Durante mucho tiempo, no sabía qué era más importante, lo que existe o lo que no existe
Adam Zagajewski murió el año pasado. Llegó la primavera, pero el poeta no logró saber cómo se abrirían las flores polacas, o que ramas acabarían conquistando los pájaros también polacos, o sí los ríos que se formaron después de que la nieve polaca se hubiera derretido, cruzarían una vez más las ciudades para ir a dónde sea que van los ríos. O si pensamos en la famosa copla de Jorge Manrique, pues entonces digamos que el poeta ha llegado sin posibilidad al retorno, al último y más sediento mar al que todos en algún momento irremediable, llegaremos.
La poesía de Zagajewski tiene siempre la urgencia de decirnos, desde la quirúrgica precisión del ocioso que se detiene a mirar qué hay detrás de los árboles, o qué vive debajo de las piedras, que la vida en realidad se trata de usar el lenguaje para nombrarnos a partir de todo un movimiento que se funda siempre en el exterior pero que termina, sin duda, correspondiendo con esa pulsión de animal que va a morir, y que lo sabe, no por el dolor anunciado en la carne, sino porque puede deletrear las propias causas de su muerte.
Dice en un poema de su libro Tierra del Fuego:
Podría ser feliz, viviría tranquilo,
si no fuera por esa luz que estalla,
fuera de la ciudad cuando amanece
cada día, cegando mi deseo
y ahí nos damos cuenta que lo que se está diciendo no es un reclamo que surge desde un vago sentimiento de angustia o como ese sufrimiento, muchas veces gratuito, con el que están cargados los pensamientos de cualquier domingo por la tarde, en realidad, es ahí, en ese reconocimiento de la carencia de felicidad donde encuentra la fuerza necesaria para saberse ciudadano de un mundo que no termina por donarse a nosotros, pero que puede ser descrito y domesticado, quizá, desde la metáfora. Por eso sentencia que en la poesía están todas las explicaciones. Y entonces, cuando acudimos a sus poemas, encontramos, no una respuesta inmediata y fácil de lo que son o podrían ser las cosas, sino, viene de otro lugar, uno que adquiere una potencia a la que no se puede ser indiferente. Llegamos así a la explicación por medio de una imagen que siempre deja una huella.
Las explicaciones que nos da Zagajewski son huellas, algo queda impreso en nosotros, y no puede ser evadido, ni mucho menos borrado. Al leerlo, se llega no solo a la poesía por el simple hecho de reconocer sus dimensiones en términos literarios, sino que se llega a eso que implica el gesto poético en su naturaleza más honesta y tangible, es decir, un abrir y cerrar de las palabras para adquirir un significado que no sabíamos que podían tener, pero que, por medio del presente del verso, se configuran para siempre como la materia viva de algo que ya formará parte de nosotros.
Recorremos con Zagajewski, en cada uno de sus libros, la crónica de una vida que se constituyo por la constante reflexión sobre el mundo y los procesos que tiene cada objeto para tener una gravedad inmensa. Y esta gravedad es alcanzada por el poeta al saber y compartirnos esta extraña alquimia que existe en las palabras, la cual reconoce y le permite al lenguaje sobreponerse a su condición utilitaria para transformarse en esa materia inflamable, violenta y generosa llamada poesía.
Así, no importa que nunca hayamos estado en los lugares que el poeta menciona, o que no hayamos amado a las personas que Zagajewski amó, o que jamás viéramos los mismos pájaros, atardeceres y ríos que tan pausadamente cantan en sus poemas. Cada lugar y cada cosa pasan a formar parte de nuestro propio mundo, uno en el que esa tristeza y a veces humor que habitan en los versos nos es donada como si todo el tiempo hubiera sido parte de lo que somos. Siendo sintéticos, la poesía de Adam Zagajewski es un reconocernos.
Ese es el gran logro, y apuesto que esa familiaridad que nos funda el poeta a partir de lo que nos dice, ha sido mucho de lo que permite leerlo sin sentir el peso de la necedad con la que a veces está cargada la poesía que se refugia en lo abstracto para significar. Aquí no hay pretensión más que la de narrar y narrarse desde lo que se ve y se padece, y así, nosotros vemos y padecemos, y en muchas ocasiones logramos encontrar el hallazgo del verso que termina por ser un aforismo que no vuela la cabeza, nos reconforta, nos avienta hacia un lugar muy adentro de nuestros nombres o nos repele, y esto último no significa que el rechazo sea algo peyorativo, en realidad es una muestra de la violencia que pueden tener algunas imágenes para causarnos algo que nos obliga a cerrar el libro y mirar por la ventana para repetirnos una y otra vez la pregunta por lo que somos.
Yo cambiaría cada palabra que he escrito por estos versos del poema Autorretrato,
No soy hijo de la mar,
como escribió sobre sí mismo Antonio Machado,
sino del aire, la menta y el violonchelo,
y no todos los caminos del alto mundo
se cruzan con los senderos de la vida que, de momento,
a mí me pertenece.
Si, murió Adam Zagajewski, sin embargo, más allá de la frase simplona de que un autor seguirá viviendo cada vez que es leído, pienso, que cuando un poeta muere, también fallece una parte de la lengua. Leerlo entonces será leer una lengua muerta, y nosotros, por el tiempo que nos toqué seguir creando metáforas, solo tendremos la pequeña traducción del mundo que habita en cada poema de Zagajewski, entendiendo que jamás podremos abarcar su lenguaje.