Tierra Adentro

Después de recorrer varios puntos del Distrito Federal, Rodrigo Castillo y Nur Rubio dieron con la Ciudad Deportiva Francisco I. Madero, donde hay una liga de futbol femenil llanero. Pegados a la banda, retrataron las historias que suceden dentro y fuera de la cancha, las de mujeres movidas por la pasión del futbol.

 

 

 

 

 

 

Lidia lleva más de diez años bajo el arco. Llegó tarde al partido porque no se dio cuenta de la hora, y Cosmos, su equipo, tuvo que suplir los guantes de Lidia con los brazos débiles de Isabel durante el primer tiempo. Isabel es muy baja si consideramos que la altura promedio de las jugadoras sobre el terreno es de 1.60; lleva una camiseta azul con su nombre en la espalda y el cabello corto con puntas sobre el fleco. La guardameta protege el arco de los ataques rivales, hace esfuerzos increíbles para atrapar el balón en los centros elevados, en los corners donde el esférico viaja a ras de llano, y en el saque de meta donde puede verse en sus facciones el dolor de meter punterazos al despejar. Lidia observa los errores de Isabel, pero no hay queja; ¿cómo hacerlo si llegó veinticinco minutos tarde? “¡Orden!”, grita el técnico desde la línea de banda, a unos centímetros de la tribuna. Pero el desorden es rey, lo que premia que el centro del campo se encuentre por completo despoblado de yerba. Es el alto valle metafísico. Los campos de futbol llanero comparten esa azarosa peculiaridad, que puede vislumbrarse en el nulo uso de las bandas y las esquinas, zonas del campo que pasan desapercibidas para el balón que rueda.

El campo es de extensión irregular. Está delimitado con cal de albañilería que se aplica con una hermosa técnica que consiste en esparcir el talco con un bote de aluminio de trescientos cincuenta gramos con agujeros debajo, sacudiéndolo mientras la cal es espolvoreada en línea semi recta, calculada a ojo de buen cubero. Para pintar el círculo central es importante colocarse a una distancia que permita una visión periférica del punto de inicio, y a partir de él rodear los 9.15 metros (o el equivalente si el terreno es más pequeño). Dicen que para pintar el “círculo perfecto” se tiene que hacer un compás gigante, un método primitivo que consiste en sujetar una cuerda improvisada con agujetas a una piedra ubicada en el punto central. El encargado de tan geométrica labor tensa la cuerda y gira con ella alrededor de la piedra, cubriendo la distancia hasta completar la vuelta. Pero esto es un lujo, usualmente no hay tiempo ni recursos para embellecer el llano.

No es fácil encontrar partidos de futbol llanero femenil en el Distrito Federal. En la Ciudad Deportiva Francisco I. Madero, Iztapalapa, hay más de dieciocho campos, y sólo uno, el Campo 4, es usado por mujeres los domingos en la mañana. El resto del tiempo es casa de las gambetas masculinas, lo que hace pensar en por qué el futbol femenil no es considerado un deporte importante en nuestro país. Para empezar, la liga de mujeres no tiene nombre y cuenta con un registro de sólo ocho equipos al año, lo que deviene en un torneo poco competitivo y muy corto. El sistema permite que entre ellas se conozcan: saben qué cualidades tienen sus rivales, hablan mal de los equipos contrarios y, como en todo deporte, se escuchan comentarios que rayan en lo racial y cabalgan entre el desmadre y la desacreditación. “Fíjate en la prieta, juega chingón, la mueve, pero es naquita, date cuenta, aquí todas somos naquitas”, dice Vanessa, la 7 del equipo Málaga, quien presume de ser diestra y de jugar cualquier posición defensiva. La versatilidad es su mejor herramienta sobre el llano, corta las jugadas como si cerrara el cuadrilátero a un peleador que huye del nocaut, hace ver fácil el trabajo en colaboración de su zaga. A Vanessa le tocó jugar cuarenta minutos con su equipo y los otros cuarenta restantes “les hizo el paro” a las chavas del Ame, que no se completaron. Málaga ganó 3-0 al rival.

En México, el futbol femenil ha pasado por etapas difíciles a lo largo de su historia, pero cuenta con palmarés decentes, a nivel profesional, semejantes al de la división varonil, que cuenta con una maquinaria económica abrumadora. Las preguntas de las champions son muchas y giran en torno a la falta de resultados de sus colegas masculinos. ¿Para qué prometen si no van a cumplir? ¿No es un espejo de la realidad mexicana? ¿Cuándo veremos levantar la copa del mundo al capitán del tri? “Posiblemente no vivamos para verlo”, responde Eduardo, defensa central del Corona, quien trabaja manejando una combi y como mecánico automotriz. Eduardo sonríe cuando escucha la pregunta “¿qué piensas del futbol femenino, es igual al que juegan los hombres?”. Balbucea y prefiere quedarse callado. El gesto da a entender que es un tema del que no tiene una opinión formada. O quizá sí, pero le afecta pensar que el futbol femenil esté al mismo nivel que el jugado por los Caballeros Águila del Llano. Eduardo afloja los músculos y dice, “va, tómenme fotos a mí, pero también a todo el equipo; yo soy el galán, ya salí en El Metro”. Por su aspecto, Eduardo llama la atención; mide aproximadamente 1.60 y su corte de cabello esconde una cola de caballo amarrada a la nuca, sus costados son cortos y peinados hacia abajo. Durante el partido, Eduardo le grita al Gato, su compañero de look y defensivo: “corre cabrón, no seas pendejo, te quedas colgado”, y es que el lateral derecho del Corona tarda demasiado en regresar después de un ataque fallido. Las paredes, esas armas de la velocidad, y la nula contemplación del futbol profesional, se convierten en malas bromas. Las piernas de los protagonistas sobre el llano no soportan un sprint de siete metros. Por eso Eduardo duda en hablar; es posible que para él las jugadoras que están en la cancha vecina sean igual de lentas que su mancuerna con el Gato.

La mayoría de las futbolistas en la Ciudad Deportiva Francisco I. Madero son casadas. Sus familiares las apoyan para que practiquen un deporte que se considera rudo, y que en algunos casos se conjuga con su trabajo, Lidia, guardameta del Cosmos, es promotora de Suburbia y madre soltera. Trata de no faltar los domingos. “No te quites, Lidia, más fuerte, abre la cancha, ¡con güevos!”, se escucha decir a su técnico minutos después de que Lidia comete un error grave: un disparo sin fuerza se le fue escurriendo en cámara lenta entre sus guantes Voit.

Lidia es de pocas palabras. Sabe que llegó tarde al partido y que no estuvo lo suficientemente concentrada para detener ese calcetinazo. “Es más agresivo, nos entregamos más que los hombres en la cancha”, dice la guardameta refiriéndose al futbol femenil; “no dejamos de vernos bonitas ni un segundo en el terreno de juego; nos maquillamos, nos pintamos las uñas, nos ponemos pestañas postizas. No quiere decir que por venir al llano vamos a dejar la vanidad… ¿no?”. Tiene razón. Aunque el campo esté lleno de basura —material de unicel, vidrios de caguama, balones ponchados con los gajos rotos, empaques de Doritos, latas de Coca-Cola— y las áreas chicas se estanquen por “la tormentota de ayer”, todas las jugadoras llegan perfectamente peinadas, maquilladas, perfumadas y con ropa deportiva de marca, con esos tachones que cuestan, a veces, arriba de los mil pesos y que no sirven de mucho en los campos terregosos en los que, como dice Alfonso Reyes, “corren sobre él como fuegos fatuos los remolinillos de tierra”.

Dulce es pareja de Vanessa, del Málaga, y, como buena dupla, son la línea final, la defensa implacable a romper. Ambas mantuvieron su meta en ceros. Dulce tiene un año en la liga y trabaja en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, ubicada a un costado de la delegación Benito Juárez. Tiene una licenciatura y es policía de profesión. A sus treinta y cuatro años vive en unión libre con Vanessa. Aún no tiene hijos, pero dice que en un futuro le gustaría tenerlos. Físicamente es superior a todas las demás futbolistas que defienden sus colores en el llano de Iztapalapa; mide 1.75, es robusta y vanidosa como Lidia. Dulce menciona que no venía preparada para fotógrafos y que se siente despeinada; sin embargo, no se le notan los ochenta minutos que ha jugado como titular: las gotas de sudor bajan por su frente y cuello, pero el gel que cubre su cabello sigue tan fijo como cuando se calzó los botines.

En el llano hay chispazos de épica. No hay dribbling, cierto, pero persiste la idea sobrenatural de ser la máxima goleadora de liga, o de hacer la atajada del partido para llevarse la anécdota durante toda la semana a casa. Cuando los partidos terminan, cuentan cómo derrotaron los anhelos de sus contrincantes y salpican con algún guiño una mentira para dar calor a sus palabras. Son antihéroes anónimas que ven al futbol como una tradición familiar y una válvula de escape a la rutina. Ninguna de las futbolistas ha desechado de su vocabulario la palabra familia, o se ha olvidado de decir mi padre, mi abuelo o algún pariente masculino que les inculcó el gusto por este deporte. Desde la tribuna grafiteada y mojada por la lluvia, se puede ver el esfuerzo de estas mujeres que desean conocer algo parecido al triunfo, y anhelan llevárselo a casa para repetirlo dentro de ocho días. Lo más extraordinario es que viven en la incomodidad, lo que las lleva a mentarle la madre al árbitro, a reclamar con energía una mano dentro del área, a no dejarse intimidar por la figura masculina del silbante.  

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Fotografía cortesía de la autora
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