Tierra Adentro

Esta columna se llama De teatro y cosas peores por una razón: lo que pasa antes de que haya teatro y después de que lo hay es —en muchos casos— algo parecido a lo que sucede en las peores tragedias, y más en las shakespereanas donde todos acaban muertos, enojados, frustrados, locos… será que hemos leído tantas obras de este tipo que ya sabemos cómo acaba el héroe y nos las repetimos sin cesar. En este caso, el protagonista de la tragedia es el director teatral: el más temido, el más criticado.

Antes, un director era una persona que llamaba a los actores, montaba un texto y lo mostraba al público. Después vino una revolución en la que se convirtió en creador porque el texto y la actoralidad comenzaban a buscar nuevos territorios de exploración. Se dice que el siglo XX fue el siglo de los grandes directores de teatro, de cine, de danza, pero sus alumnos decidieron volcarse a la escena y, desde hace más o menos veinte años —o cuando yo empezaba a estudiar teatro—, ya no fue tan fácil encontrar un buen maestro de dirección o una buena escuela de dirección. Podríamos pensar que para dirigir no se necesita estudiar, es decir, ¿cómo se le enseña a un joven director a tener don de gentes, a saber lidiar con las emociones de los actores, a continuar después de cada proyecto que no se concreta; a trabajar arduamente cuando los actores abandonan porque tienen proyectos más interesantes —o no entienden tus ideas— o cuando es imposible encontrar presupuesto para hacer esa obra que pasa años en una carpeta como carta a los Reyes Magos?

Se hacen muchos talleres de producción porque se piensa que un director necesita dotes de productor para gestionar su proyecto, y sí, efectivamente los necesita, pero el error está en que no se trabaja en el arte del director sino en sus capacidades de producción, quizá por ello tenemos más productores que directores de teatro.

¿Cómo se forma un director de teatro?

Tengo amigos directores de teatro muy talentosos, con una creatividad infinita y no les importa en absoluto lo que otros piensen de su trabajo; ellos o ellas están convencidos de que su idea es la mejor, que a nadie se le ha ocurrido antes; están un poco locos, pero creen, creen en lo imposible; tardan el tiempo que tienen que tardar para hacerlo, intentan con un actor y si no funciona lo cambian, vuelven sobre sus obras anteriores, revisan sus notas, tienen notas; tienen conciencia de su propio camino, se van haciendo de un equipo, tienen lo que se denomina en francés la démarche artistique: el camino del artista es la espina dorsal desde donde el creador trabaja (sus búsquedas, sus temas, la estética que marca su forma, etc).

Algo muy simple, que en otras artes es casi una de las primeras preguntas que un maestro te haría, es saber: ¿De qué quieres hablar?, ¿cuál es tu búsqueda?, ¿cuál es tu aportación al campo?

Quizá hace falta que en las escuelas de teatro se comiencen a hacer estas preguntas para transformar la formación teatral; un actor se preguntaría: ¿desde dónde quiero aportar a la actoralidad? Esto tiene que ver con qué tipo de actor quiero ser. Lo mismo un director: ¿Quiero ser un director de textos clásicos y transformarlos en una dramaturgia contemporánea?, ¿quiero hacer dramaturgia colectiva?, ¿me interesa más la imagen, la palabra? El cuerpo, cómo voy a trabajar el cuerpo,  etcétera.

Por esto los directores de teatro están en extinción y eso es un problema, porque no se sustituyen por un trabajo colectivo. El trabajo colectivo es una búsqueda muy interesante que toma parte importante del quehacer de los artistas y de su toma de decisiones, Pero aunque esta figura sigue siendo fundamental a la hora de crear una puesta en escena, son los artistas quienes levantan un proyecto, quienes proponen una idea, quienes crean una dramaturgia escénica y logran conjuntar un grupo de actores con capacidades específicas ad hoc con su estética. El camino de los directores jóvenes es arduo, se enfrentan a los cánones clásicos pero también —y eso es preocupante— a los cánones del teatro contemporáneo: parece que se clavan en una forma preestablecida, como si se tratara es de copiar estéticas más que desarrollar la propia, como si tuvieran que seguir la moda (parecido a lo que hacen los directores de teatro comercial, pero en el teatro independiente). ¿Realmente tiene sentido copiar cánones que quizás aquí a nadie le interesan? ¿No es mejor proponer desde la propia imaginación algo que a nosotros nos guste, que nos llame la atención?

Pocos son los directores que toman ese camino porque de la cartelera teatral, de las cientos de obras que se presentan en la ciudad de México, pocos son los que se destacan por un discurso personal; no se trata de competir sino de mirar el campo de acción, no se trata de ver si un director tiene las cosas más claras que otro, porque volvemos al punto de la homogeneización: el camino que un director haya encontrado no siempre es el camino a seguir. Tendríamos que aprender a vivir en la diversidad de todos los sentidos, de metodologías, sin que haya una única forma de llegar a una meta; diversidad de estéticas, discursos, objetivos, actoralidades, dramaturgias. La diversidad fomenta la calidad porque hay libertad.

Las épocas más ricas en arte han sido en las que, a partir de una crisis de identidad, los artistas se vuelcan en sí mismos, en sus propios conceptos, en sus propios miedos e imágenes para hacer lo que en verdad quieren expresar. Quizá ahora vivimos una crisis de identidad fuerte donde la razón para hacer una puesta en escena no tenga más sentido que expresar lo que uno desea ver, lo que uno desea materializar. Estamos rodeados de tanta información y entretenimiento que veo complicado la idea de que los grandes públicos y los grandes éxitos puedan existir o ser el objetivo del teatro; las micro esferas del arte parecen la forma natural en la que los artistas nos movemos, es decir, hacerlo por propia satisfacción y entonces la pregunta obligada es: ¿si a nadie le importa lo que hacemos, lo que escribimos, por qué no hacerlo en plena libertad?

Miro a los directores de teatro y a veces los veo tan preocupados por el presupuesto, por pagar a los actores, el teatro, la publicidad; veo las convocatorias de Conaculta y del INBA tan enfocadas en la parte mercantil o en las formas de financiar, que es de lo único que se habla. Se habla de cuánto pagar, cuánto ganar, pero escucho muy muy poco de lo que realmente quieren lograr como directores, cuál es la huella que quieren dejar, cómo se imaginan su próxima obra. He visto a buenos directores de teatro desaparecer ante la embestida de esas convocatorias donde todo lo que tienen que hacer es pasar notas, facturas y dejan de pensar en lo que en un principio los llevó a hacer teatro; veo a tantos amigos actores, y productores perderse en el limbo kafkiano de ese hacer, como si fuera el único o lo único que valida la calidad artística. Es un gravísimo error reconocer sólo a quienes entran en esos gajes del gremio: se premia a quien se rompe en pedazos ante esas facturaciones y pedidos que, además, no los llevan más que a desgastarse. Al final, después de entregar todos esos papeles, no reciben el dinero y así viven a la espera de que esto o aquello funcione, ¿para qué? Todo esto ha hecho que muchos jóvenes con talento desistan porque no hay tiempo para pensar en el trabajo personal porque hay un camino lleno de agendas y rutas críticas que sólo de escribirlo me he cansado, sólo de pensarlo me dan ganas de tomarme vacaciones y tomar caipiriñas.

Por esto, entre una cosa y otra, los directores de teatro están en extinción y si no hacemos algo pronto, si no paramos esta vorágine del sistema, si no creamos rutas alternas que nos den respiro y libertad, creo que llegará el momento donde los teatros queden completamente vacíos y quizá volvamos a hacer teatro en nuestros jardines, en las fiestas, se acabó. La otra es que quienes tienen posibilidad de cambiar esas horribles convocatorias vuelvan a pensar en cómo realmente ayudar a la producción y no solamente en cómo cobrar y pedir papeles fiscales al quien se le ocurra cruzar una puerta para pedir apoyo.

 


Autores
(Ciudad de México, 1978) es dramaturga, escritora de narrativa y ensayo, directora teatral e investigadora. Sus textos se han llevado a escena y se han presentado en festivales de dramaturgia en Canadá, España, Argentina y México. Recibió el Premio Airel de Teatro Latinoamericano, Toronto, 2013 por su obra Palabras Escurridas y el Premio Internacional de Ensayo Teatral 2013 por Territorios textuales. Sus relatos se editan tanto en México como en España. Actualmente prepara dos nuevos montajes con su compañía Mazuca Teatro e imparte el seminario El teatro como territorio de la palabra en 17, en el Instituto de Estudios Críticos.