Tierra Adentro

Henriette Binger, la madre de Roland Barthes, murió el 24 de octubre de 1977 a los ochenta y cuatro años. Al día siguiente, Barthes cortó varias hojas de papel en cuatro partes: rectángulos. Montones de papeletas en donde, como dice Nathalie Léger, no escribiría un «libro acabado» pero sí una «hipótesis»: mapas sobre la experiencia dolorosa de la pérdida y la desposesión del otro.

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En Diario de duelo, son numerosas las ocasiones en que Roland Barthes menciona la casa donde vivió con su madre. No se refiere a las características del espacio sino al «modo de vida» que compartían en éste. Repetirlo: «Compartir los valores de lo cotidiano silencioso», escribió el filósofo y lingüista francés, era su manera (silenciosa) de recordarla y de «conversar con ella».

Por lo tanto, a partir de la muerte de su madre, y de que el duelo dejó de pertenecer al conjunto de «saberes prestados», Barthes comenzó a detestar los viajes. Le molestaba la sola idea de irse, de ausentarse y de dejarla sola. «Viajar —escribió en 1978— es separarme de ella», sobre todo «ahora», que sólo es «lo más íntimo de lo cotidiano»: determinadas formas de cocinar y de preparar los alimentos, el té con que acompañaría la comida, el orden de los cubiertos y de la vajilla sobre la mesa, y la elección de las palabras para avisar, si había alguien más en casa, que la cena estaba lista.

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Mantener el «modo de vida» de ese departamento ubicado en el sexto piso de la calle Servandoni, muy cerca del Museo de Luxemburgo y también cerca, a unas cuadras, del barrio de Saint Germain des Prés, se convirtió en un espacio regido por el tiempo de lo sagrado: una cita siempre incumplida y, quizá por ello, luminosamente necesaria.

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Desde que inició mi proceso de migración al norte, suelo pensar mucho en el duelo provocado por los desplazamientos y despedidas. Pero ¿qué pasa cuando, a diferencia de lo vivido por Roland Barthes, no se está en duelo por una persona sino por la casa misma? ¿Cómo se traduce en el cuerpo que se desplaza la fatiga y la aflicción provocadas por el viaje? ¿Cómo elaborar el duelo cuando no está ni el lugar ni las personas que reconocerían el significado de las acciones en el «orden de lo doméstico», en esa «alianza —como decía Roland Barthes— de la ética y de la estética» en la vida diaria?

En Un séptimo hombre, el libro que John Berger dedicó a la migración en Europa durante la década de los sesenta, el viejo ensayista explicó el duelo a partir del presente, como el único tiempo disponible en la vida del migrante. Para elaborar el tema, el ensayista recurrió a los objetos que los trabajadores, en la Suiza o en la Alemania del siglo XX, resguardaban en sus maletas: objetos con vida propia que, en mucho, les recordaban sus hogares. Quizá por eso cuando estaban en las barracas en donde dormían, los migrantes vestían algo que antes utilizaban en casa: «una bata, una camisa de color [rojo], sandalias abiertas, un gorro, [o] quizá un chal de lana». En los «pliegues» de esas prendas, escribió Berger, se encontraban «residuos del pasado» que servían como aislantes físicos para el presente.

Al utilizarlas, desplazándose por las barracas, los migrantes redibujaban los contornos de las estructuras arquitectónicas que conocían y reconocían como su casa.

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Ya avanzado su diario, cuando el duelo ya no era un «acontecimiento» sino otra cosa, algo de «otra duración, amontonada, insignificante, no narrada, [y] gris», Barthes aseguró que le parecía «estúpida» la idea «suprimir el duelo»; no le interesaba suprimirlo sino «transformarlo»: Llevarlo de lo estático de la piedra al flujo fresco y rápido del río caudaloso.

De acuerdo a John Berger, en el caso de los migrantes, la elaboración del duelo tenía que ver principalmente, con la reconstrucción del presente y con la reactivación o recuperación del futuro y del pasado como tiempos disponibles.

Hace unos días, platicando sobre el duelo migratorio, recordé una nota recientemente publicada en Facebook por el antropólogo zapoteco Jaime Martínez Luna (#tíoyim): «A todos nos parece insultante, [la idea de] pertenecer a». Se nos han inculcado tanto, y tan eficientemente, las de «independencia», las de «autonomía individual» y de «libertad», que el «pertenecer a… [nos] resulta una grosería». Más adelante, el autor de Eso que llamamos comunalidad asegura que resulta urgente reconocer nuestros lazos de dependencia a otros: reconocer, en palabras de Emmanuel Levinas, que yo sólo soy en tanto otro.

Es muy probable que en pocos casos, como en la migración, con la desorientación que llega, uno se sienta más vulnerable y más dependiente de los otros. Lo importante, en este caso, no sería el reconocimiento de la propia vulnerabilidad sino de la responsabilidad (que no es otra cosa que agradecimiento) con las comunidades que «deja» y, por supuesto, con las que va formando mientras recorre eso en capas, «inmutable y esporádico» que «no se gasta», conocido como duelo.