Tierra Adentro
Night Music (1986) Stan Brakhage.

Jean-François Lyotard, en su ensayo “Acinema”, propone analizar una película a partir de términos económicos: cada parte tiene un valor de cambio y su sentido proviene del comercio con otros momentos que, a su vez, tendrán valor de cambio, y se traducirán en otros elementos, etcétera.

Es una especie de “economía narrativa”, donde sólo los extremos de una historia escaparían al ciclo del intercambio (al ciclo del capital, según Lyotard): el inicio es un prevalor, lo que abre la posibilidad de éste; el final es un ultravalor, por lo que todo se intercambia y, por tanto, ya no se transforma en otra cosa.

Una de las características del valor es que se disuelve en el consumo (piénsese en la comida); de la misma manera, en la economía narrativa, las partes desaparecen. Al ser el cine un arte que se inscribe en el tiempo, la fugacidad de las escenas es evidente: una escena da pie a otra sólo con la condición de que deje de estar en pantalla.

Una buena economía narrativa es aquella en la que sus valores de uso tienen una equivalencia entre ellos. El sustantivo es, entonces, la necesidad. ¿Qué escena es necesaria para comprender la siguiente?

Para Lyotard dirigir una película es crear un esquema de selección: qué elementos tienen un valor intercambiable entre ellos, cuáles pueden circular sin que haya un exceso ni una deficiencia. Una buena historia es aquella circular, que contiene a la unidad.

A partir de esta unidad se crea un sentido de organización y un juicio de exclusión: que si incluye este encuadre, o que si aquel. Es, al mismo tiempo, una economía del espectador: qué vale la pena ver, no en el sentido de gusto sino de posibilidad de comprensión sobre lo que observa.

El cine suma momentos inevitables, intercambiables dentro de la película pero no externamente. El final, ultravalor, responde con una pregunta: ¿todo fue necesario para llegar al punto culminante?, ¿sobran o faltan elementos para llegar al valor absoluto del desenlace? La respuesta dará el criterio para evaluar si tenemos una economía saludable o una con fugas.

Sin embargo, para Lyotard, el cine, al ser arte, no puede quedarse en la inversión perfecta.

Adorno había establecido que los fuegos artificiales son el paradigma del fenómeno artísico: un montón de fuerzas libidinales (para hablar desde el psicoanálisis) que resultan nada más en la explosión de éstas. Lyotard propone que, lejos del cine comercial, las películas experimentales se acercan más a la pirotecnia que a la economía. Él lo denomina el “acine”.

El acine tiene dos polos de exceso: la inmovilización y la movilización.

El primero habla de la tendencia de lo representado (lo que se filma) a permanecer. Si existe un montaje donde la secuencia no responde a una economía saludable, las unidades mínimas pugnan por su estancia total: las imágenes, al no tener conexión de necesidad con las que les antecedieron y precedieron, reclaman la presencia que hace cortocircuito: total inmanencia. Una película así sería imposible. Tal vez la pintura (que es una sola cosa dada en el tiempo, y muchas en el espacio) se acercaría a esta inmovilidad.

El segundo, la movilización, habla del soporte: más allá de las imágenes individuales, lo que importa es el medio, es decir, el cine como abstracción. Aquí lo importante es que la cinematografía se mueva más allá de lo representado. No existe la necesidad en lo que se graba (no hay nada que esté por razones económicas), pues lo que importa es que el aparato fílmico se exprese sin concretitudes. El encuadre, el zoom, el montaje, la iluminación, todo está al servicio no de una imagen (una representatividad) sino del medio. La película ideal, según este extremo, enunciaría una cámara que sólo proyecta, sin contenido en pantalla, una pura luz.

Ambos polos son imposibles, exigen del cine una desarticulación de lo que es (representación en el tiempo, por un lado, y representación de algo, por el otro). Sin embargo, Lyotard sostiene que estos extremos permiten al cine salir de las coordenadas del valor, del consumo y del producto.

La serie Preludes (1995-1996) y Mothlight (1963), de Stan Brakhage (uno de los cineastas experimentales estadounidenses que compartió palestra con Deren y Anger), ejemplifican la imposibilidad y presencia de los polos.

En Preludes, se asiste a una especie de pintura temporal. Brakhage incidía físicamente en la cinta (la pintaba, la rayaba, le pegaba objetos) y después proyectada los resultados. Así, durante minutos, se ven pasar rayones y manchas de pintura sin una solución de continuidad. Si se adelanta la película algunos momentos, no se nota el corte. Sin embargo, hay una sensación de fraude al hacer esto, como si perderse una sola de las imágenes fuera faltar a la película.

Esta serie es la inmovilidad extrema de cada imagen. Uno no puede sino pensar en que todo lo que se muestra en Preludes tiene poca importancia y, por eso, los momentos se vuelven igual de imprescindibles: al hacer un juicio de equivalencia en una película sin picos narrativos o estéticos, la visión se obliga a darle eminencia a cada detalle, a cada rayón de Brakhage.

Mothlight es más amable: al menos hay reconocimiento de la imagen. Brakhage construyó esta película al pegar sobre la cinta alas de mariposas, moscas y polillas. Lo que se ve en Mothlight son órganos que, casi indistinguibles, duran en escena dos o tres segundos. También, como en Preludes, la necesidad se vuelve una totalidad aplastante: cada ala quiere permanecer con tanta fuerza que ninguna es más importante que la otra y, lo peor, ninguna muda en otra, todas permanecen y, al mismo tiempo, ninguna.

El polo de la movilización-abstracción que señala Lyotard es el radical de lo representado. En dos momentos, Brakhage se acerca a este extremo: en Black Ice (1994) y The World Shadow (1972).

En ambas películas, el cine como medio, su capacidad de movimiento en abstracto, es el objetivo. Mientras que Black Ice está más allá de la figuración, The World Shadow experimenta con el formato de la representación: investiga sobre enfoques, sobreexposiciones y distintos tipos de cinta sobre un plano estable de árboles en el bosque. El paisaje es la excusa para pesquisar sobre las soluciones visuales. Lo que se mueve hasta el paroxismo en The world shadow es la cámara y sus posibilidades.

En Black Ice, la meta no son los caminos de una máquina, sino su proyección. Por medio de intervenciones en un laboratorio, los planos de este cortometraje se intercambian: el plano más alejado se acerca constantemente (un tipo de visionado en tercera dimensión), mientras que el más cercano cambia sin cesar. Black Ice, a diferencia de The World Shadow, huye de la figuración como de la peste. Aquí ya no hay formas observables sino movimiento puro, cine en su más desnuda expresión.

Tal vez el cine que propone Lyotard no es el cine que realizó Brakhage. Tal vez la búsqueda de ambos es imposible. Sin embargo, y como bien recuerda el teórico francés, los polos sirven para escapar de la cárcel de la narrativa económica o, al menos, deja ver a través de los barrotes.

En sentido estricto, todo lo que se considera “bueno” o “bien logrado” en estética, es una convención social que se solidificó como propedéutica. Brakhage y Lyotard buscan darle la vuelta pagando el precio que tiene rozar en los límites: ya no hacer cine o perder el tiempo (del creador y del espectador).

 


Autores
La redacción de Tierra Adentro trabaja para estimular, apoyar y difundir la obra de los escritores y artistas jóvenes de México.
(Chihuahua, 1986) vivió en Toluca y ahora en el Distrito Federal. Próximamente será maestro en filosofía. Ha publicado en las revistas Los bastardos de la uva, F.I.L.M.E., Icónica, Registromx y El portal de Toluca. En este momento forma parte de Kinotecnia cineclub.