Derrotados
La derrota a veces tiene, al menos en tercios literarios, un tufillo de supuesta elección estética. Como si en realidad uno pudiera elegir o tuviera a mano facultades para decidir cuándo y cómo perder. Pero así es como lo pintan: un norte desde donde se consigue alcanzar, por medio del infortunio, un estado creativo “genuino”. Suena ridículo y la mayoría de las veces lo es. Los franceses malditos, pertrechados tras la cueva del derrotado spleen, hicieron de todo para huir del tedio. Sobra decir que fracasaron en su búsqueda/huida de lo “nuevo”. Y por tanto, acertaron.
El “arquitectura de la demolición del ser”, desde luego, no sólo da cuenta del hundimiento: surge de allí y es también donde concentra su fuerza. En la contagiosa confusión. Ahora, “saber contar” también puede ser un fracaso. Pero es una clase de fracaso que, por convención, por la búsqueda de claridad como virtud última, no se suele paladear como tal.
En lo deportivo sucede todo lo contrario. La figura del perdedor, conformista o no, da lo mismo, es la sombra premonitoria contra la cual construye su imagen el competidor. La necesita para existir, aunque lo niegue (tal es la mecánica de su relación) y se empeñe en suprimirlo debajo de músculos, adiestramiento y disciplina. El atleta está consciente de la existencia de ese anverso: el derrotado es su doble posible, casi palpable en los momentos de presión máxima, cuando pasa de ser el artefacto último para evitar el cataclismo del yo a un “siniestro anunciador de la muerte”. Sin duda el doble gozó de mejor fama en sus orígenes como alma.
Viendo la transmisión de los Juegos Olímpicos del pasado verano, nosotros terminábamos por desbordarnos también en ese doble, proyectado como apéndice de una nación. Si ganamos, ganamos todos. En la derrota, sin embargo, regresamos a nuestra individualidad decadente, desparramada en el sofá, como dioses huevones y caídos que, tras la quiebra de una religión pasada de moda, habitan un mundo de nueva fe convertidos en “presencias demoniacas”.
El ideario deportivo asegura —en letra minúscula— que nadie se acuerda de los segundos. Es más, no existen, o existen acaso como la curiosidad que disimula el canibalismo íntimo de la competencia. Richard Nixon dijo alguna vez que quedar segundo en los Olímpicos te deja, al menos, una medalla de plata, pero que en política al segundo sólo le corresponde el olvido. Falso: acá se transan alianzas y en el podio de nuestras miserias, un segundón (o tercerón, para el caso), puede agenciarse, sin problemas, una Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte.
La derrota puede ser un suvenir. No nos engañemos: durante Río 2016, la imagen de Hamblin y D’Agostino —las corredoras que tropezaron durante la prueba de 5,000 metros y llegaron a la meta últimas, fundidas en un abrazo— es casi una postal de la Unesco. Se trata de una derrota amabilísima, emperifollada. Deportivismo de manual para ocultar el verdadero rostro de la derrota: el de quien, obsesionado con la victoria, falla en alcanzarla. El que juega, aunque en el fondo juegue con la marca de perder (la órbita del juego termina conduciendo siempre hacia allá), no concibe otra salida que la excepción, es decir, ganar. Una salida de la historia y de la muerte: el que pierde se pierde, por lo regular, a sí mismo, y queda a merced, como todos los demás, del fracaso colectivo de la época.
Una cosa es acostumbrarse a perder por método y otra cosa es normalizar el fiasco. En este país fallido, donde el epítome del fracaso es el Cruz Azul verbalizado, la burla parece ser es el único escape a la rotundidad del desengaño. Propongamos, para el tricentenario la construcción de un Arco de la Derrota en pleno Paseo de la Reforma. ¿Lo de Rommel Pacheco fue un fracaso o apenas un meme? ¿Le debe Aída Román a Aída Román o a Mexiquito o a los contribuyentes o a los que no contribuyen? Los Juegos Olímpicos son el invento de una humanidad que no tiene sitio para la épica, ni en su casa ni en su vida.
Nos gusta ver perder a lo grande, aunque estemos compuestos de pequeñas pérdidas. Por ello, no debe resultar extraño que el género nativo de la derrota sea el diario. ¿Quién va a ser el guapo que le gane a los días? Durante casi treinta años, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro escribió un diario que luego dio forma a La tentación del fracaso, un archivo de obsesiones y perplejidades que traza un paralelo —casi un reflejo— de su propia obra, enorme, por cierto. Podríamos ver el colosal volumen como un triunfo del fracaso, aunque también, como el mismo Ribeyro aclara en el prólogo, un segundo vistazo sugiera una “coartada para no escribir lo que debería de escribirse”. Ahí está el verdadero reto. En el “saber no contar”. En ese caso, la posibilidad de que el soliloquio termine por suplantar una hipotética obra es nada menos que el fracaso del fracaso.
En el que quizá sea su poema más conocido, Elizabeth Bishop asegura que perder es un arte. Prefiero la idea bregada de Lorenzo García Vega: perder es, más bien, un oficio. Una prueba de resistencia, contrarreloj. Ambos coinciden en una cosa: en esto de perder uno se va volviendo mejor con los años. Y en eso estamos. Fallando hasta en fallar.