Después de Lo que viene
El sexenio de Felipe Calderon Hinojosa marcó uno de los periodos más violentos en nuestro país. El grupo Teatro Ojo, en recíproca correspondencia con el presente, a partir de diferentes ediciones del periódico La Jornada, exploró una forma nueva de vincular la escena con la realidad mexicana a través de la pregunta ¿cómo se vivieron, o se viven, los días de ese sexenio signado por la muerte? Aquí, Patricio Villarreal Ávila nos cuenta acerca del proyecto Lo que viene.
Ese tiempo que no es exactamente el pasado tiene un nombre: es la memoria.
G. Didi-Huberman
18 de octubre 2012.
Apenas unos minutos después del mediodía, un hombre de casi noventa años realizó desde la ciudad de Pachuca, Hidalgo, la primera llamada para el proyecto Lo que viene, que consistió en el relato inaugural de un ejercicio artístico que repasaba —desde un lugar subjetivo— el último sexenio mexicano de un gobierno fuertemente marcado por la extrema violencia causada por una interminable guerra entre el Estado y distintos grupos armados vinculados al negocio del narcotráfico, y que a su paso ha cobrado un altísimo número de muertos, desaparecidos, lesionados y desplazados (sin incluir a los sobrevivientes que, de una u otra manera, han sido víctimas de esa confrontación). Así, en medio de este panorama nacional, el hombre habló de su recuerdo más importante y del acontecimiento más significativo vivido en los últimos seis años y que —aparentemente— nada tenía que ver con la situación de violencia general: la manera en que el reciente fallecimiento de su esposa afectaba a su familia, y la forma en que él la recordaba y soñaba. Con este relato inició una emotiva y sorprendente experiencia de encuentros y escucha, de reflexión y reconocimiento, de acción y de espera, donde afortunadamente se abrían dimensiones impensadas e insospechadas de lo teatral y de la escena, de lo grupal y de lo político, de las palabras dichas y de las presencias silenciosas, para repensar y reubicar el lugar y el trabajo de Teatro Ojo como grupo artístico, y de uno mismo como sujeto del arte.
Durante diez días transformamos el Teatro Galeón de la Ciudad de México en un escenario/instalación para recordar y despedir los últimos seis años de un mandato presidencial que terminaba sus días dejando tras de sí —pero todavía presente sin duda alguna— un doloroso recuento de sucesos violentos. Del 18 de octubre al 9 de noviembre del año 2012, desde mediodía hasta las once de la noche, acompañados de casi todos los ejemplares impresos durante el sexenio de Felipe Calderón de La Jornada (único diario que aceptó vendernos en papel todos esos números), buscábamos dinamizar nuestras propias memorias con el constante repaso de notas periodísticas, de artículos, de imágenes, de anuncios, y que en su propia forma anacrónica nos desafiaba en el intento mismo de hurgar en los sucesos ocurridos para ubicar algo de una realidad difícil de ver de frente; un presente casi imposible de comprender. Una primera confrontación entre el tiempo gráfico narrado —vuelto verídico— de la información impresa, con el tiempo de nuestras propias reconstrucciones delimitadas por el alcance de nuestros recuerdos. Día a día íbamos añadiendo el diario correspondiente, como contando los días para que terminara de una vez ese oscuro periodo para la vida nacional y personal; ahí mismo, una mesa con un rollo de papel albanene para calcar o dibujar aquellas imágenes o frases que uno quisiera sacar del papel prensa; como paisaje sonoro, una mezcla entre un continuo recordatorio con preguntas que Teatro Ojo hacía a los espectadores ahí presentes, por un lado, y por el otro, la urdimbre de relatos por algunos de aquellos espectadores: sueños, premoniciones, recuerdos, opiniones, preocupaciones, deseos, miedos, odios, etcétera. Y, entre todo esto, cinco micrófonos que invitaban a la gente a hablar, a ser escuchada en vivo, grabada y constantemente retransmitida, dentro y fuera del teatro.
La serie de preguntas lanzadas por Teatro Ojo iban en torno a cómo se habían vivido —o se vivían— los días de ese sexenio; preguntas que buscaban en principio dirigirse a la figura de la persona presente, pero pretendían también ser contestadas —en un afán por pensar lo colectivo— por los mismos habitantes del país. Contestadas desde lo singular, queríamos que los diálogos se entrecruzaran con nosotros mismos, con los demás espectadores, con quienes estuvieran cerca del Galeón, y lograran contaminar con sus palabras más allá del teatro, como en una caja de resonancia. Lejos de historias oficiales y de información legitimada por los medios de comunicación, la intención fue abrir el espacio teatral como posible foro público (ágora) donde pudiera dibujarse otra historia narrada desde la voz y la presencia de quienes participaran in situ en aquella experiencia a través del simple hecho de acompañarnos, de hablarnos, de compartirnos algo suyo, enunciándolo. Se buscaba una pausa, un paréntesis en el continuo quehacer de la producción teatral como producto y mercancía cultural, para así extender el escenario hacia un ejercicio de conversación que nos confrontara, aunque de forma efímera, con nuestro contexto. Como eco narrador de aquellas reflexiones de Walter Benjamin en torno a nuestra crisis moderna —y contemporánea— para producir y compartir experiencias comunicables, nuestro deseo pasaba por permitir/nos encuentros donde tuviera lugar aquello vivido por otros, aquello visto, escuchado, padecido, pensado, deseado, imaginado o soñado por otros.[1] Atrevernos a reinventar la necesidad del habla y de la escucha, del relato que pasa de «boca en boca», de la presencia que aparece en el decir, de la experiencia que se produce cuando uno «presta oídos», de la memoria y transmisión posibles de acontecer en medio de este ejercicio. Que el artificio de aquel espacio y de aquella disposición lograra de esos relatos una otra posibilidad al lado de aquella «gente (que) volvía enmudecida del campo de batalla».[2]
Una dramaturgia otra donde podíamos imaginar, ensayar y provocar nuevos encuentros y otras formas de contar el fragmento de historia que nos atravesaba. Quizás el mismo fragmento que aún nos sigue produciendo heridas que seguirán sin cicatrizar en mucho tiempo. Así, sugerido por una periodista llamada Charlotte Beradt, sobreviviente de la etapa más violenta en la Europa de los años treinta,[3] quien llevó a cabo la «poco razonable tarea» de reunir una gran cantidad de sueños de habitantes anónimos en aquella época de terror totalitario para «ofrecer algo así como un documento psíquico» capaz de dar cuenta de la «sismografía íntima» subyaciendo debajo de un cuerpo social amenazado,[4] Teatro Ojo imaginó este tejido de presencias y voces, de dibujos y escucha para intentar registrar el pulso de nuestro propio decir y de nuestros propios relatos, así como de nuestras imágenes y de cómo éstas toman forma en el momento en que las dibujamos, liberándolas. Temblores vivos dando luz a nuestros propios y más íntimos fantasmas. Aquel efímero encuentro devenía en un ensayo para pensar una posible política nocturna —para decirlo con las palabras de López Petit—,[5] donde deseábamos poner entre paréntesis esa realidad hecha una con el panorama de violencia que todavía nos enferma y nos ahoga hasta el día de hoy; donde desahogar el miedo o el odio, la alegría o la euforia, la tristeza o la desesperación, equivaldrían a vernos, escucharnos y reconocernos en la mirada, en la atención del otro, a la espera siempre de estar con ese otro, ser ese otro.
La pregunta en torno a qué decimos cuando pronunciamos la palabra «comunidad» nos acechaba. ¿Qué queda de «común» cuando decimos «México» después de estos últimos años de desastres violentos?, ¿qué fantasmas emergen cuando nombramos estados como Chihuahua (Lote de Bravo, Villas de Salvárcar), Tamaulipas (San Fernando), Nuevo León (Casino Royale) o Veracruz (Zongolica), por nombrar sólo algunos?, ¿qué panoramas podíamos barruntar de aquellos destellos visuales que aparecían uno a uno en las distintas y muy personales narraciones formando un tejido de écfrasis reveladoras de lo que aún llamamos «nación»? En lo efímero de aquella experiencia, Lo que viene era también una disposición de imágenes singulares compartidas según quien hablara; un tener-lugar, un surgimiento, «una manera manantial» como lo expresa Giorgio Agamben,[6] que se iba dando en nuestro afán de pensar y trabajar con cualquiera. Así, repartidos en diez días, aparecieron mundos distintos, emergentes, en mujeres y varones, en más jóvenes o más viejos, para pensar la familia, soñar con olas, lamentar la frontera norte, imaginar el Popocatépetl, recordar Zacatecas, presentir el fin del mundo, gritar el odio a los dos presidentes de la República (el que se va y el que llega) o echar de menos un barranco habitado por luciérnagas.
A tres años de aquella experiencia, mientras el panorama se vuelve cada vez más enrarecido y la verdad va perdiendo terreno, donde nuevos nombres como Ayotzinapa, Iguala, Apatzingán o Tlatlaya se siguen sumando al paisaje bélico desatado durante la década pasada, y cuando la palabra «común» va mejor con la palabra «fosa» que con la idea de un bien colectivo, pienso en lo corto de aquella experiencia y en lo largo de este suplicio. Me pregunto si habría que insistir hasta el cansancio volviendo a los teatros para convertirlos en resonadores de voces y presencias que hoy siguen vivas y que quieren vivir. Me pregunto —parafraseando a la artista visual Hito Steyerl— si el teatro es también un campo de batalla.[7] Si habría que desmantelar una a una sus formas de producción para convertirlo en una posible trinchera desde donde se disparen nuevos caminos potenciales para imaginar este país, y devolverle al Estado el reflejo de su falla. Tal vez es ese saber-luciérnaga pensado por Didi-Huberman —esos brillos efímeros condicionados por su muerte y desaparición, pero capaz de producir distintos encuentros— lo que haga de nuestros relatos y nuestras presencias una fuerza para organizar el pesimismo creado por nuestras propias premoniciones.[8] Por ahora quedan el placer y la emoción de haber estado ahí entonces, acompañándolos y escuchándolos, pero también la urgencia de volver a reunirnos para hablar, decir o gritar como posible memoria en construcción, como otra posible resistencia.
[1]Walter Benjamin, El narrador (Pablo Oyarzún R., trad.), Santiago de Chile, Edi¬ciones/metales pesados, 2008.
[2]Ibíd.
[3]Charlotte Beradt, Rêver sous le IIIe Reich (Pierre Saint-Germain, trad.), París, Éditions Payot & Rivage, 2004.
[4]Georges Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas ( Juan Calatrava, trad.), Madrid, Abada Editores, 2012.
[5]Santiago López Petit, Breve tratado para atacar la realidad, Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones, 2009.
[6]Giorgio Agamben, La comunidad que viene (J. L. Villacañas y C. La Rocca, trads.), Valencia, Pre-Textos, 2006.
[7]Hito Steyerl, Is a museum a battlefield? 40 minutos, Amsterdam, Stedelijk Museum, 2013.
[8]Georges Didi-Huberman, op. cit.