El círculo de la ansiedad en No hay nadie en casa de Isabel Díaz Alanís
Un durazno es un artefacto cuya función no es la de ser desayuno, sino la de desatar la ansiedad de la narradora. Es un espejo de la historia de Roald Dahl, el durazno lo contiene todo, no está olvidado en la casa, la casa está olvidada en él, contenida en su jugo, en su posible o, más bien, segura putrefacción. El durazno es el contenedor donde se encaja el mundo emocional e intelectual de la autora, “La obsesión, como la memoria, es un principio organizador”.
No hay nadie en casa de Isabel Díaz Alanís, publicado por Dharma Books en octubre de 2022, fue el proyecto de escritura ganador de la Beca Casa Octavia–Dharma Books en 2021. La convocatoria abierta “a todas las mujeres escritoras cis, trans o de la comunidad LGBTTTIQA+ que escriban narrativa, poesía, ensayo o crónica”, desdibujó las fronteras de los géneros. Por lo mismo, No hay nadie en casa, aunque se inclina por ser una novela de autoficción, se puede leer como un largo ensayo sobre la angustia y la soledad.
Este es un libro de viaje, novela de carretera, crónica de huida, al menos geográfica. Con la impronta del durazno putrefacto, la narradora lleva consigo sus dudas, temores, las dudas y los temores que sirven de hilo conductor entre el pasado y el presente. A diferencia de los textos de viaje, aquí no sobresale una meta, un destino al que la heroína pretende llegar, aquí sobresale una vocación por el escape. La protagonista, en las primeras páginas, nos presenta un mundo al que abandona de inmediato, dejando tan sólo un durazno, esa ancla que servirá para que ella, en sus viajes, no parta del todo, su mente permanezca obsesionada por ese fruto.
Freud diría que estamos ante un acto fallido, un desliz del personaje que revela a su inconsciente. La narradora tiene toda la intensión de dejar su departamento, tomar un vuelo, alejarse del lugar donde residen sus problemas académicos, las decepciones que se engloban en un examen reprobado; sin embargo, deja el durazno que pretendía desayunar en el trayecto, ahí permanece, a la merced del reino fungí y de marabuntas de insectos. Ese problema minúsculo, en una mente obsesiva, se transforma en temores apocalípticos: que si se infesta el edificio, que si llaman a las autoridades, que si la corren y, al regresar del viaje, encuentra sus pertenencias en la banqueta.
Sin destino geográfico, pero también sin destino existencial. En el libro se despliega una nueva heurística, una indagación convulsa, ansiosa, que se enfrenta a los dictámenes, a los moldes sociales en los que la narradora no encaja. “No puedes, no eres, no serás”. El síndrome de la impostora es la copiloto, compañero de viaje. La norma de su crianza, regia, católica, conservadora, fresa, es rechazada, se huye de ella para adentrarse en el mundo académico, pero ahí sólo se encuentran instancias para llorar. Tanto la autora como el lector se encuentran en un deambular, entre fantasmas de lo que debería ser.
Durante el viaje, narra escenas que parecen lejanas al ámbito del que huye. Sin embargo, el performance drag, las ruinas de una ciudad, un palacio abandonado, las atmósferas contribuyen a retratar el estado anímico del personaje. La turista viajó para ver lo que ya no es, lo que fue una ciudad y ahora es un sitio para tomarse una selfie, pero también viajó para no verse a sí misma.
Hay instancias en las que resuena como eco el acto fallido del durazno abandonado. La protagonista busca con desesperación algo en su bolsa, finalmente lo encuentra, pero tan sólo después de casi accidentarse o, peor, perderse a sí misma. En nuestro entorno está el peligro inmediato, en ocasiones nuestra mente nos nubla esa realidad, el pánico se detona por lo irreal, lo que no es en ese momento. El instinto de supervivencia está volcado en abstractos, como una nota de grado, en lugar de estar atento al riesgo que significa estar en una calle, con autos de dos toneladas acercándose a gran velocidad.
Los dilemas existenciales se juegan frente a una realidad amenazante, una sombra que nubla incluso las actividades que tienden a funcionar como escapes, como alienantes, el bailar o el turistear. Durante el baile repasa responsabilidades. Incluso en pleno perreo, el ser humano aquejado por la angustia se obsesiona por lo que pudo ser, lo que puede suceder, aquello que no está en su inmediatez y control.
Díaz Alanís se pregunta por lo mínimo, pone bajo juicio el peso de sus pesares. Reprobar un examen suena como poca cosa, ella lo reconoce, pero a pesar de eso, o quizá a causa de eso, es capaz de derrumbar anímicamente a una persona. Lo pequeño doblega, se impone cual dictador acomplejado. De nuevo el durazno resuena, aunque no es mencionado directamente. A diferencia de James y el Durazno Gigante, de Roald Dahl, donde lo inmenso es el símil directo con la existencia e imaginación de un niño, aquí lo pequeño es lo que acosa, lo que bloquea cualquier libertad imaginaria o real de una mujer adulta.
La ansiedad es un estado que no respeta tiempos ni lugares, brinca de aquí para allá. Por lo mismo, este libroes un despliegue de habilidad narrativa en cuanto al tiempo de la diégesis. La autora hace uso de prolepsis y analepsis con sencillez envidiable, jamás el lector se confunde con los tiempos, en parte porque no importan. Esto se refleja en el discurso de la narradora: “si aprendiera a vivir en el presente, sabría expresar lo que siento”. El personaje se obsesiona con otros lugares y momentos mientras intenta captar la belleza del lugar que visita, desconoce cómo corresponder a un gesto caluroso y afectuoso, su mente la arranca del instante; de la misma manera la diégesis se nos presenta intempestiva.
Es probable que, a un lector inquieto, de aquellos que buscan una solución al problema, una meta por alcanzar, este libro le resulte cansado, incluso sin sentido. El mérito de Díaz Alanís también puede ser leído como su deficiencia, esto tan sólo depende de la mirada con la que se acerque uno a sus líneas. La trama es el agobio, la claustrofobia se siente incluso en las travesías por plazas y calles de ciudades antiguas. Por lo mismo, es una invitación a preguntar por el significado del viaje, del ser como estado supuestamente estático. El fluir circular, maelstrom, es lo que hay.
Entre las páginas de No hay nadie en casa, también nos encontramos con una estrategia narrativa inusual, más cercana al verso que a la prosa. En varios párrafos vemos grietas, fragmentos que quedan volando, enunciados e incluso palabras sueltas. La autora, cuando le pregunté al respecto, dijo que esto tiene la función de enfatizar, subrayar e incluso mostrar en la hoja el respiro y la obsesión con algún pasaje. La mente ansiosa trabaja de esa manera, se estanca en una definición, en una oración o mantra.
Entre las páginas de No hay nadie en casa, también nos encontramos con una estrategia narrativa inusual, más cercana al verso que a la prosa. En varios párrafos vemos grietas, fragmentos que quedan volando, enunciados e incluso palabras sueltas. La autora, cuando le pregunté al respecto, dijo que esto tiene la función de enfatizar, subrayar e incluso mostrar en la hoja el respiro y la obsesión con algún pasaje. La mente ansiosa trabaja de esa manera, se estanca en una definición, en una oración o mantra.
Casi al final, la narradora relata su visita al Vaticano. Al entrar a la Basílica de San Pedro, dice que no recuerda qué hay adentro: “No me acuerdo cómo se ve ni qué hay en su interior”. Sin embargo, “Me acuerdo de la puerta”. Creo que este pequeño y discreto pasaje es un resumen del alma de este libro. El énfasis está en el trayecto, en la definición de movilidad que tiene la palabra “por” (vocablo que la protagonista desmenuza para sus alumnos en una lección de español), el canal que una persona utiliza para llegar de un punto a otro. La crisis existencial es finalmente eso, la ansiedad es una respuesta a aquel movimiento, a esas puertas que cruzamos, sin saber qué hay en los interiores de los recintos que dejamos atrás y qué hay dentro de los que llegaremos. Al atravesar el umbral, quizá nos encontraremos con un desastre que emana de la pequeñez putrefacta de un durazno, o bien, puede que sólo encontremos un durazno anticlimático y contenido en una bolsa de plástico. Y así, el libro cierra con la redondez perfecta de un durazno, un círculo que, sin notarlo, nos condujo a su inicio, la meta, el destino, aquella nube lejana era donde estábamos parados.