurrieron y mis hijos ignoraban la manera de masticar sus alimentos y erraban toda forma de juego que para cualquier otro niño sería normal. Levantar sus pequeños brazos era casi igual a elevar un mineral, aunque suave por fuera. Nada de respuesta había en sus movimientos, ninguna noticia de correspondencia entre ellos y yo, o entre ellos y la vida. Al principio pensé que sería el efecto de su abuela muerta, que quizá rondaba por ahí y los tenía en una especie de trance inexplicable, no tanto porque el miedo sea difícil de expresar, sino porque a la edad de mis pequeños era bastante difícil emitir una oración completa que llevara consigo los elementos del horror que trae como compañero el pasmo. Pero luego su abuelo, ese hombre viejo y senil, empezó a clavarme alfileres pequeños en mis venas cada vez que se refería a ellos como “los idiotas”: “Les dije que era demasiado, demasiado. Les dije que acabarían con las tierras”. Jean Pierre me contó alguna noche sobre aquel suceso, pero ambos llegamos a la conclusión que las ideas de su padre tenían más que ver con la zozobra de perder la vida en un instante de remisión y renuncia más que con la llegada de dos seres nuevos, en apariencia inocuos. Y lo eran. Demasiado, como dijo aquel hombre de cabeza plateada. La tierra se acabaría no por ambición, sino por el estancamiento de la inteligencia, madre de toda evolución natural.
Yo me negaba a escucharlo. Pensaba que era una respuesta necia ante el olvido en el que se encontraba, pues no había criada ni poder humano que lo hiciera levantarse de su lugar frente a la chimenea, ya no para asearse un poco, sino para salir a ver el espectáculo de los pájaros negros volando sobre las cabezas de mis dos hijos. “Estás podrida, estás maldita”, susurraba cada tantos minutos, pero siempre que giraba mi cabeza para espetarlo surgía algo inesperado, la cocinera preguntándome sobre cuál especia añadir, los peones pidiendo vasos de agua, los hijos gimoteando como pequeñas bestias silvestres por su comida o por la hora del sueño. Era como si el mar le susurrara a mi suegro palabras ofensivas, quedas, incluso fáciles de esconder en el aire, como cuando esconde sus gotas de agua saladísima bajo la lengua y nos hace pensar que es saliva. El mar se ponía en mi contra, ya lo oía ponerse en guardia. En ese momento era mi suegro quien atacaba con su lengua de mar, pero, ¿cuánto tiempo habría de pasar hasta que el resto de la comarca dirigiera hacia mí esas figuras retorcidas, esas llamaradas de agua hirviendo que quemaban mi alegría?
El tiempo me dio la respuesta. Debía de ser así, los hijos, una vez estando en este mundo, son los primeros en marcar el curso de los días, tal y como lo hacen las terneras y los potrillos: el mundo, su verdadera y exacta medida, se cuenta no a través de calendarios sino a través de las mutaciones de alma y cuerpo de los seres recién echados a la tierra, como pasa cuando la primavera es aventada desde el intersticio del sol azul y la piel helada de los terrenos donde habrán de pasar otra vez los ríos y las flores. Mis hijos crecieron delatando su condición de idiotas. Su verdad poco a poco fue invadiendo su cuna, que apenas y servía para callar semejante vergüenza, y nada más al momento de dormir; se extendió por la casa, la granja, el atrio y el mercado, de donde regresó una noche mi esposo, cargado de dudas. Su pregunta fue hecha tan al aire, tan de relámpago, que mi interior lo único que pudo proporcionarle fue un gemido que resonó hasta en la pocilga de los cerdos, los mejores del lugar, pero cerdos al fin. Jean Pierre los miró de reojo, casi como amacizando la pena dentro del bocado de pan con mantequilla que intentaba envolver la penosa realidad: habíamos fallado, nuestros hijos eran idiotas.
No sin intentar el buen juicio, Jean Pierre mantuvo la esperanza en lo que él consideraba debía de ser el curso lógico de la naturaleza, “así no nos saldrán todos, habrá que consultar a alguien más, pueden venir otros tantos”. Y sí… supuse. Vino un tercer varón y, ante la posibilidad de caer en igual desgracia que la anterior, mi hombre decidió prevenirse y abrazar la religión tras escuchar las razonables palabras de mi laboriosa madre. Permitió la llegada de sacerdotes a la casa, hecho que anteriormente jamás habría ocurrido (un cuervo es un ave de mal agüero, y los sacerdotes eran cuervos para Jean Pierre), les dio de beber sidra, reconvino hasta llegar a la paz entre sus ideas republicanas y la espiritualidad, con la consecuente y favorable situación política para el Marqués de Chavanes, prefecto de la comarca, fiel creyente monárquico. Mi hombre estaba convencido de que esta vez, “mi dios” nos tendría de su mano con tantos sacrificios tendidos, entre ellos, el de dejar por un buen tiempo la intención de instaurar una república donde siempre se había creído en la potestad divina.
Pero al llegar a la cuna donde dormía el recién llegado, su ánimo le hizo sacar a flote la fragmentaria porción de duda que le queda a cualquier hombre con su formación. Entrecerró los labios, como masticando una hoja de oro que le llenaba el rostro de una palidez estoica, y pudo verter sólo un poco de la esperanza acumulada. Esa noche no, el tiempo lo diría. Y dijo que el tercero también naciera idiota. Su abuelo lo supo de inmediato, cuando lo puso en sus rodillas flacas y artríticas en posición de jinete. Las rodillas eran el caballito, su lengua senil, el chasquido que alienta el paso. Pero mi tercer hijo no quiso montar nada, ni las rodillas de mi suegro ni el sueño de su padre, claramente avasallado por la circunstancia. Fijó sus ojitos negros en la esquina oculta del abismo, el mismo lugar adonde iban a dar las miradas de sus hermanos. Aquella noche pude entender que el mar se ensañaba en mi contra, cargando amargura en su vaivén, la misma que viene esta noche a visitarme, arrastrando mis tobillos hinchados hacia lo más doloroso de mis recuerdos. ¿Acaso debo decir que mi pena alcanzó un cuarto hijo más, y que no contenta con ello, también le dio el infortunio de nacer hembra?
…Vamos, aguas, no se queden quietas. Bien saben lo que digo. Ni ustedes, ni la pila bautismal, ni mi madre haciéndola de madrina de mi única hija, la menor, pueden ocultar el agravio del cielo al haberla hecho nacer tan idiota como los otros tres. ¿Para qué se calman, qué escozor buscan de mí eludir? ¿El haber nacido podrida por dentro, o el estar aquí, al borde del llanto, porque debo explicar cómo es que terminé rodeada de ustedes, olas ingratas, cuando debería estar rodeada de una casa, su hogar, su lecho, sus hijos virtuosos, su leche tibia, sus estrellas de bolsillo para ir a la pesca de algas y de historias confiadas por su progenitor? ¿O es que acaso hoy intentan anegarme para ahogar la verdad de su dolosa intención al moverse propiciando el escarnio para las mujeres futuras que sueñen con tener lo que el destino jamás les ha deparado? ¡Contesten! No me voy de aquí hasta no escucharlas… ¡Ah, ahí las tienen: tan mustias y densas. Tan crecidamente silenciosas!…
Pues sí, lo que ocurrió después es fácil de adivinar. Jean Pierre estaba herido de humillación no una, sino tres veces: por haber recibido de su mujer cuatro hijos idiotas, por haber creído en un dios que en nada le ayudó, muy a pesar de sus esfuerzos por no condenar a quienes transmiten su palabra, y por tener que mirarse, solitario, sin hijos verdaderos, heredando sus tierras a parientes lejanos. En vano maldijo día y hora a propios y ajenos, entre los que estábamos su familia, amigos y comerciantes. Más en vano resultó aún su decisión de provocar a Dios aquella noche, en la que, ebrio de dolor y de alcohol, bajó torpemente de la carreta para ir a blasfemar directamente en el atrio de la iglesia, junto al cementerio. En vano le resultó golpearme después y dejarme ovillada, arrinconada de rencor ante sus palabras espurias, como de espuma pasada, podrida, llena de melancolía por el rumor feliz de las olas que me habían abandonado. Yo, la novia feliz que viajaba radiante, trotando de un lado a otro en la carreta seguida por una procesión de hombres y mujeres engalanados para mi boda, ahora era una estatua dedicada a alimentar cuatro bocas sin conocimiento de verdad alguna, más la boca senil que en sus momentos de lucidez su ira escupía contra mi pelo, más la boca que me amó hace no mucho y ahora me echaba en cara estar maldita. En vano mi hombre hizo tanta ofensa, en vano yo recé tanto. El mar, que siempre todo lo ve y todo lo lleva y lo trae de regreso en sus pliegues de agua, anunciaba estrepitosamente el futuro estallamiento de nuestro proyecto en coágulos, piedras rodando, multiplicándose a mi lado, acompañándome en la caída. Les transmitía su inquietud a los pájaros de medianoche que cesaron de cantar, a los perros adormilados que comenzaron a ladrar hasta el cansancio, a los árboles que desnudaron sus ramas en cada reverberación de sus aguas impregnadas de ira, tristeza y miedo.
En vano. Todo fue en vano. Igual que el vaivén de esta noche, estúpidas olas cuya locura todo me ha traído. Eso… soy oídos a la locura de las olas que ponen delante de mí su fiesta ilusoria, su pasmo, su muerte, igualmente ilusoria. Eso…
Yo soy Susan, hija de los Levaille, adscrita al latifundio de los Bacadeau, y recientemente (hará no más de una hora), asesina de mi marido. Tal vez lo hice por evitarle a la naturaleza el tener que entregarme un quinto hijo en desgracia. Tal vez, porque esta noche no quería ser buscada por su cuerpo, sediento de herederos sanos más que de mi propio cuerpo, aún tibio, aún con ganas de sentir el roce de la flama que alimenta a la tierra por dentro y a las aguas cuando se agolpan en la arena, a veces fría, a veces con rastros de sol, pero siempre húmeda, expectante de nuevas caricias, también húmedas, también de agua hirviendo. Tal vez, porque en el fondo mi piel dejó su condición de armadillo y de pronto sintió la brasa hiriente de los golpes de Jean Pierre, su mano siempre extendida, lista para dejar su impronta en mi cabeza, en mis muslos, en mi espalda, en mis senos, donde fuera. Lista para imponer la herradura ardiente de su nombre… Lo cierto es que estaba harta de ser llamada “La madre de los idiotas”. Soy Susan, otrora propiedad de Jean Pierre Bacadeau y maldita. Maldita Susan Bacadeau, maldita madre de útero no inteligente, de útero idiota, fábrica de hijos muertos de toda ilusión, intrusa en la casa de los ancianos Bacadeau, hija de mujer terrateniente con algo de gitana, que no pernocta más de dos noches en una misma casa porque prefiere probar, una y otra vez, las posadas y los hostales dispuestos a lo largo del camino a Tréguier y en el propio Ploumar, pero que en el día está presta tanto para sus rezos en las iglesias como para los contratos comerciales en las calles, señora del granito y las papas, de la casa en medio de las aguas turbias, convertida en la cantina donde los peones llegan a beber el alcohol que les permite seguir aguantándola como capataz, la misma casa que esta noche no se habría quedado vacía de hombres cansados, instintivos cual animales en celo, tramposos y abandonados a la suerte del vacío y la miseria que ronda sus vidas, de no ser porque yo, Susan de nadie, llegué empapada y llena de lodo, con mi historia contenida en el sonido que agolpaba el acantilado. El de las olas del mar. Soy la hija de la señora Levaille, tres velas apagadas con premura al interior de la casa impostada en cantina, su sombrilla y rezos torpes tropezándose conmigo en la oscuridad, tan llena de maldiciones maternas como las que jamás fui capaz de proferirles a mis cuatro frutos malogrados. Que ojalá hubiera muerto de niña, que ojalá nunca hubiera crecido con esto a mis espaldas. Oh, mujer malvada, qué será de ti en la otra vida, porque vendrán por tu cabeza, te llevarán a la muerte obligada y a mí, a la censura y la humillación. Cuatro hijos idiotas es un factor menos trágico que lo que se le viene encima a ella, mi madre de rezos y papas y peones embrutecidos, mi madre recién anunciada a su condición de señalada y censurada. Soy Susan Sintecho, dice mi madre que ya no hay refugio para mí en ninguna parte, yo, la mujer de manos de tijera que de una sola embestida degolló a su hombre. Lo dudé hasta que el rezo por la misericordia se negó a venir hasta mí y rebotó en un manotazo que me hizo hundir los ojos en mi nariz y cruzar la imagen de lo bueno y claro con lo oscuro e incierto, como seguramente deben de sentir sus ojos mis cuatro retoños embrutecidos. Lo dudé nuevamente tan sólo en función del tiempo anegado entre las cosas buenas que vivimos él y yo y la tragedia vestida de rutina brutal. Lo realicé de una sola ejecución, certera, precisa, como escribiéndole en su cuello desnudo la firma de la mujer que nunca soñó con la espuma agria del mar, ni con su viento helado y su sombra negra, lunar monstruoso, núcleo de un ser acuoso, inmisericorde, que espera silenciosamente por los residuos de nuestras almas caídas. Inscribí con esas tijeras la firma de una mujer que nunca consideró ni contempló la desgracia aquellas noches de niñez en las que puse todo mi ser en el altar de la ilusión a la que todas tenemos derecho a reverenciar, pero ya se ve que muy pocas logran mantenerse de rodillas, en plena reverencia y gratitud.
No me dirán ustedes, las olas, que mis palabras están ataviadas de mentiras u omisiones. No podrán persuadirme de rendir mis palmas y decir que yo también embrutecí, a fuerza del trato diario con cuatro almas que sabrá Dios dónde han de tener su fe y el conocimiento de su creador, porque dudo que Dios lo haya hecho, a menos que conmigo él haya despertado de cuatro espantosas noches, purificando su horror a través del mío. Mañana es mi día. Mañana, sí, mañana te diré a ti, señor prefecto, señor cura, madre, suegro, ciudad en perpetua y artificial gracia, la verdad que quema los ojos y escalda la lengua: ustedes no son menos execrables que yo, y yo no soy la única mujer que ha parido idiotas. De ser así, ¿por qué estoy parada aquí y padezco de la bruma salada? ¿Qué vienen a decirme entonces ustedes, las olas, si ya todo está dicho?
—¡Pobre loca, te cortarán el cuello!
¿Eh, de dónde vienen esos rumores? ¡Oh, espeluznantes, detestables olas! Ya sabía yo que juntarían el cúmulo de voces infernales que arrastra mi alma…
—¿Por qué lo has hecho?
No, mamá, aquí ya no hay reclamo que valga. Somos las olas y yo… Y ya sabes por qué lo hice.
—¡Mujer malvada, te has convertido en mi desgracia…!
¡Y ustedes en la mía! ¿Lo oyen? ¡Malditas aguas, estúpidas voces que me abandonan y ahora me ensordecen!
—Ojalá hubieses muerto tú.
—Ojalá hubieras parido correctamente, mujer inservible.
¡Aaagh, tú y tus ruidos, mar. Siempre tú y tus voces…!
—Debiste haber pujado más al momento de tenerlos, deleznable nuera.
—Debiste pensar que mis olas no te auguraban una fiesta. ¿Cómo pudiste ser tan tonta, Susan? Yo te auguraba la violencia de estos tiempos. Nunca otros. Nunca esos otros en realidad lo fueron.
Adelante, atrás, vaivén loco, no lo oiré… El ritmo, su ritmo, son sólo eso, ritmos. Las olas juegan, las olas mojan. Las olas no hablan, apenas si ahogan. Pero esta noche no. Que me ahoguen mañana, yo tengo que salir de aquí.
—Cabeza de trigo. Yo pepino cabeza. Él cuello de listón rojo humedecido. Los cubos de colores saltan al paso de calcetines de queso, nena llora en silencio.
—Cielo de cristal, señor de barba de calabaza atraviesa lo.
Mis hijos no hablan, olas. ¿Acaso me creen también idiota?
—Transparente señor. Cabeza chata, lo no mismo poder haces.
¡Alto, ya!
—Oye, ten más cuidado al caer, podrías rompernos. ¿Quieres que te escoltemos varias de nosotras? ¡Haberlo dicho! ¡Chicas, rueden un poco más rápido detrás y a los costados de ella!
¡Basta, piedras, deténganse…! El Cuervo… valiente coincidencia. He estado rodeada de cuervos la última parte de mi vida. Ninguno me ha llevado sobre sus alas. ¿Podrá este cuervo sacarme de aquí? ¡El muelle, Susan, alcánzalo, deslízate! Mañana, hoy no…
—¡Susan, te vas a caer!
Tengo que volver a casa. Tengo que explicarlo todo…
—Si hasta tu madre lo sabe…
—¡Susan, te vas a acabar matando!
—¿Tienes sed? ¡Toma: toda esta agua ya no me sirve: bébetela…! Anda, corre hacia el Cuervo. ¡Cruuaac, cruuuaac! Oye cómo te llaman las piedras resbaladizas de su muelle. Corre otro poquito, quizá…
—Mich calchetines ya no huelen a quecho. Huelen como a hierro… El picho echtá mojado. Shuchan, ¿qué demonoch pacha aquí y por qué no shento mis dentech?
—Popó acariciando paredes, vuela cara nena hacia ella. Plátano…
¡Aggh, esas voces! ¿Podrían callarse en lo que llego al muelle?
—¿Adónde dices que vas?
¡Eh! ¡Te estás pasando con tus bromas, mar enloquecido!
—El mar no dice nada, Susan. Se la ha pasado oyéndote, igual que yo. El mar no habla, pobre Susan, debes estar cansada… o loca. Pero el mar, ese no. ¿Dime, adónde crees que vas? Ven aquí, Susan.
¿Quién eres?
—Yo.
¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez! ¡Anda ya, lárgate! ¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez!
Desperté con esos alaridos. Los oí unas tres o diez veces, no lo sé. Lo cierto es que había amanecido. Un día nublado, inspirador para mi cefalea, como si de alguna manera Susan hubiera agarrado un pincel mojado en tinta marina, de un gris azulado y espeso, y se pusiera a dar de pinceladas aquí y allá. El cielo estaba turbio. Nauseabundo. Jamás había visto al vértigo girar en el cielo. Podrá lanzarnos pedazos de vértigo, pero el cielo mismo serlo…
Apenas inspeccionaba la hoja, llena de los alegatos de Susan, escritos con una caligrafía navegante, en ratos escurridiza, en otras apeñuscada, como supongo que estarían los huesos de sus extremidades tratando de fijarse en las rocas para no caer a esas malditas aguas, de una tinta cuyo color vacilaba entre el índigo y el violeta, como de una piel amoratada a causa del galopar marino de una especie monstruosa de caballo gigante, tratando de ahogar a alguien más para no ser ahogado él, cuando escuché pasos ajenos. Eran pasos bamboleantes, como de un ebrio o de alguien cuyos pensamientos traspasaron el umbral de lo ilógico, lo fuera de sí. Lo idiota.
Era un hombre. Alto, guapo. Sus huesos emprendían un paso insolente, pagado de sí, para transportar el espíritu idéntico de su dueño, quien, no obstante su osadía, guardaba, a inmediación de los bolsillos de su chaqueta ocupada por sus puños cerrados y en la mirada, la cantidad de abandono, frustración y humillación que a cualquiera otro le habría servido para apelar por un mínimo de misericordia ante los dioses para menguar los asuntos de su vida. Pero no era así. He visto a hombres que, sin ser pintores, mezclan orgullo e impiedad con la tristeza no propia, sino del planeta entero, para clamar después por un puño de misericordia hasta volverse un pequeño huracán autodestructor. Pero jamás había visto a uno que mezclara la insolencia con la abnegación. Daba miedo, más que lástima, y sin embargo, al acercarse al margen de la hoja, me pareció ver en sus ojos la medida de los justos que exigen un poco piedad antes de ser condenados a muerte. Me crispé de cerebro entero, más que de las manos, que trataron de impedirle el paso. La insolencia, otra vez…
Con su paso pendular se adentró a la hoja y se instaló sobre el acantilado. Cómo llegó tan fácilmente ahí, no lo sé, pareciera que lo conocía de toda la vida. Pareciera como si en verdad hubiera estado bordeando el universo, y por lo tanto, era diestro funámbulo todoterreno: caminaba con tal seguridad y confianza por los bordes del acantilado, unido en sus formas grises con las del cielo —ahora sé de dónde viene tanta espesura instalada afuera de mi casa—, que nadie podría dudar que era la nueva versión de El Principito, pero más triste, mucho más trágico, mucho más… en fin.
No le pregunté su nombre. Imaginé quién sería. Lo que no entiendo es cómo fue que llegó hasta aquí, tan entero, y cómo de repente Susan había desaparecido, dejándonos (al hombre y a mí) un eco aterrador, agobiante. Ni tiempo me dio de responderme tantas preguntas: de pronto lo vi arrancar la última hoja de la partitura de la danza no. VII de la obra “The upper room” de Philip Glass, limpiarse con ella la barba apestosa a alcohol fermentado, preguntar por qué dejé esa cancioncilla enervante y marica toda la estúpida noche, sacar de su cabeza un papel en blanco, donde pude ver los vagos apuntes de la obertura de la obra no. 49 de Tchaikovsky. Ya lo sabía yo, El Principito Militarizado se siente más a gusto en un lugar común, digamos que entre cañonazos. En verdad me dolía la cabeza como para escribirle algo cáustico o acusador, y para hacerle honor a mi franqueza, el tipo en verdad se sentía desposeído de todo, menos del desasosiego. Jamás pensé que diría esta frase, pero “por piedad cristiana”, lo dejé adueñarse de la hoja…
II. JEAN PIERRE
https://www.youtube.com/watch?v=4C-YSq5flow
¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez! ¡Anda ya, lárgate! ¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez!
¡Sshh! ¡Sshhaa! ¡Brrush! Ya, ya, señora dueña, adueñars… Cañonazos, buaaajaja… Coñazo de mujer… Piedad cretina o cristiana. ¿Todo en orden con mi pretina? Demasiado todo en orden, jajaja. Cerca, lejos, cerca, lejos. ¡Oh, esto es tan divertido: alguitas, alguitas de mar! ¿Quién es la más maldita? ¡Díganme con quién estoy! ¿Alguitas, alguitas: siguen ahí? Aaalguiiitaaas. Naaalguiiitaaas… Jejeje. Cerca, lejos, cerca, lejos… ¡Mírenme: soy la lupa del mundo! Puedo verlas, aguas tenebrosas, aguas pardas, aguas palurdas, dentro de ustedes no tienen ni una pizca de gracia. No, no hay vida dentro de ustedes. Igual que en este asqueroso piso granulado. ¡Estúpida arena, sólo serviste para hacerles castillos a los niños! Uy, sí, castillos, grandes, hermosos castillos. Yo era dueño del mejor, ¿lo recuerdan? Bah, qué se van a acordar, si ya no son las mismas arenas. No, ustedes huelen a orines… no, esperen… ¡Soy yo el que huele así! Mmmmh, vengan, arenas, olfateen mi trasero, ¡allez y olfated! Entonemos un himno a la gloriosa orina, una, dos, veinte: Allons enfants de la putette, le jour d’urine est arrivé! ¡Son increíbles! Las amo, las amo a todas ustedes, perrillas sin dueño. ¿Acaso ustedes me quieren a mí? ¿Sí? ¿Y me darían un vástago igual de fuerte que yo? ¿Tan apuesto, gallardo y simpático que yo? ¡Mah! Me conformo conque sea listo, el muy pilluelo…
Pará-papápa-papapá-pa-pá Pará-papápa-papá-pá Parrarará Papá Papá Papá… Papá. Nunca me dirán así los míos. Mis hijos idiotas. Nacieron primero dos y ¡pum! Derechazo a mi orgullo. Yo, Jean Pierre Bacadeau, ilustre príncipe vasallo de las mejores tierras asentadas en Ploumar, había engendrado dos pares de manos torpes. Pará-pará-parapa-papa-pá… Pá… Se me quedaron bajo la lengua las cenizas del nombre que yo tenía derecho a recibir cuando nació el tercero. Otro idiota. ¡Por los cristos del clavo! ¿O cómo es? Bueeno, la cosa es que pas enfants, quiero decir, buenos hijos. Porque de que los tenía, eso ni negarlo: tres rollizos idiotas. Y luego, ¿adivinen qué? Llegó una hembrita… ¡También idiota! Jajaja, una cosa de no creerse, una cosa extraordinaria… Porque todo esto estuvo fuera de lo ordinario. Lo ordinario sería que un hombre extraordinario, como yo, engendrara hijos prodigiosos. Cuatro filas de condecoraciones, un sentido del deber para mi patria, mis padres, mis tierras, lo propio era que la vida me trajera una extraordinaria mujer que me diera los frutos merecidos…
¡Susan, estás podrida por dentro! ¡Eres la manzana del árbol prohibido, engusanada en tu interior! ¡Y ni estás tan antojable por fuera! ¡Estúpida mustia de piel gelatinosa, renacuajo de ojos verdes, saltones! Te elegí por casta y pura, porque eras una imbécil sin conversación. Mujer que habla con fundamento, mujer que es macho por dentro. Tú no hablabas ni para decir que te calentaba la entrepierna mi barba rojiza, a la que tanto veías al salir de tus piadosas misas, cuando yo te rondaba, perrita hija de perra mayor, porque creí que de perra madre nacía otra igual. Calladita pero buena para revolcar, pensé. ¡Pensé! ¡Tú, nunca! Pero qué va, si a ti el verbo pensar no se te debería de mencionar. Ilústrame, me dijiste. ¡Ilustrarte! Pero si para eso estaba tu madre, mojigata… Mojigata tu madre también, santurrona de iglesia y leña vieja de hostal. Cuando te embestí la primera vez, en vez de ilustrarte, te puse a lustrarme mis zapatos… Para verte el culo, ¿para qué iba a ser? Maldita hembra cerda, sucia, si bien que te encantaba hacerte mirar por mí, te la pasabas todo el día pensando cómo complacerme, en vez de bañar de vez en cuando al vejestorio de mi padre, quien te habría abierto algo más que las puertas de su granja de no ser porque ni siquiera a él le pareciste una buena hembra. Por algo me decía que era demasiado, es que el lugar de mi madre te quedaba inmensamente grande para llenarlo con tus nalgas flácidas… ¡Mojigata! ¡Mojigata tu madre, mojigatas todas las hembras que conozco…! Mojigata la arena, estas aguas del mar: todas son iguales, ardientes por dentro pero torpes por fuera… ¿¡A quién debo reclamar!?
¡Ah, claro! ¡A Dios! ¡Bah! A ése ya le hice ver su suerte, la otra noche. El muy indolente no levantó siquiera el dedo de uno de sus santos para venir a castigarme, a partirme la crisma… mejor habría de partírsela yo a todos esos cuervos engarrotados, pederastas maricones que viven del peculio de los ingenuos. ¡Pensar que me hice pasar por uno de ellos y hasta tuve que soportar estar en medio de las torres imbéciles de “La Catedral” de nuestro salvador! Y no me refiero a las torres de cantera, no señor. Me refiero a los senos enormes, deleitables, olorosos a parafina, agua de rosas y babas varias de mi suegra y al vientre crecido de su perra hija, par de rezanderas, merolicas. ¡Ah, Dios, señor nuestro que estás en los cielos! Si de verdad existieras, deberías enviar tus arcángeles y ángeles para derribar tu sagrada iglesia y reformar las mentes de tanto feligrés en mentes de progreso. ¡Instaura la república, de una condenada vez! Pará-papápa-papapá-pa-pá… Y en lo que tú haces lo tuyo, tu deber divino, yo me voy a encargar de… Cerca, lejos, cerca, lejos… La cola de mi mujer huele feo, los hijos de mi mujer tienen cerebro de cola apestosa. Cerca, lejos, cerca, lejos… Aguas benditas del purgatorio, ¿o de dónde eran? Aguas purgadas del crematorio… Aguas bautismales del repertorio… ¡Bah!
—¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez! ¡Anda ya, lárgate! ¡Vete, vete si no quieres que te mate otra vez!
¡El mar me amenaza! ¡A mí! Oye, estúpido ombligo cochino de la bahía, ¿a quién crees que estás amenazando? ¡A Jean Pierre Bacadeau, ni más ni menos! El único hijo de los Bacadeau que no tiene hijos virtuosos. ¡A mí, el que habrá de heredarle sus tierras a parientes lejanos!… ¡Eso jamás!, ¿me oyeron, primos primates? ¡Los maldigo a todos ustedes! ¡Malditos sean! ¡No se quedarán con mis tierras! ¡No heredarán mis condecoraciones! ¡Chúpense a mi mujer! ¡No, esperen, tampoco a ella! ¡Ella es mía! Idiota como sus crías, mojigata como la madre terrateniente, pero mía al fin. ¡Y me dará el vástago que espero tener! ¡ Pará-papápa-papapá-pa-pá! ¡Tengan, imbéciles! ¡No hay nada para ustedes en lo que a mi granja concierne! ¿Y saben por qué? Porque voy a ponerle orden a mi pretina. Eso es: ¡Aaatención, flanco derecho: ya! ¡Aaaatención: columna por dos: ya! ¡Aaaatención: preeeparen, aaapunten! ¡Fuego!
Voy por mi fuego. ¡Ven acá, condenada perra! ¡Dame el vástago que yo he de tener!
Lo vimos las campanas de Tchaikovsky y yo dirigirse con andar serpenteante, torpe, hacia su propia casa, coronada de aves negras. Mal augurio, pensamos. Lo seguimos hasta el lugar. La entrada, pestilente a abono, resultaba acogedora si se la comparaba con el hedor que ahí adentro había. El olor a queso viejo, mierda, babas y leche agriada ambientaban penosamente el lugar. En el fondo de la habitación estaba ella, recortando las puntas de sus cabellos rubios. Era una mujer delgada, poco agraciada, en verdad. Pero era la esposa de Jean Pierre Bacadeau, y Jean Pierre Bacadeau estaba en su derecho, es más, en su obligación, de hacerla concebir un quinto hijo. Bueno, al menos eso entendimos en medio del ruido de los golpes que el republicano le profería a la madre de los idiotas, manotazos abiertos y limpios que resonaban al compás de los cañonazos de la obertura.
De pronto, lo inesperado: fuegos cruzados. Los de Jean Pierre y Susan, que se miraban con todo el odio que pueden acumular dos personas de mundos dispares, ambos contenidos en la tarja de la tragedia. Porque eso era su casa: una enorme tarja donde todos nadaban en el fango. Un golpe, un rezo disparado al cielo pero enterrado en el infierno. Otro golpe, una jaculatoria mal elaborada de una lengua mordida por sus propios dientes, que cayeron por efecto de los ojos hundidos tras el golpe en la cabeza. Un golpe más, de repente una mano izquierda amenazando con las tijeras hacia el estómago de Susan. Otro golpe, y las tijeras pasaron a la mano derecha, esta vez con el filo dirigiéndose hacia el pecho de Jean Pierre, quien abrió sus ojos espeluznantemente cálidos y tiernos. Por un momento detuvo los golpes, que no la lengua, ven y dame mi vástago, ingrata, ven aquí y dame tu calor y tu cariño.
Un jamás fue lo que se oyó decir de las tijeras, cuya voz de angelita de metal al poco tiempo se trocó en el alarido de un cervatillo ocupado por demonios de baja categoría.
El resto fue aguantar el resplandor de oro muerto que manaba desde los ojos de Jean Pierre, puestos en el umbral del tiempo, donde pasado, presente y la nada se unen. De ese resplandor escaparon los días de castillos de arena junto a emparedados de mantequilla de cacahuate y las faldas de su madre, tan rubia, tan en forma. Se mostraron también —y sin decoro— los días de servicio militar, las marchas fúnebres a los caídos, las condecoraciones, los campos verdes tornados en sepia y hoyos profundos para hacer habitar a topos y conejos, las mujeres voluptuosas, el escozor entre las piernas tras el encuentro, el regreso, los padres recibiéndolo desde sus huesos retorcidos y una cama hedionda plagada de chinches y ayeres, el abono al ras del suelo, las vacas con la carne pegada a sus costillas. Luego, el resplandor de Susan, su imagen como entre vapores turquesa y rosa, un espejo oval para la virgen que habría de convertirse en su mujer y madre de sus hijos, tan inteligentes como él, tan gustosos de sentarse en la plaza a leer las nuevas ideas de la Ilustración, echando a sus espaldas las habladurías de la gente perteneciente al credo y al feudo católico cristiano. Un tercer rayo, el más fuerte de todos, emitió el día de su boda. A orillas de ese recuerdo se dibujaba Susan. Al centro, las tierras heredadas en vida. Luego, el suelo, el cuerpo de Jean Pierre tocándolo de a poco, primero las rodillas, luego la espalda, después el cuello y al final la cabeza, que retumbó con tal gracia que los cuatro niños rieron, lanzando al aire sus cubos de madera de colores anaranjado, verde, rosa y amarillo.
Jean Pierre lució una nueva corbata, hecha de un listón rojo, delgadísimo y muy húmedo, que se acrecentaba al paso de los minutos. El resplandor se disipó para darle cabida al hedor de la casa, a la que ahora se sumaba el olor a hierro. Serían los olores bajo la luna, sería la gasificación del estado denso de las cosas en las que el mundo de esa casa se encontraba, el caso es que salió un vahído azul que al poco tiempo se fue tejiendo con el alma de las llamas de las velas que de golpe se apagaron. Un nuevo inquilino había nacido. No era vástago ni padre, tampoco era hombre.
Era el ánimo del alma de Jean Pierre, libre para desencadenar su insistencia, la incómoda imposición de su hombría, ahora convertida en la sombra que se comieron a puños abiertos tres de los hijos idiotas.
Salimos por la ventana. Las campanas (otra vez) de Tchaikovsky, Susan, el papel y yo. Detrás de nosotros iba el ánimo del alma de Jean Pierre, tan vulnerable en su nueva forma que daba terror. De pronto el papel dejó un poco confuso el punto hacia donde nos dirigíamos todos, hasta que de pronto comprendí que de nuevo íbamos al acantilado. Al llegar ahí vi, en una especie de fast forward, como se le podía hacer a las películas VHS que ya no hay, a una Susan remontando el acantilado hasta llegar a la casita en medio de las aguas, las ropas mojadas, su cara atónita, babosa, rellenos el cuerpo y la mente de materia idiota. También vi a una madre, haciéndola de cantinera de peones, que le daba la espalda, la maldecía y la enviaba fuera de todo paraíso, purgatorio e infierno existente. Decir que mirar a Susan resbalar por el acantilado me causó sopor sería una gran mentira. Yo sentía alivio por ella, pero no podía decirlo. Es más, no sé por qué lo escribo, si se supone que quien narra desde la silla de los dioses menores no debe sentir misericordia o impiedad. A lo lejos divisé unas siluetas gitanescas, marinas más que marineras, que entonaban cantos aburridos y contaban historias de fantasmas ridículos y octogenarios. Nada espeluznante. Nada extraordinario. Supuse que ese era el escenario ideal para terminar de una buena vez con una historia en donde no hay víctima ni victimario y en donde en realidad lo único existente son algunas premisas bastante claras: de la unión de un ser devoto, un creyente ciego (ignorante, pues) y uno blasfemo (según el devoto, no yo), es decir, republicano-visionario-progresista, no puede salir nada, excepto tentativas de vida, y bastante precaria; de dos generaciones superpuestas, la antigua y decimonónica y la invasora y progresista, resulta la modernidad monstruosa de un pensamiento vacío. De un pensamiento idiota.
Pero apenas iba tomando bríos, como dicen, para escribir el acto final, las aguas locas e inquisitoriales me arrebataron el papel. Y esto fue lo que resultó:
III. MAR DE LOS DESENCUENTROS
Ejem… Mmh-mmh… Esteee… Jijiji… Ay… Eeeh… Hola, mi nombre es Mar de la Bahía de Fougère de la Costa Norte Bretona de las Aguas Francesas, mejor conocida como Mar de los Desencuentros. Verdaderamente es un gusto que ustedes… A ver, no. Mmh-mmh: A ustedes los estaba esperando. Damas y caballeros, lo que están a punto de ver es la escena única del acto único de mi ópera prima, llamada “Mar de los Desencuentros”… Sí, se llama igual que yo, ¿acaso no es algo muy especial y lindo? Digo, estee, prepárense para ver lo increíble. Espero que mi mamá, el Mar Atlántico, me esté viendo también y haya prendido la videocasetera (o lo que sea que grabe, ¡sólo grábalo, madre!). En el repertorio de los personajes están:
ola no. 1
ola no. 2
ola no. 3
ola no. 4
…y así, hasta el infinito.
Piedras
Acantilado
Susan
Rostro de Jean Pierre Bacadeau (o lo que queda de él)
Seres miserables caídos en desgracia (pescadores de algas)
Pescador Millot
Sra. Levaille
Gemelo Idiota 1
Gemelo Idiota 2
Tercer idiota
Niña idiota
ESCENA ÚNICA
(Donde luchan la locura y los miedos de Susan
contra el fantasma de Jean Pierre)
Al levantarse el telón, suena un campanillazo en el recibidor. ELENA, que se encuentra sola, poniendo en orden los muebles se apresura a abrir la puerta derecha, por donde entra NORA, en traje de calle y con varios paquetes, seguida de un Mozo con un árbol de Navidad y una cesta. NORA tararea mientras coloca los paquetes sobre la mesa de la derecha. El Mozo entrega a ELENA el árbol de Navidad y la cesta.
Mar de los Desencuentros:
¡Idiota! ¿Pero qué haces?
Apuntador (Revisando sus papeles):
Estoy leyendo las acotaciones, ¿no dijiste que esa sería mi función?
Mar de los Desencuentros (Susurrando enérgicamente, al grado de escupir —¿agua salada? —):
¡Sí! Pero estás leyendo mis apuntes, de donde saqué el esquema para hacer el guión. El nuestro está al reverso, que en realidad es tu anverso… Petit con!
Apuntador (Girando la hoja):
Ah, perdón… Va de nuevo… Saloppe!
Al levantarse las olas, comienza a sonar la escena primera del segundo acto de la ópera minimalista “Satyagraha” de Philip Glass. Susan se encuentra debajo del acantilado, muy cerca de los pies de su madre, quien al escuchar que una piedra comienza a rodar, entiende que su hija está en peligro de muerte.
https://www.youtube.com/watch?v=Mt_jfUp-tKQ&list=PLTUlTwlsdlFTbgd6x2Ua9YsZeFyW54isJ&index=4
Sra. Levaille (Detenida en las paredes de la casa, la voz temblorosa):
¡Susan del demonio! ¿Qué haces? ¡Susan, te vas a acabar matando!
Susan (Inmóvil, de cuclillas con los ojos cerrados y acurrucada contra la superficie rocosa, muy cerca de los pies de su madre):
No me moveré de aquí, no diré nada. Que se vaya mi madre. Está tan maldita como yo, que poco o nada puede hacer…
(Un rostro familiar de ojos finos y boca abierta se hace visible en medio de la oscuridad. Susan se pone de pie de un salto, gritando. El rostro se desvanece).
Susan (Mirando fijamente en la oscuridad, donde logra ver de nuevo al rostro):
Déjame en paz. Déjame al menos permanecer sentada aquí, junto al acantilado. ¿De qué quieres hablar? ¿Acaso tienes una conversación pendiente conmigo, muerto asqueroso?
Rostro de Jean Pierre (Meciéndose al compás de la bruma marina):
Quiero que dancemos nuestro último vals.
Susan:
Vete si no quieres que lo haga otra vez.
(El rostro de Jean Pierre se bambolea de izquierda a derecha. Ella también se mueve, pero esquivándolo. El rostro de Jean Pierre de a poco comienza a adquirir un cuerpo completo. La toma de la mano y de la cintura. Comienza a bailar un vals. Susan retrocede y grita aterrorizada. Jean Pierre la toma con fuerza y acopla sus pasos a los de ella, quien se tropieza al borde del precipicio).
Susan (Con voz horrorizada):
¡Oh, no! ¡Qué horror estoy viviendo! ¿De nuevo tú aquí, cerdo asqueroso? ¡Déjame ir! ¡Los fantasmas no pueden tener progenie, entiéndelo!… ¡Dios mío, siento que voy a caer! Gritar auxilio es casi como entregarme a ese malnacido.
(Susan, al sentir bajo sus pies el desnivel, se pone a correr desesperadamente para evitar caer de cabeza).
Piedras:
¡Hey! ¡Take it easy, girl! Somos de piedra, pero también tenemos nuestro corazoncito… Si lo que quieres es compañía, haberlo dicho antes. ¡Muchachas! ¡Escóltenla detrás y a los costados hasta donde le dé la reverenda gana!
(Ruido espantoso de las piedras acompañado por los violines estridentes del minimalista Philip Glass. Los pies de Susan apenas tocan la superficie del piso que va descendiendo con ella. Al llegar al fondo, tropieza de nuevo. Susan se precipita alargando los brazos. Cae al suelo. Se pone de pie de un salto y voltea hacia atrás. Trae los puños cerrados y llenos de la arena que agarró al caer. El rostro de Jean Pierre sigue ahí, a una distancia idéntica).
Susan (Gritando):
¡Vete, vete, Jean Pierre! ¡Vete si no quieres que te mate otra vez!
(Susan corre con levedad hacia la izquierda, donde mira algo que brilla. Es un disco luminoso y ancho a cuyo alrededor bailan unas sombras).
Pescador 1:
¡Eh, tú!
(Susan lanza un chillido espantoso. Todos los pescadores se aferran a sus herramientas, llenos de terror. La mujer de uno de ellos se pone de rodillas, se santigua y empieza a rezar en voz alta. Una niña se acerca a su padre, quien detenía el quinqué, y comienza a lloriquear).
Pescador 2 (Señalando hacia el mar):
Esa cosa está adentrándose en el mar.
Pescador 3 (Preocupado y atónito):
¡Y está volviendo la marea! ¡Miren lo crecidos que están esos charcos! ¡Vamos todos arriba!
Todos:
Sí, volvamos, dejemos que esa cosa se meta en el mar.
(Se retiran todos, menos uno, el viejo Millot, quien decide, a pesar de las protestas del resto del grupo, regresar)
Millot (Arremangándose la camisa y peinando hacia atrás sus escasos cabellos canosos):
Debo saber lo que sucede. No protesten, mujeres, nada malo pasará. Eh, tú (dirigiéndose a la niña llorosa) chiquilla, no llores más. Te aseguro que volveré con noticias nuevas y tú me habrás de dar un dulce de los tuyos.
Mujer del pescador:
Viejo terco, tú no le tienes miedo a nada porque te falta creer en Dios. Esas cosas no deberían tentarte, son cosa mala. Vas a acabar mal un día de estos.
Ola no. 1:
Hacia aquí, en esta dirección, viejo Millot.
Ola no. 2:
Un poco más, acércate un poco más. Anda, con confianza… ¿O es que le temes al aliento marino, viejo pescador?
Millot:
Temerles, ¿yo? ¡Bah! Si yo he ido hasta África, origen de toda leyenda, fantasma y mito, ¿cómo podría temerles a ustedes?
Ola no. 3:
Pues entonces acércate más, que ella está ahí, agazapada. Ya nos tiene cansadas con su soliloquio, ¿podrías sacarla del Cuervo?
Susan:
…No me dirán ustedes, las olas, que mis palabras están ataviadas de mentiras u omisiones. No podrán persuadirme de rendir mis palmas y decir que yo también embrutecí, a fuerza del trato diario con cuatro almas que sabrá Dios dónde han de tener su fe y el conocimiento de su creador, porque dudo que Dios lo haya hecho, a menos que conmigo él haya despertado de cuatro espantosas noches, purificando su horror a través del mío. Mañana es mi día. Mañana, sí, mañana te diré a ti, señor prefecto, señor cura, madre, suegro, ciudad en perpetua y artificial gracia, la verdad que quema los ojos y escalda la lengua: ustedes no son menos execrables que yo, y yo no soy la única mujer que ha parido idiotas. De ser así, ¿por qué estoy parada aquí y padezco de la bruma salada? ¿Qué vienen a decirme entonces ustedes, las olas, si ya todo está dicho?
Ola no. 8:
…Y no para, la mujer…
Ola no. 22:
Habríamos de enloquecerla.
Ola no. 67:
Sí, habríamos de hacerlo. Empecemos a decirle las cosas que lleva en su conciencia. A la de una, a la de dos…
Todas las olas (En canon):
¡Pobre loca, te cortarán el cuello! ¿Por qué lo has hecho? ¡Mujer malvada, te has convertido en mi desgracia…! Ojalá hubieses muerto tú. Ojalá hubieras parido correctamente, mujer inservible. Debiste haber pujado más al momento de tenerlos, deleznable nuera. Debiste pensar que mis olas no te auguraban una fiesta. ¿Cómo pudiste ser tan tonta, Susan? Yo te auguraba la violencia de estos tiempos. Nunca otros. Nunca esos otros en realidad lo fueron. Cabeza de trigo. Yo pepino cabeza. Él cuello de listón rojo humedecido. Los cubos de colores saltan al paso de calcetines de queso, nena llora en silencio. Cielo de cristal, señor de barba de calabaza atraviesa lo. Transparente señor. Cabeza chata, lo no mismo poder haces. ¡Susan, te vas a acabar matando! ¿Tienes sed? ¡Toma: toda esta agua ya no me sirve: bébetela…! Anda, corre hacia el Cuervo. ¡Cruuaac, cruuuaac! Oye cómo te llaman las piedras resbaladizas de su muelle. Corre otro poquito, quizá…
(Susan corre desesperada. Balbucea palabras. Vuelve a toparse con Millot).
Millot (Con tono áspero):
¡Ah, por fin te encuentro! ¿Por dónde demonios has cruzado?
(Susan se sobresalta, se desestabiliza y cae. Se vuelve a levantar y corre. Millot continúa persiguiéndola).
Susan (Tratando de escalar el peñón):
¡Jamás! ¡Jamás! ¿Es que acaso no comprendes, eh? Ya no quiero nada contigo… Y tú no puedes darme nada ni tampoco recibir de mí otro hijo. Estás muerto, ¿lo oyes? ¡Muerto!
Millot:
¿Muerto yo? Anda, deja de bailotear y de parlotear, que nos tienes cansados a todos. Además, yo estoy bastante vivo…
Susan (Muerta de miedo):
¡¿Vivo?!
(El vestido negro de Susan cae como una flor abriéndose rápidamente en vertical desde el peñón del Cuervo. Millot se acerca a toda prisa y asoma la cabeza al acantilado. A muchos metros mira cómo Susan se esfuerza por nadar. Se escucha en medio de las aguas un espantoso grito de socorro, que se pierde de a poco).
INTERMEZZO
Gemelo Idiota 1:
Picos de luz, el pelo de la mujer bonita hasta arriba la cabeza de pepino para que ver la música.
Niña Idiota:
Cubos de arcoíris. Calcetas de piso frío.
Gemelo Idiota 2:
Dentros ojos y fuera. Ahora baila. Telas de perfume en las canciones.
Gemelo Idiota 1:
Guisantes. El verde, su olor a siesta.
Tercer Idiota:
Plátano y más ropas adentro, el camino. Ventana para dormirnos, papá colores afuera.
Niña Idiota:
Estambre musical. Los platos con él la bondad de lo divino.
Todos:
Divino Silencio.
IV. LA BAHÍA
Bahía adentro, habitan las razones de ustedes cuatro, idiotas. Nunca tuvieron a su alrededor a alguien que se molestara en ir por ellas, rescatarlas, limpiarlas, colocarlas en su lugar. Tal vez, si una noche común y corriente alguno de sus seres amados hubiera bajado por ellas, la historia habría sido distinta. Ustedes se habrían permitido cantarles a ellos con esas notas tan peculiares. Porque no hay en todo Ploumar ni en todo el camino hacia Tréguier voces más originales que las suyas. Metálicas, como de estrellas que aterrizaron por voluntad propia para ver si con su canción el mundo despertaba más contento. Extranjeramente dulces, suaves, si las consideramos que vienen desde Saturno, o Júpiter, o cualquier otro país del universo. Porque para ustedes los planetas son países y las estrellas, sus ciudades. Me pregunto qué serán entonces las ciudades como Ploumar, sus carreteras, sus casas… ¿Puntos? ¿Catarinas fijados con alfileres?
Imagino que debió ser un juego interesante, el tratar de hacerles entender a sus padres que ustedes tenían las partituras de toda la música del mundo en sus gargantas y que por tal motivo no era necesario hablar. Ah, el silencio. Es bello no decir nada, ¿verdad? Más bello es tener la virtud de saber identificar las cosas sin llamarlas como las llaman el resto de la gente. Yo por más que intento describirlo, no puedo: los fonemas usados por ustedes me son ajenos; sus oraciones, tan abstractas y de colores, que no encuentro la manera (ni el motivo) de transmitir su belleza a quienes les conocieron como cuatro seres sin propósito alguno en la Tierra.
Ahora que los veo caminar de un lado a otro, jugando a esconderse entre matorrales y las paredes del sol que abrasa al resto y los abraza a ustedes, tengo la sensación de que la perfección en realidad es la suya. Desconocer el bien del mal, amar lo blanco y lo negro, preguntarse los porqués de la prisa de los demás, siempre dependiendo del girar de las carretas, si el sol sale y se pone todos los días. Ayer veía a dos de ustedes (uno de los gemelos, no sé cuál, y el tercero) tomar una flor. Acariciarla despacito. Dejarla sembrada ahí, porque para eso es la tierra y para eso nacen las flores. Algo así como ustedes, que le pertenecen a la carretera que los conduce hasta el acantilado. Cualquiera pensaría que van en busca de su madre, quien una buena noche levantó la lengua del mar y se colocó debajo de ella, para guarecerse de su propio tedio. Yo sé que no es así.
Se va al acantilado a observar la simetría del mundo. A encontrar la famosa medida del phi en el movimiento de las olas. A rellenar el aire libre con la sabiduría del silencio, que no por no decir nada signifique que la nada contenga. Insisto con el silencio: igual que el blanco, el silencio es la suma de todos los sonidos del universo. Incluidos los de las estrellas. Se va al acantilado a estirarle las mejillas al sol que a su vez estira las de ustedes. Se va al acantilado a ver dormir, en el ombligo negro de la bahía, las galaxias a punto de nacer.
Pero tan pronto van a dar ahí, se olvidan del propósito y ríen con las cosas que las olas dicen y que nadie más escuchará. Como que todo irá bien, porque el curso de la arena siempre hace lo mejor para todos. O que la abuela estrenará delantal y habrá que mancharlo con tinta de arrecife. O que los cuadernos de los viajeros siempre olvidan poner sus cuatro nombres porque desconocen el alfabeto del universo, y por lo general escriben noticias burdas de lo que piensan son ustedes.
Yo vine al acantilado a escribir desde él su historia. Dice, renglones más, renglones menos, lo siguiente:
LOS IDIOTAS
Por Marlén Curiel Ferman
https://www.youtube.com/watch?v=1a1UoljLWrY
Había una vez un ombligo dentro de una bahía, donde eran resguardadas las canciones de cuatro silenciosos. No tenía nada de especial excepto que esas canciones eran verdaderas porciones de estrellas que alimentaban a algas y gaviotas, a viajeros con cuadernos a medio anotar y a los caídos en desgracia que pedían morir en el mar para ser acreedores a un pedazo de alegría marítima, tan legítima como la sustancia de la que estaba hecha: el espacio sideral. En los anales del tiempo de los cuatro silenciosos no hay aventura o anécdota archivada, ni tiempo lineal o fragmento que las comprueben: los cuatro silenciosos deambulan por su casa, que de día es carretera con músicas de fondo y de noche es la galaxia misma. Había una vez la paz de cuatro dueños de las estrellas que esperaron los tiempos del hombre para jugar un día con ellos, y mientras esperaron, rieron y jugaron a espantar a señores con prisa y ruedas girando al compás de sus ansiedades, que no servían para nada más que para llenar muchas hojas con palabras tristes, de las prohibidas por los cuatro silenciosos, quienes conservaban la salud de la materia pensando sin pensar, agradeciendo sin etiquetar, comiendo luz y bebiendo el tiempo, desplegado en su belleza por todo lo largo y ancho de otra bahía, la de un verdadero dios.
Nadie cruzó palabra alguno con ellos. A ellos nunca les hizo falta.
http://www.tabcrawler.com/2286960/the-national/vanderlyle-crybaby-geeks-(ver-3)