Diez días en un manicomio XIII
Capítulo XIII
Estrangulando y golpeando pacientes
La Srta. Tillie Mayard sufrió enormemente por el frío. Una mañana se sentó en la banca junto a mí y estaba amoratada del frío. Sus extremidades se sacudían y sus dientes tiritaban. Le hablé a los tres cuidadores que estaban sentados en la mesa al centro del piso con sus abrigos puestos.
—Es cruel encerrar personas y luego dejar que se congelen —les dije. Contestaron que tenía puesta la misma cantidad de ropa que el resto y que no recibiría más. Justo entonces, la Srta. Mayard comenzó a convulsionarse y todas las pacientes la miraron asustadas. La Srta. Neville la atrapó en sus brazos y la sostuvo, aunque las enfermeras dijeron con aspereza:
—Déjala caer al suelo, eso le enseñará una buena lección —la Srta. Neville les dijo lo que pensaba de sus acciones y luego recibí ordenes de dirigirme a la oficina.
Justo cuando llegué, el superintendente Dent se acercó a la puerta y le manifesté la condición de la Srta. Mayard y la manera en la que estábamos sufriendo. Sin lugar a dudas, hablé con absoluta incoherencia, pues expuse el estado de la comida, la condición de la Srta Mayard, el trato de las enfermeras, su renuencia por darnos más ropa y el hecho de que continuaban diciéndonos que, ya que el manicomio era una institución pública, no podíamos esperar ni siquiera un poco de amabilidad. Asegurándole que no necesitaba asistencia médica, le dije que fuera con la Srta. Mayard. Así lo hizo. Me enteré después por la Srta Neville y los otros pacientes de lo que aconteció. La Srta. Mayard seguía sumida en su estado de conmoción, la pescó de la piel entre las cejas o de algún punto por ahí y pellizcó con fuerza hasta que su cara se puso roja del flujo de sangre a su cabeza, y finalmente volvió en sí. Todo el día siguiente sufrió de un terrible dolor de cabeza y de ahí en adelante siguió empeorando.
¿Loca? Sí, loca; y conformé observaba la locura apoderándose poco a poco de la mente que en un principio aparentaba estar sana, maldije en voz baja a los doctores, a las enfermeras y a todas las instituciones públicas. Algunos dirán que ya estaba loca desde antes de su confinamiento en el asilo mental. Aun si ese fuera el caso, ¿era este el lugar adecuado para enviar a una mujer convaleciente para que le den baños fríos, privada de suficiente abrigo y alimentada con comida horrible?
Esa mañana tuve una larga conversación con el Dr. Ingram, el ayudante del superintendente del asilo. Me di cuenta que él era amable con las pacientes desamparadas a su cargo. Comencé de nuevo con mi queja sobre el frío y tras oírme, llamó a la Srta. Grady a la oficina y ordenó que le dieran más ropa a las pacientes. La Srta. Grady dijo que si me hacía al hábito de acusar me traería problemas, me lo advirtió a buen tiempo.
Muchos pacientes en búsqueda de chicas desaparecidas vinieron a verme. Un día, la Srta. Grady gritó desde el pasillo:
—Nellie Brown, te buscan.
Fui a la sala de estar al final del pasillo, donde me esperaba sentado un caballero que me había conocido íntimamente desde hace años. Me di cuenta por la palidez de su rostro y su incapacidad de hablar que no esperaba verme ahí, y esto lo había impactado enormemente. En un instante me decidí que, si delataba mi identidad como Nellie Bly, diría que nunca lo había visto antes. Sin embargo, solo tenía una carta por jugar y decidí arriesgarme. Con la Srta. Grady rondando a unos cuantos metros, le susurré apresuradamente y de manera cortante:
—No me delates.
Supe que me entendió por la expresión de sus ojos, así que le dije a la Srta. Grady:
—No conozco a este hombre.
—¿La conoce? —preguntó la Srta. Grady.
—No; esta no es la señorita que estoy buscando —respondió con una voz forzada.
—Si no la conoce, no puede quedarse aquí —le dijo y lo llevó a la puerta. De pronto entré en pánico, pues temía que él pensara que me habían traído aquí por error y le dijera a mis amigos que intentaran liberarme. Así que esperé a que la Srta. Grady abriera la puerta. Sabía que debía de volver a cerrarla antes de poder irse y el tiempo que le tomaba hacer esto me daría una ventana de tiempo para hablar, así que lo llamé:
—Un momento, señor —volteó a verme y le pregunté en voz alta:
—¿Habla español, señor? —y luego susurré— Todo está bien. Estoy buscando algo importante. Quédate quieto.
—No —respondió con un énfasis peculiar, el cual supe que significaba que guardaría mi secreto.
Las personas del mundo exterior no pueden ni siquiera imaginar la longitud tortuosa de los días en esos asilos mentales. Parecían nunca acabar y aprovechábamos cualquier excusa que nos diera algo de qué pensar o de qué hablar. No hay nada que leer y el único tema que nunca pasa de moda, es evocar los deliciosos platillos que comerán tan pronto como salgan. Miraban ansiosamente el reloj, a la espera de que el bote encallara para ver si había otras almas desafortunadas que se unían a nuestras filas. En cuanto las arrojaban adentro de la sala de estar, las pacientes intercambiaban comentarios compasivos por las novatas y ansiaban mostrarles algún gesto de simpatía. El Pabellón 6 era el vestíbulo principal, por lo que veíamos desfilar por ahí a todas las recién llegadas.
Al poco tiempo de mi llegada, trajeron a una chica llamada Urena Little-Page. Ella era, desde el momento en que nació, algo tonta; y su talón de Aquiles era, como lo es para muchas mujeres, su edad. Decía tener dieciocho y se enfurecía si le decían lo contrario. Las enfermeras no tardaron en enterarse de esto y comenzaron a molestarla.
—Urena —dijo la Srta. Grady— los doctores dicen que tienes treinta y tres en lugar de dieciocho —y las otras enfermeras soltaron una carcajada.
Siguieron molestándola hasta que la inocente criatura empezó a llorar y gritó que quería regresar a su casa y que todos la maltrataban. Después de que se cansaron de torturarla hasta sacarle lágrimas, comenzaron a regañarla y a decirle que se quedara callada. Se puso más y más histérica hasta que se abalanzaron sobre ella, la abofetearon y golpearon su cabeza violentamente. Esto hizo a la pobre chica llorar más, así que la estrangularon. Sí, realmente la estrangularon. Luego la arrastraron al clóset y oí sus gritos aterrorizados atenuarse hasta que se convirtieron en alaridos asfixiados. Después de desaparecer por varias horas, regresó a la sala de estar y vi con toda claridad las marcas de los dedos de las enfermeras en su garganta por el resto del día.
Este castigo pareció despertar su apetito por aplicar más. Regresaron a la sala de estar y atraparon a una mujer de cabello grisáceo, a quien, según había oído, llamaban tanto Srta. Grady, como Srta. O’Keefe. Estaba completamente loca y casi nunca paraba de hablarse sí misma o a otros a su alrededor. Siempre hablaba en voz baja; en esta ocasión, se encontraba sentada parloteando consigo misma sin molestar a nadie. La tomaron de los brazos y sentí una punzada en el corazón cuando empezó a gritar:
—¡Por amor a dios, señoritas, no dejen que me golpeen!
—¡Cállate, mujerzuela! —dijo la Srta. Grady agarrándola de las greñas, y la arrastró afuera del cuarto mientras chillaba y suplicaba. También la llevaron al clóset y sus aullidos bajaron de intensidad, hasta apagarse por completo.
Las enfermeras regresaron al cuarto y la Srta. Grady señaló que había “calmado la vieja estúpida por un rato”. Le dije a algunos de los médicos de lo ocurrido, pero no le prestaron importancia.
Uno de los personajes del Pabellón 6 era Matilda, una viejita alemana que, según creo, se volvió loca después de perder su fortuna. Era pequeña y tenía una bonita complexión rosada. No daba muchos problemas, solo en algunas ocasiones. Le asignaban tareas extra cuando hablaba por las tuberías de vapor o se paraba en una silla y hablaba por las ventanas. En sus conversaciones, maldecía a los abogados que habían embargado su propiedad. Las enfermeras no parecían tener problema con burlarse de un alma vieja. Un día, me senté junto a la Srta. Grady y la Srta. Grupe y las oí decirle a Matilda un montón de nombres viles para la Srta. McCarten. Tras indicarle que dijera estas cosas, la mandaron con la otra enfermera, pero Matilda probó que incluso en su estado, tenía más sentido común que ellas.
—No te lo puedo decir. Es privado —era todo lo que la oí decir. Vi a la Srta. Grady, pretendiendo hablar con ella, escupirle en el oído. Matilda se limpió la oreja discretamente y no dijo nada.