El capitán de la nave de los locos o el horror del sistema psiquiátrico mexicano
Ricardo Guerra de la Peña tiene facha de estrella de rock: cabello despeinado, andar lento y finta desaliñada, pero a la vez, paradójicamente, viste bien y tiene un excelente estilo; quienes lo conocen mejor saben que es en parte una especie de mirrey renegado. Tiene 26 años y un hermano cuate, que, a pesar de su parecido físico, es su opuesto: Ernesto es constante en extremo, si se propone algo siempre lo logra; mientras que Ricardo es una montaña rusa, hay veces que tiene proyectos, está muy animado, y de repente se detiene y huye, escondiéndose de sí, dejándolo todo.
Algo invariable en su vida es la escritura: a los seis compuso su primera canción, sobre un corazón roto, y casi a la misma edad escribió su primer cuento, sobre los gatos. Otra constante son sus padecimientos psiquiátricos: apenas unos años después de su despertar creativo tuvo sus crisis iniciales y tras el diagnóstico –depresión y ansiedad generalizada–, probó sus primeros medicamentos psiquiátricos.
Pero ese fue solo el inicio. “He perdido la cuenta de los médicos que me han atendido, mis diagnósticos van desde trastorno límite de la personalidad hasta esquizofrenia, –dice inexpresivo,con humor ácido– de hecho, yo creo que he tomado todos los medicamentos psiquiátricos que existen”.
Quienes lo conocen, describen a Ricardo como una persona sumamente culta, desde el preescolar mostró una sensibilidad artística especial, apenas hablaba y ya amaba a Van Gogh y a Kahlo; aunque no ha terminado una carrera universitaria –pues sus crisis lo han orillado a dejar inconcluso su paso por la Universidad Modelo (Yucatán) y el Claustro de Sor Juana (CDMX)– le interesa mucho investigar y devora libros.
Desde hace algunos años trabaja en un proyecto literario que ha desarrollado siendo becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) de Yucatán, durante el período 2017-2018. Se trata de una serie de cuentos con una temática que le es muy propia: los trastornos mentales.
El nombre con el que identifica lo que será su ópera prima es La nave de los enfermos mentales. “La locura, psicólogos, psiquiatras, era como una narrativa que yo desde que empecé a escribir llevaba, porque muchas veces tengo cuentos que escribí drogado o que escribí sintiéndome loco”, confiesa. En su escritura, Ricardo es el capitán.
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De nuevo su garganta cerrada, seca, muerta. No podía respirar: los músculos que intervienen en la respiración se tensaban chocando contra sus costillas, el oxígeno quedaba contenido en los pulmones, el aire de todo el mundo no le alcanzaba. Salía de la casa de su mejor amigo, donde vivía desde un día atrás. Caminaba de un lado a otro, como desesperado. Hablaba consigo mismo en voz alta. Los pensamientos eran un torrente imparable que invadía su mente. Estaba seguro. Esta vez sí, no era él. Definitivamente se estaba volviendo loco.
Ricardo, preso de un ataque de pánico gigante, miraba una vez más las calles de la Ciudad de México como un escape. Apenas la noche anterior había sentido también que la garganta se le cerraba; invadido por el miedo, salió a correr a las tres de la mañana, huyendo de sus pensamientos y sensaciones; huyendo de sí.
Como un auto, sus piernas se movían a gran velocidad por pleno Circuito Bicentenario con sus cuatro carriles y puentes elevados. Los carros casi lo rozaban, pero él estaba inmerso en el terror. “Detuve algún taxi –recuerda– le pedí que me llevara al hospital más cercano porque estaba seguro que la vida se me escapaba”.
Cuando arribó al Hospital San Ángel INN Chapultepec dijo lo que sentía: “Me estoy muriendo”. Llamó a su madre que vivía en Mérida y a las cuatro de la mañana llegó la mamá de su mejor amigo a la clínica; ahí recibieron el diagnóstico: “tuvo un ataque de pánico, no se le está cerrando la garganta, su salud física está
perfecta”, dijeron los doctores. Después de aplicarle unos sedantes decidieron que, debido a que emocionalmente no estaba bien, se quedara a dormir unos días en la casa de la calle Miguel Ángel, en la colonia Moderna, donde ahora daba vueltas, haciendo surcos con su ir y venir.
Su mejor amigo, Fernando, lo encontró como ausente en la banqueta.
–Tengo un ataque muy fuerte–, le dijo Ricardo, mientras caminaba instintivamente hacia el Parque de la Moderna, ubicado a una cuadra de distancia.
Actuaba raro, se hacía preguntas y él mismo las contestaba: “¿voy a estar bien?”, “pero es que me siento muy mal”, susurraba mientras se tapaba un oído, “ya no voy a escuchar eso”, “me voy a concentrar en sentirme bien”.
Fernando, viendo cómo la situación empeoraba, se decidió a pedir ayuda médica. La ambulancia tardó mucho en llegar y cuando por fin apareció, se negaron a atenderlo, alegando que estaba drogado. Ricardo les pedía desesperadamente que lo ayudaran, que le tomaran sus signos vitales, que evitaran su muerte prematura a los 21 años.
“Eres un pendejo, solo nos estás haciendo perder el tiempo”, le dijeron los paramédicos antes de retirarse. Pálido y con la respiración entrecortada, miró a su amigo con el que creció desde los seis años en la calle Corregidora en Tlalpan y le hizo una petición que emergió desde lo profundo de su miedo y frustración:
–Por favor, mátame, Fernando, mátame.
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Durante su adolescencia, Ricardo empezó a combinar sus medicamentos controlados con alcohol y cigarros: una bomba de tranquilidad en la guerra contra su mente. Batallas siempre perdidas. Para estudiar la preparatoria se mudó de la Ciudad de México a Yucatán. Ahí las cosas comenzaron a retorcerse.
“Tengo recuerdos muy vagos”, dice el escritor y su piel se estremece por no saber qué fue de él en toda una época de su vida, incluso tuvo una novia durante nueve meses que ahora se ha borrado por completo de su memoria; hay años enteros de los que no recuerda nada, solo que empezó a volverse intolerante con su familia y violento consigo mismo: “comencé a autolesionarme, a cortarme… yo sentía que había algo mal conmigo, que estaba loco”.
Durante casi una década saltó de psiquiatra en psiquiatra, los diagnósticos iban desde la esquizofrenia hasta la bipolaridad y a la nada. “Llegó un punto en que me dijeron que yo no tenía nada, que todo me lo estaba inventando, que no tenía absolutamente nada, que todos eran inventos míos para llamar la atención”.
Como es usual en los exámenes de salud física de quienes padecen ansiedad, los de Ricardo arrojaban resultados normales, entonces su mamá le creyó al psiquiatra en turno y se molestó mucho
con su hijo, pensando que sus enfermedades eran una táctica de manipulación.
“Agarré unas tijeras de la oficina de mi mamá el día de la cita y las llevé al consultorio, y frente al doctor saqué las tijeras largas y filosas– y me las puse en la yugular”. Entonces, bajo los efectos de barbitúricos –depresores del sistema nervioso central– le dijo con total seriedad y convencimiento: “usted me cura, o me dice qué tengo, o me las entierro aquí, en su consultorio”.
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La obra más importante de Sebastián Brant, escritor y humanista del renacimiento alemán es La nave de los locos o La nave de los necios, un libro satírico conformado por una sucesión de 112 textos e igual número de imágenes, en los que critica los vicios de su época. Uno de los grabados más conocidos es el de la portada, cuya iconografía muestra la imagen de un barco cargado con locos, pecadores y necios. Aquí encontró inspiración Ricardo Guerra.
La locura ha sido una constante en el arte y los estudios de la humanidad. Un enigma. Así como la nave ficticia de Brant, Michel Foucault en su Historia de la locura en época clásica, describe la existencia de barcos que llevaban a los enfermos mentales de un lugar a otro. Durante siglos, los considerados como dementes fueron
expulsados de sus comunidades, obligados a vagar por zonas poco pobladas, y a veces, eran embarcados con rumbo al destierro.
“Para mí –dice Ricardo con total seguridad, desde su faceta más pesimista–, la nave de los locos era como el primer psiquiátrico, que consistía en meter a todos los locos y dejar que el barco anduviera sin rumbo hasta naufragar. El sistema actual de psiquiatría no ha cambiado en el fondo: llegas a un consultorio, te subes al barco, y luego te sueltan medicamentos muy fuertes; entonces al momento de doparte, sueltan la nave hasta el naufragio inevitable que termina siendo el suicidio, la adicción a la medicina o una vida de lechuga”.
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Ricardo estaba en la congeladora, observado por médicos y enfermeras, con suero ingresando a su cuerpo a través de sus venas; ahí tenían 24 horas a los recién llegados, después de haberles revisado hasta el culo para asegurarse que no llevaran drogas. A sus 18 años estaba internado en Monte Fénix, una “clínica de adicciones con 38 años de experiencia” –según reza su publicidad–.
Llegó ahí por su adicción a los benzodiacepinas, por esa época tomaba 15 gotas de Rivotril (Clonazepam) a cada rato, muchas veces combinadas con alcohol. Su dealer era Pfizer y no un delincuente
que rebajaba su droga con veneno para ratas. Su tratamiento para sentirse bien lo ponía al borde de una sobredosis. Su salvación era su infierno. Su medicina era su enfermedad. Su navegar era su deriva.
En el centro de rehabilitación, los cocainómanos se burlaban de él porque los únicos internos que compartían su adicción eran señoras de la alta sociedad. Ancianas ricachonas, mansas como perros viejos, incontinentes urinarias. “Me avergonzaba pertenecer a ese grupo. Mientras estuve internado, una señora intentó meter más de doscientos Tafiles escondidos en un elaborado peinado de salón”.
Lo llamaban Ger porque al llegar le preguntaron su nombre y estaba tan drogado que fue lo único que logró articular. Maullaban para saludarlo, pues en una clase de preparatoria, vencido por las ganas de no vivir, tuvo una crisis que lo llevó a actuar como gato. Incluso rasguñó e hizo sangrar a uno de sus compañeros.
“Empezó la clase y yo me fui a una esquina y me quedé ahí. Ya no tenía ganas de vivir: cada día era sufrir y padecer; simplemente me dejó de importar. Me quedé como encapsulado dentro de mi cabeza”. Catatónico, engarrotado, muerto. Ricardo recuerda ver cómo se detenía la clase, cómo su maestra y sus compañeros intentaban moverlo sin éxito alguno. Ni el llanto incontrolable de una de sus amigas que le pedía que reaccionara lo hizo volver.
“No sé si haya estado demasiado drogado, yo creo que son muchas cosas, fue como rendirme, de cierta manera me dejé morir”. Los paramédicos llegaron y lo encontraron voluntariamente inmóvil y en posición de gato. Lo subieron a la camilla; la directora dijo: “Tápenlo, porque va a traumar a los demás estudiantes”. Entonces le pusieron una manta encima, como si de verdad hubiera muerto: era un bulto, con forma de felino, ausente de sí.
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En México, sigue siendo una utopía que quienes tienen trastornos mentales sean atendidos en sus comunidades. El instrumento de Evaluación para Sistemas de Salud Mental de la Organización Mundial de la Salud (OMS), implementado en México, concluyó que en nuestro país tenemos un modelo institucionalizador, es decir, que el encierro y los hospitales psiquiátricos son la figura central. Así por ejemplo, en el año 2011 había 33 hospitales psiquiátricos públicos y en el año 2018 la cifra aumentó un 18 por ciento.
“Por eso lo único que cambié del nombre fue una palabra, de La nave de los locos a La nave de los enfermos mentales –detalla Ricardo–, bajo la idea de que lo único que ha cambiado es el término; ya no somos locos, somos enfermos mentales; ya no es un barco, pero son medicamentos; o sea, han cambiado los símbolos, pero en el fondo sigue siendo lo mismo”.
En México, de acuerdo al instrumento de la OMS, la mitad de los pacientes de servicios de salud mental fueron atendidos en hospitales; y de entre ellos, un 59 por ciento fueron internados. Hoy, pese a los esfuerzos institucionales, el aislamiento y el encierro siguen siendo formas de purificación social.
Ricardo recurre, en el título de su obra, a una imagen de gran poder evocador: la de imponentes barcos capitaneados por locos que surcaban los mares y ríos europeos. La salud mental es un tabú, quizá ya no un enigma, pero sí un estigma. Así surcan la vida en la actualidad casi el 30 por ciento de los mexicanos que, de acuerdo a la Asociación Psiquiátrica Mexicana (APM), padecen trastornos mentales, y de los cuales, solo uno de cada cinco recibe tratamiento.
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Una publicación de redes sociales, en la que Ricardo Guerra denunciaba lo que considera negligencia por parte del médico Arsenio Rosado Franco, se hizo viral y lo llevó a emprender un movimiento para exigir mejoras en la calidad de la atención psiquiátrica en México. Sin embargo, a pesar de que ha recabado decenas de testimonios, no se han concretado acciones legales todavía.
A Ricardo, el doctor Rosado Franco lo diagnosticó con bipolaridad y le recetó medicamentos para tratar la esquizofrenia y la bipolaridad aguda. También le dio Clonazepam, el tipo de medicamento por el que había estado internado en la clínica de rehabilitación, permitiéndole tomar la dosis que él quisiera.
“Lo que pasa con los medicamentos es que empiezas a tener efectos secundarios: con ese coctel me quedaba dormido, me acuerdo que en Navidad me quedé dormido en la mesa, vivía como discapacitado”. Otra de las consecuencias fue la pérdida de memoria. Ante estas molestias, el psiquiatra le prescribió Modafinilo, droga utilizada por estudiantes para potencializar su inteligencia, pero con graves consecuencias por su uso ilegal. “Esa medicina me aceleraba y hacía que me sintiera maníaco”.
Al cabo de unos meses, Ricardo ya no recordaba nada. Padecía lagunas mentales y tenía la cara hinchada por las drogas. Su familia se preocupó y lo envió a otro médico en la Ciudad de México. Fue ahí en donde descubrieron que el diagnóstico del doctor Rosado Franco era erróneo, no tenía bipolaridad, sino un trastorno de ansiedad.
Después de que se hicieran públicas historias de supuesta negligencia médica y de que ya antes hubiera sido acusado por diversas anomalías registradas mientras era titular del Hospital Psiquiátrico (2007-2013), incluyendo el suministro de medicamentos para experimentar con sus pacientes, Arsenio Rosado Franco guardó
silencio como estrategia para librarse. De hecho, fue subdirector del departamento de Salud Mental de Yucatán, hasta enero de 2019.
Pero no es el único diagnóstico erróneo que ha recibido Ricardo. El más difícil fue el de epilepsia degenerativa. “Durante dos años y medio no paraba de pensar que tenía epilepsia degenerativa, como decía mi psiquiatra de ese momento, y que a los 36 años iba a estar con Alzheimer”. En ese tiempo, el escritor estaba convencido de que terminaría suicidándose antes de perder sus capacidades cognitivas.
Un neurólogo, que lo atiende actualmente, le hizo una serie de profundos estudios en los que apareció que no tenía ningún daño en el lóbulo temporal derecho, es decir, que no padece de epilepsia, y menos de epilepsia degenerativa. El diagnóstico de su médico y por el que está en tratamiento ahora, fue el mismo que el primero que recibió cuando niño, 16 años antes: ansiedad.
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Angs es una palabra alemana que ha sido traducida al castellano como angustia, no como ansiedad. Aunque ambos términos podrían ser sinónimos, en psiquiatría ansiedad es el trastorno de carácter psicológico, y la angustia, la dimensión orgánica del mismo.
Por eso, los traductores del filósofo existencialista alemán Soren Kierkegaard han llamado a su obra de 1844 El concepto de la
angustia, cuando lo que él describe es la ansiedad. En una de sus citas más célebres explica: “Ningún Gran Inquisidor tiene preparadas torturas tan terribles como la angustia; ningún espía sabe cómo atacar con tanta astucia al hombre del que sospecha, escogiendo el momento en que se encuentra más débil, ni sabe tenderle tan bien una trampa para atraparlo como sabe hacerlo la angustia, y ningún juez, por perspicaz que sea, sabe interrogar y sondear al acusado como lo hace la angustia, que no lo deja escapar jamás, ni con las distracciones y bullicio, ni en el trabajo ni en el ocio, ni de día ni de noche”.
Así es la ansiedad, la enfermedad mental más común en México, pues según datos de la última Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica en nuestro país, 28.6 por ciento de la población adulta padecerá algún trastorno mental en su vida, siendo los más relevantes los de ansiedad (14.3 por ciento). También es la que registra el mayor incremento, de acuerdo a la Secretaría de Salud, esto debido a factores externos que no solo tiene que ver con el incremento de los índices de delincuencia, sino con la contaminación, la economía y el entorno social, así como laboral.
La ansiedad –explican los psicólogos y psiquiatras– es básicamente un mecanismo defensivo. Es un sistema de alerta ante situaciones consideradas amenazantes. La mente está segura de que hay riesgos y envía señales al cuerpo. Algunas de las sensaciones físicas más comunes son: fríos y calores internos, calambres,
pinchazos en corazón o cabeza, hormigueos en manos y piernas, entumecimiento de los músculos en la cara, descargas eléctricas repentinas, mareos, visión borrosa o que no puedes enfocar, debilidad corporal, sentir que te desvaneces, que las piernas no te responden; todo acompañado de una certeza total de que algo malo va a suceder.
En Costras y girones, uno de los cuentos de La nave de los enfermos mentales, Ricardo Guerra narra un ataque de ansiedad: “No se puede escribir con un ataque de ansiedad, no puedo escribir sin ansiedad. ¡Cállate!, ¡Cállate, o te volteo la cara! (…) ¿Me puedo morir por no dormir una noche? El estómago se me hace piedra, las manos engarrotadas no me dejan escribir, siento hormigueo en la garganta, punzadas en el brazo izquierdo, no me va a pasar nada, soy muy joven para que me dé un infarto, quizás no ¿cuándo dan los infartos?”.
La ansiedad hace perder el control, pero aún así Ricardo lleva el timón cuando escribe. Podrá ser un barco sin rumbo –como a veces piensa–, pues describe su enfermedad como “un dolor constante”, que sabe que lo acompañará por el resto de su vida, pero no deja de dirigir. Es el capitán de su nave.