Palabra de Tyler Durden, amén
Sobre XX aniversario de El club de la pelea
No es el apego a la vida sino el espanto a la muerte lo que nos mantiene vivos.
David Toscana
Debo de confesarles, hermanos míos, que ayer volví a mirar El Club de la Pelea (David Fincher, 1999).
Fueron muchos años sin adentrarme en aquella cueva de conocimiento que en mi adolescencia se volvió una obsesión, una luz que guiaba un camino que yo consideraba virtuoso: una desesperada defensa del propio ser ante una sociedad carroñera que te necesita aplastado. Porque cuando nuestra única certidumbre es que vamos a morir, ¿apoco sobrevivir no puede volverse una obsesión?
Muchos de ustedes la han visto, seguro. Muchos de ustedes habrán sentido a qué me refiero cuando mencioné los vergonzosos sentimientos adolescentes que me provocaba: la rebelión como un estado de conciencia permanente, el deseo de la brutalidad como un arma. Acabo de decir que en este mundo que constantemente provoca la muerte, se busca con ansias la Salvación: ese ha sido el tema de las falsas religiones toda la vida, mis hermanos. Tomen a la religión cristiana, por ejemplo, que inculca la voluntad de sobrevivir sin cometer ningún pecado, que exige ser una persona impoluta porque solo así se puede obtener la Eternidad: la gracia del Señor mantiene a flote en medio del osario. Otras religiones actúan igual. Nacen de ahí, del miedo que tenemos a ese día en que sentiremos cómo se siente no sentir nada. Pero luego llegan seres de luz como Iván Karamázov y declaran a los cuatro vientos: si la Eternidad (o Dios, dependiendo de la traducción) no existe, entonces todo está permitido. ¡Vaya idea! Si Dios no existe, le responde Sartre, entonces no tenemos un suelo ideológico que nos obligue a actuar de tal o cual manera, a ser borregos que llevan al matadero; pero nuestro castigo es peor: estamos condenados a reinventarnos todos los días, a buscar un sentido en medio del absurdo sin (posiblemente) nunca encontrar tierra firme.
Aunque, bueno, Iván Karamazov bien respondería que el hombre es esa criatura que está buscando a quien entregar ese don de la libertad con el que, por desgracia, tuvo que nacer.
Pero volvamos a El Club de la pelea. ¿Por qué hablo tanto sobre la salvación? Porque en el fondo eso es lo que está persiguiendo el protagonista sin nombre, que vive en una era postmoderna donde Dios ya fue sepultado por Nietzsche; una era que, aunque hayan pasado veinte años, no es muy diferente a la nuestra: buscamos asirnos en lo efímero, salvarnos de la cruel rueda del tiempo –el Eterno Retorno– que regresa a atormentarnos todos los días; vives sólo en un departamento lleno de cosas que no tienen ningún significado en tu vida mientras continuas en un trabajo que odias rodeado de personas que ni siquiera soportas; o como diría Tyler Durden, uno de los protagonistas de la película, “tenemos empleos que odiamos para comprar basura que no necesitamos y así impresionar a personas a quienes no les importamos”. Lo efímero es nuestra cruz y quince minutos bastan para arruinar una vida y para olvidar el daño: el mundo capitalista es, para nuestra desgracia un bosque indómito donde aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche (Henry James dixit) en el que las empresas gastan millones de dólares fabricando coches defectuosos para retirarlos sí, y sólo sí, el precio de los seguros es mayor al que se gastó fabricándose. Queremos creer, mis hermanos, que nuestra vida es mejor que en los Noventas solo porque, en aquella época, la violencia se desencadenaba a dos océanos de distancia. Ahora está insertada en nuestros líderes, quienes convencen a multitudes para seguirlos a través de discursos de odio en los que ni ellos mismos creen, pero que, en definitiva, las personas sí se están tragando. De eso nos habla la película de Fincher: en medio de ese malestar en la cultura, la única respuesta que sus personajes encuentran, y quizá la única que desean, es armar un ejército clandestino conformado por personas de a pie: los Olvidados, los meseros que atendemos en los restaurantes, las personas que les vendemos sus discos y sus libros, su ropa. Hasta presagió a lo que años después sería Anonymous en las batallas por el internet libre. ¿Les suena? La serie televisiva Mr. Robot lo parodia: ¿apoco ésta no es, también, una reescritura de El club de la pelea, donde un grupo de hackers busca dar un golpe social fuerte al derrumbar las bolsas y eliminar las deudas estudiantiles de toda una generación (entre otros tipos de deudas), así que hacen todo un movimiento político para lograrlo? Quieren salvarse y quieren salvar a los otros. Y de la misma manera que en Fight Club, quien está realizando todo es una parte inconsciente del protagonista, un fantasma de su pasado sin límites morales. A veces parece que la mayoría de los problemas surgen cuando una persona cree tener la panacea para todos los problemas del mundo: ¡dichoso quién no teme a la Incertidumbre, ya que de él será el reino del Futuro!
Cuando terminé de ver la película, acudí con unos amigos para compartir bebidas espirituales: uno necesita la iluminación y el conocimiento de los otros cuando ha regresado a sentirse un adolescente rebelde, necesita que le hablen de deudas y relaciones enfermizas y todas aquellas cosas que nos regresan a la aburrida vida adulta. Les dije que tenía que escribir este texto, que pensé que el nódulo de la película era la idea de la salvación, y sus respuestas, a coro, fueron: Claro, El club de la pelea está en ese peligroso límite entre la filosofía y la superación personal; mira, Ceyca, cómo inicia: el protagonista, hastiado de su vida, va y se une a grupos de autoayuda esperando encontrar, así, una manera para poder dormir. Para no ser una copia de una copia de una copia. Y lo encuentra en los senos de Bob, aquel fisicoculturista que –cuando el delirio ha llevado al Proyecto Mayhem a seguir las órdenes de un desquiciado que a veces se llama Tyler Durden– abandona la historia de forma trágica. Y para alejar a Marla, quien solo quiere salvarse del tedio de una vida normal.
Pero es entonces cuando me doy cuenta de otra cosa. El club de la pelea está ubicado en un peligroso triángulo dónde puede convertirse en las dos cosas que ellos mencionaron, o en una tercera: una religión, un ismo, un credo, una de esas recetas de espiritualidad de las que es difícil que las personas podamos escapar. Justo como les decía al inicio. Y es que les contaré una historia sobre esto, mis hermanos: tres chicos que están aprendiendo a escribir se reúnen para tomar, un sábado por la noche. Las botellas circulan por la mesa. En eso llega el primo de uno, trae guantes de boxeo. El alcohol ya estaba haciéndolos desvariar; nadie recuerda quién es el primero que lo menciona, pero de pronto todos están seguros de que deben usar los guantes mientras siguen borrachos y los golpes no se sienten; pronto empiezan a armar turnos para enfrentarse, para lanzarse a la boca los golpes que no se dan cuando critican una mala línea o una mala idea, para que sangraran las cejas en lugar de los textos. El asunto es más ridículo que heroico. Entre más toman menos pueden atinar los golpes, más se ponen a dar datos para distraer al otro. Ni siquiera en la semana sabrán si contar eso a sus compañeros de trabajo o superiores cuando se queden viendo sus cejas o labios partidos o sus moretones.
Desde aquel día llamamos a nuestro grupo de revisión de textos ‘el taller de la pelea’; y la primera regla, que siempre rompíamos, era que no se debía hablar sobre taller: cuando caminamos por el Valle de la sombra de la Pésima Escritura no temimos ante la burla y la incertidumbre ya que el recuerdo del ridículo que hicimos esa noche nos infunde nuevo aliento. Ni siquiera el fracaso será un problema. Porque Tyler Durden fue nuestro pastor, nada nos faltará.