Tierra Adentro
Papa Pablo IV y Enrico Dante durante el II Concilio Vaticano. Fotografía recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 3.0).
Papa Pablo IV y Enrico Dante durante el Concilio Vaticano II. Fotografía recuperada de Wikimedia Commons (CC BY-SA 3.0).

Ha pasado a la historia la anécdota de que, al preguntarle al papa Juan XXIII la razón por la cual había decidido convocar un nuevo concilio, respondió sencillamente que se trataba de un aggiornamiento, una “puesta al día”. Sesenta años después, los documentos del Concilio Vaticano II siguen siendo objeto de debate entre las dos grandes escuelas que se disputan su correcta interpretación: una integrista y otra progresista. Y aunque durante ese mismo periodo la influencia de la Iglesia ha caído en picada —mientras que las Iglesias africanas y asiáticas atraviesen ahora una primavera en lo que respecta al incremento de sus números—, para muchas personas fue el Concilio lo que posibilitó una auténtica revolución cultural, quizá la última, en el mundo cristiano de la segunda mitad del siglo XX.

Si nos atenemos al modus operandi de los concilios anteriores, lo que distingue a Vaticano II es, a primera vista, el tono con el cual se presenta. Fue el primer concilio que no siguió el camino de los anatemas sino el de la exposición positiva de la verdad revelada y de su relación con el mundo.

El Concilio Vaticano I –por poner un ejemplo inmediatamente anterior–, celebrado 90 años antes, había sido un intento malogrado de recuperar algo de autonomía temporal frente a las continuas intervenciones del gobierno piamontés en la década de 1850. Pío IX supuso que, al condenar las nuevas propuestas políticas de lo que llamó “modernismo” y definir dogmáticamente la primacía e infalibilidad del papa, evitaría una última intervención en los Estados Pontificios, que se encontraban ya reducidos a Roma y sus alrededores en 1870. Así, en el periodo previo al Concilio y durante el mismo, se lanzaron anatemas a diestra y siniestra, y la lista se hubiera enriquecido de no ser por el abrupto término del concilio, como consecuencia de la caída de Roma bajo las tropas de Víctor Manuel II.

La condena había sido el modo de anunciar el Evangelio más preferido por la Iglesia en los últimos siglos; síntoma pernicioso de esta actividad pastoral fue la inclusión, en el Índice de libros prohibidos, de los autores más representativos de la Modernidad: Descartes, Pascal, Bayle, Malebranche, Spinoza, Kant, Rousseau, Voltaire, además de J. S. Mill, Comte, Gibb, von Pufendorf o Montesquieu, y escritores como Heine, Victor Hugo, los Dumas, Balzac, Flaubert, Zola, Sartre, de Beauvoir, Gide y Kazantzakis. La última edición se publicó durante el pontificado de Pío XII en 1948 —fue abolido por Pablo VI en febrero de 1966 en un acto muy elocuente del espíritu conciliador con el mundo que promovió el Concilio Vaticano II—.

En el discurso de apertura del Concilio, pronunciado el 11 de octubre de 1962, Juan XXIII se cuidó de distinguir entre la herencia vinculante de la fe y la manera como se expresa: “Una cosa es el depósito de la fe —dijo ante los más de dos mil obispos asistentes— y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado […]. Hay que presentar un modo de exponer las cosas que esté más de acuerdo con el Magisterio, que tiene, sobre todo, un carácter pastoral”. En esta idea radica una de las objeciones más comunes contra el carácter vinculante del concilio, la de reducirlo a una serie de recomendaciones pastorales que no suponen una renovación —que no cambio— de la doctrina cristiana.

Walter Kasper ya advertía en Teología e Iglesia (1987) sobre el peligro de tal reduccionismo, al calificar como “completamente desatinada la pretensión de subrayar el lenguaje e intención pastorales del concilio en detrimento de su significado doctrinal”, pues lo pastoral, entendido en su acepción más auténtica, “significa conferir una nueva vigencia a la actualidad permanente del dogma. Precisamente porque el dogma es verdad, debe y puede ser reactualizado vitalmente; debe ser interpretado de forma pastoral”.

La muerte de Juan XXIII y la elección de Pablo VI en 1963 pausaron el concilio por unos meses. Cuando concluyó, en 1965, uno y otro extremos de la Iglesia denunciaron o la temeridad o la incapacidad de la Iglesia al afrontar los retos a que quiso enfrentarse. Desde el bando conservador, ya para la década de 1970 la caída en el número de vocaciones religiosas en el mundo, y de asistencia a los oficios sagrados, se interpretó como una señal de que el concilio había ido demasiado lejos al desdibujar la esencia de lo católico en aras de su reconciliación con el mundo. Desde el bando progresista se denunció la resistencia al cambio y el mantenimiento de estructuras jerárquicas absolutistas que obstaculizaban la labor de la Iglesia en zonas entonces muy oprimidas como América Latina.

Ambas posturas yerran al considerar el concilio como causa y no como consecuencia de un movimiento mucho anterior, surgido poco después de la Primera Guerra Mundial, llamado por el ya citado Walter Kasper “un despertar de la conciencia eclesial”. Motivados por la desazón de la guerra en Europa y por el temor de una nueva, muchos teólogos se volcaron en un estudio más concienzudo de los criterios de exégesis bíblica, de las fuentes de la liturgia y en un análisis más apegado de los textos de la patrística que de sus comentarios escolásticos y neoescolásticos. Las dos guerras mundiales interpelaron a la Iglesia en lo más profundo de su naturaleza, en la cuestión sobre su papel frente al mundo y no sólo frente a las personas que se asumen como parte de ella. Fruto de este examen de conciencia fue la adopción de la communio (comunión-comunidad) como la idea matriz de la teología que vio nacer el Concilio Vaticano II.

De las muchas manifestaciones que el aggiornamiento del concilio trajo a la Iglesia, las más notables tienen que ver con el ámbito litúrgico, el diálogo ecuménico e interreligioso, y la relación de la Iglesia con “el mundo moderno”. El primero llama la atención por ser el campo de batalla preferido de algunos católicos autodenominados tradicionalistas, opositores acérrimos del Novus Ordo Missæ, el misal que entró en vigor en 1969 en sustitución del Misal de Pío V, que databa de 1570 y obedecía a las necesidades identificadas en el Concilio de Trento (1545-1563). Si el propósito de Vaticano II era expresar la fe cristiana de una manera más adecuada al mundo de 1960, el nuevo misal suprimía una cantidad considerable de rituales y expresiones que poco decían a las sociedades de la posguerra: el sacerdote dejó de celebrar coram Deo, es decir, de espaldas a los fieles, y comenzó a hacerlo coram populo, o sea, de cara a ellos; se simplificaron las oraciones, se eliminaron las festividades repetidas, se incorporaron oraciones que databan de la Iglesia primitiva —como fue el caso de las diversas formas de la plegaria eucarística— y el latín cedió a las lenguas vernáculas como el idioma en el que celebrar la misa.

Sobre el diálogo ecuménico e interreligioso, el concilio dio los primeros pasos hacia una comprensión más compleja de la naturaleza de la Iglesia y de la salvación del género humano. El cambio más significativo en este sentido fue respecto a la comunidad judía, hacia la cual se abandonó todo lenguaje ofensivo —el Misal de Pío V incluía, en una de las oraciones del Viernes Santo, una súplica “por los pérfidos judíos” (pro perfidis iudæis)—. Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI dieron muestras de simpatía para la comunidad judía en un intento por resarcir los daños que cierta conciencia antijudía permeó en la Iglesia durante tantos siglos. Para con el resto de confesiones religiosas e Iglesias cristianas, el camino apenas comienza. Queda mucho por hacer en temas como el reconocimiento de la sucesión apostólica de algunas de ellas y las interpretaciones más adecuadas del dogma de la infalibilidad papal de cara a la ansiada unidad de los cristianos.

A sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, la relación de la Iglesia con el mundo ha mejorado a pesar de los muchos bloqueos que desde la curia romana impiden el avance de algunas directrices pastorales señaladas en sus constituciones y decretos. Al mismo tiempo que se presentan como herederos del concilio, los últimos pontificados no han querido asumirlo en su totalidad, y los desarrollos de escuelas doctrinales como la teología de la liberación, la teología negra, la teología queer y las teologías asiáticas (la cristología india o la teología de Minjung) se estudian al margen de Roma. Y quizá es el margen desde donde deben estudiarse, al ser el espacio más sagrado donde lo divino se entrelaza con lo humano, como bien señaló un joven teólogo, Joseph Ratzinger, en un texto fechado pocos años después del Concilio, en 1969:

El amurallamiento del propio mundillo, que ya ha durado bastante, no puede salvar a la Iglesia, ni conviene a una Iglesia cuyo señor murió fuera de las puertas de la ciudad, como recalca la Carta a los Hebreos, para añadir: “Salgamos, pues, hacia él delante del campamento y llevemos con él su ignominia (XIII, 12s). “Afuera”, delante de las puertas custodiadas de la ciudad y del santuario, está el lugar de la Iglesia que quiera seguir al Señor crucificado (El nuevo pueblo de Dios).