Tierra Adentro
Ilustración por Pinchi Necro

Imperioso, colérico, irascible,

extremo en todo, con una imaginación disoluta

como nunca se ha visto,

ateo al punto del fanatismo […]

Mátenme de nuevo o tómenme como soy,

porque no cambiaré.

Donatien Alphonse François de Sade

_________

Le pego tan duro que soy como el Marqués de Sade

Rc a Lobo Estepario, FMS México, Jornada 2

 

I. Libertinaje bajo palabra

En los albores del siglo XI, en una ciudad humedecida por el río Arno, enclavada en la Toscana italiana, un monje benedictino encontró en su mano izquierda los esbozos de un sistema de notación musical: el tetragrama. Descendiente sinecdótico de Aristógenes de Tarento, Guido de Arezzo —con la culpa de la impureza en sus labios— concibió un modo de entender el mundo entre cuatro líneas y tres espacios. Sería el Himno a San Juan Bautista el que nominara la altura de las escurridizas notas y prefigurara la notación que persiste hasta nuestros días. En su Micrologus de disciplina artis musicae, el monje fragua el conocimiento polifónico de la Edad Media y así, en la cárcel de la forma, la melodía se encontró manumisa de su condición de breve instante.

Dos siglos después, en la misma ciudad toscana, un sabio vate que escuchaba “en rimas el desvelo del suspirar”, comenzaba la primera advocación femenina del mundo moderno: Laura, que es también el árbol apolíneo, el laurel, y es asimismo, como escribe el estudioso Ángel Crespo, “la identificación, en principio de origen fonético […], de Laura, con l’aura, es decir, el aire, que termina por hacer de la amada un elemento vivificador del poeta”.1 Esta advocación, más allá de un nombre, es también la novedad de un proceso poético.

Como advierte Crespo, Petrarca juzgaba las rimas de su Cancionero, escrito en lengua vulgar como naderías, escritas en “lengua pobre, en comparación con la latina”.2 Es necesario recurrir al egregio autor de la Commedia para esclarecer la sevicia del sentir de Petrarca:

conviene hacer notar que antiguamente no había cantores de amor en lengua vulgar, aunque había algunos que componían versos latinos […] Y lo que movió, se dice, al primero de todos, no fue sino el deseo de darse mejor a entender de cierta dama a quien era desconocida la lengua latina […] la rima fue inventada con el fin de cantar cosas de amor.3

La diferencia entre el poeta y el rimatori era la lengua. Sin embargo, Petrarca, a pesar del sumario juicio sobre sí mismo, encuentra en su Cancionero el camino que la lírica italiana seguirá después de las Tres Coronas del siglo XIV. La emancipación de los cánones establecidos—gobierno, moral y religión— en un ansia libertaria será la constante en los tiempos venideros, no sólo en Italia, sino en el resto de Europa. Si Dante hablaba de la “lengua de oc” y la “lengua de sí”, refiriéndose así al occitano y al italiano en su disertación a propósito de la poesía, ésta encontraría su propio derrotero, y del mismo modo, su libertad, que en pluma de Petrarca es “prebenda del que es siempre amante, libre de toda condición humana”.

 

II. El miedo al libertinaje

Si en Petrarca el apolíneo laurel es también aliteración e imagen de la sombra, humana y cercana —a diferencia de la Beatriz de Dante, que es la silueta del ansia—, el nombre al que se le asocia, Laura, recorrería algunas centurias para encajarse en el árbol genealógico de un hombre que en 1793 se describía como de “talla, cinco pies, dos pulgadas; cabello, casi blanco; cara rechoncha, frente descubierta, ojos azules, nariz ordinaria, mentón redondo”.4 Nacido el 2 de junio de 1740, Donatien Alphonse Françoise, descendiente de una de las familias más antiguas de Provenza, que en su escudo de armas llevaba: “gules con una estrella de oro ornada de un águila de sable cebo y coronada de gules”,5 se convertiría, durante su vida, en denostado escribano, huésped de La Bastilla, adúltero confeso, irredento sicalíptico; después, a su muerte, en revolucionario, depravado o, cuando menos, inestable; leyenda, personaje cinematográfico y, en última instancia, un personaje ineludible en la cultura occidental contemporánea.

Se le suele considerar al Divino Marqués como el summum de una literatura fascinante por mundana, impúdicamente subversiva; pero también por ser obscena y denigrante, por estar opuesta al mínimo sentido de humanidad y misericordia en los ríos de perversiones que en su más conocida prosa se encuentran. Si se recuerda la película de 1975 de Pier Paolo Pasolini, Salò o le 120 giornate di Sodoma, que, como la obra del Marqués de Sade, ha sido censurada y vilipendiada, así como celebrada por igual, puede advertirse las sensaciones que su obra provoca. Sin embargo, la referencia a una película abiertamente provocadora, basada apenas en el libro de Sade, denota una reticencia a conocer los intersticios de una personalidad que, hasta hoy, doscientos años después, se conserva ignota y deificada por profundos arrebatos moralinos o por una absoluta ignorancia. Escribe la siempre necesaria Simone de Beauvoir:

Las críticas que no hacen de Sade ni un canalla ni un ídolo, sino un hombre, un escritor, se cuentan con los dedos de una mano. Gracias a ellas, Sade ha pisado por fin tierra entre nosotros. ¿Pero dónde se sitúa exactamente? ¿Por qué merece que nos interesemos por él? Sus propios admiradores reconocen gustosamente que su obra es, en su mayor parte, ilegible; filosóficamente, no escapa a la banalidad más que para zozobrar en la incoherencia.6

Para encontrar el sitio en donde Sade y su obra deambulan por las páginas de la historia, es necesario reconocerse en el estero del Renacimiento, donde se vislumbra ya la Edad Moderna —después de hitos tan disímiles en el tiempo como los oficios de Lutero y Calvino o la caída de Constantinopla—. A inicios del siglo XVII ven la luz algunos textos que pueden designarse como “libertinos”. Y es justamente Juan Calvino quien publica, en 1545, Contre la secte des phantastique et furieuse des libertins, qui se nomment spirituelz, así como Briève instruction pour armer tous bons fideles contre les erreurs de la secte commune des Anabaptistes, en donde escribe “si tengo tiempo de hacerlo, escribiré otro pequeño tratado contra la segunda banda de la cual he hablado, la de los libertinos”.7 Aquí, cabe señalar, como advierte Mauro Armiño en su edición de Cuentos y relatos libertinos, que la palabra a la que alude Calvino se refiere, como consigna el segundo tratado, a los anabaptistas que:

se sienten con la capacidad de pensar libremente y tachar a las religiones reveladas de imposturas; con “violencia teológica” y blasfema, los anabaptistas y su “banda” niegan el pecado, según Calvino, y predican la comunidad de bienes, de donde se deriva una libertad de costumbres que rompe las convenciones y normas de cualquier orden establecido “una bella doctrina para putas y rufianes”, propia de ateos y de materialistas, según [el reformista francés del siglo XVI] Guillaume Farel”.8

Armiño hace un somero mas puntual recorrido por el desplazamiento semántico que el vocablo “libertino” sufrió a lo largo del tiempo: de designar al hijo del esclavo puesto en libertad se sucedió a nombrar a los que se oponían heréticamente a los preceptos de la reforma; de ahí, la carga semántica se torna peyorativa y se descubre como sinónimo de “impío, incrédulo, ateo, disoluto, depravado, licencioso, desvergonzado”.9 Si en un principio fue en el protestantismo en donde se dio este hecho, prontamente la religión católica compartiría sus reticencias, puesto que al estar en contra del orden religioso establecido, y con ello oponerse al poder político que legitima, el pensamiento libertino ponía en riesgo el statu quo. El primer libertinaje, concebido como “erudito”—es decir, anti dogmático—, encuentra en el poeta francés Théophile de Viau (1590 – 1626) a uno de sus representantes. Hugo Alejandrez advierte certeramente que:

En un poema que De Viau consagra al conde De Candale, uno de sus primeros protectores, la materia es un reservorio de todas las formas que los elementos (fuego, aire, tierra, agua), mediante asociaciones, podrán brindar a nuestro único universo: […] El temple que aceptaste al llegar al mundo/ Era de fuego, de aire, de tierra y de agua:/ Inmortales elementos cuyos cuerpos tan diversos/ Sorprendentemente mezclados hacen un único universo. En estos versos, lo escandaloso puede advertirse en la concepción materialista de los cuatros elementos que difuminaría al alma de extracción católica en una sociedad radicalmente religiosa.10

Aunada a la concepción materialista que apunta con acierto Alejandrez, Théophile de Viau fue conocido por el proceso que se llevó en su contra por un libro impreso en 1623, el Parnaso satírico, compendio de lúbricos poemas que contaba con uno firmado por Viau. Desterrado, enjuiciado y quemado “en efigie”, murió a los pocos meses de salir de prisión, exhausto y con la salud mermada. Un fragmento de un poema atribuido a él puede ser esclarecedor:

Por esta dulce apetencia de vicios

Por esto que me diste

Por tanto semen derramado

Que cien veces te lavó los muslos.11

De este modo, al libertinaje del pensamiento se unía el libertinaje del cuerpo. Ya no era sólo la contraposición a un dogma de fe, sino también la afrenta a lo que éste representaba: la potestad del cuerpo y de la mente en nombre de la religión. A decir de Jacques Prévot:

El libertinaje es la consecuencia inmediata de una quiebra de los modelos: el modelo de explicación del mundo por la ciencia, por tanto, el modelo de discurso teológico; el modelo de práctica cristiana; el modelo político y civil que conduce a la instalación de una monarquía absoluta; el modelo social donde se produce el conflicto entre los privilegios de nacimiento y el mérito personal; el modelo de literatura y de escritura. Francia vive un momento peligroso donde deben ser redefinidas las relaciones con Dios, con el mundo, consigo mismo y con los demás.12

Ante la severidad de la persecución de De Viau, tendría que pasar algunas décadas más en Francia para que el libertinaje, o la novela libertina, floreciera. Si junto a la figura del infortunado bardo convive también la novelilla anónima L’École des filles, la influencia de la publicación de la traducción de Las mil y una noches, en 1704, por Antoine Galland es decisiva para la cimentación de la novela, y con ella un nuevo modo de narrar y de estructurar, asaz, de relacionarse con el cuerpo y con la propia sensualidad. El autor argentino Ezequiel Alemian define que:

en términos literarios, lo que se conoce como novela libertina se extiende por Francia durante un lapso extremadamente breve, pero clave: comienza con la muerte de Luis XIV, en 1715, y concluye con la Revolución Francesa. Va de Voltaire a Casanova, aunque alcanza su apoteosis con Sade, y abarca a una gran cantidad de escritores de primera línea, casi absolutamente olvidados […].13

Entre estos escritores que empuñaron el estilete libertino pueden contarse, también, a Choderlos de Laclos, que con Las relaciones peligrosas alcanzó celebridad, Boyers d’Argens, con su Teresa filósofa, y a Jean-Charles Gervais de Latouche, que con su Historia de Dom Bougre, portero de Chatreaux denunció la lasciva vida monacal. En Inglaterra, por ejemplo, se puede sumar a John Cleland, autor de Fanny Hill, novela perseguida y calificada de pornográfica por pasajes como:

sonriendo como un ángel cogió una de mis manos y la llevó con gentil autoridad, hasta ese orgullo de la naturaleza, hasta esa suntuosa obra maestra. Yo, resistiéndome apenas, no pude evitar el palpar lo que no podía abarcar, una columna del marfil más blanco, maravillosamente veteada con venas azules, coronada por una cabeza descubierta del más vivo bermellón; ningún cuerno podía ser más duro y rígido, pero tampoco ningún terciopelo más suave y delicioso al tacto.14

La pluma del libertinaje se oponía al orden establecido; los calofríos ignotos eran exhibidos con premura y la literatura que nacía de ella se empeñaba en hacer del deseo una apuesta escéptica y vital en donde los límites de la moral se desquebrajaran.  Y sería   un devoto de la exuberancia, un testigo privilegiado del derrumbe de las instituciones francesas por su paso por el Terror y la creación de la República, alguien señalado entonces y en nuestros días el que fungiera como aquel feble eslabón entre la cordura y la demencia, aquel que se convertiría en el pináculo de esta corriente: el Marqués de Sade.

 

III. De libertinajes fantasmas o de la literatura como juego

Escribe Simón de Beauvoir: “Popularmente, sadismo significa crueldad; azotamientos, sangrías, torturas, asesinatos: la primera característica que impresiona en la obra de Sade es, en efecto, la que la tradición ha asociado con su nombre”. Y esta tradición ha nacido de la lectura imperfecta del corpus del Divino Marqués. Teniente de carabineros, Capitán por su participación en la guerra de Siete Años, asiduo a los prostíbulos, preso en cárceles y manicomios por casi tres décadas y noble, Sade es artífice de una obra que, inscrita dentro de una tradición libertina, descuella por su febril hechura, por su impudente estilo y por la leyenda que lo ha acompañado en lo político, en lo personal y en lo estético. El 2 de julio de 1789, prisionero en La Bastilla, desde la ventana de su crujía arengó a la multitud a liberar a los presos porque en la prisión se les degollaba. Para Guillaume de Apollinaire:

[…] es harto difícil llegar a descubrir las razones que excitaron la furia del pueblo y lo impulsaron justamente contra una prisión casi desierta. Pero no es imposible que hayan sido los llamados del marqués de Sade, así como los papeles que arrojaba por su ventana y en los que detallaba las torturas a que eran sometidos los prisioneros del castillo, los que, al ejercer cierta influencia en los ánimos ya excitados, desencadenaran la efervescencia popular y provocaran, por fin, la toma de la vieja fortaleza.15

Si la voz desaforada del Marqués de Sade indujo a la plébula a tomar La Bastilla —que contaba con menos de una decena de prisioneros en el momento del suceso—, y con ello darle fin, simbólicamente, al Antiguo Régimen, es incierto, y quizás, improbable. Incluso, el Marqués, para ese día, ya no se encontraba en La Bastilla, puesto que lo habían trasladado a Charenton diez días antes.

En cuanto a su vida pública, se sabe que en 1768 fue acusado por haber “desmenuzado en Arcueil, con un cortaplumas, a una mujer que había hecho desnudar y atar a un árbol, y de haber volcado sobre sus llagas vivas lacre ardiente”.16 Al respecto, George Bataille afirma:

Sade no tuvo esta crueldad sin límites. Tuvo a veces complicaciones con la policía, que desconfió de él, pero que no pudo imputarle ningún crimen verdadero. Sabemos que acuchilló a una joven mendiga, Rose Keller, a navajazos, y derritió cera caliente en sus heridas. […] Una pasión, que quizá maldijo a veces, hacía que el espectáculo del dolor de otros le transportara hasta el extremo de trascender al espíritu. Rose Keller, en un testimonio oficial, habló de los gritos abominables que le produjo el goce.17

Si bien la sola sospecha de aquella magnitud de violencia es execrable, es cierto que episodios como ese, así como la leyenda alrededor de su morada, aunada a los múltiples encarcelamientos por deudas y un comportamiento errático, contribuyeron a forjar una imagen en la que el Marqués era irrefrenable sexualmente, si bien, como menciona el poeta colombiano Jorge Gaitán Durán “Hay que saber separar en su obra todo lo que es alegato temporal, o táctica destinada a los poderes del momento, de aquello que constituye su pensamiento auténtico”.18 En este parágrafo, Gaitán Durán apuntala la opinión de De Beauvoir, quien señala que Sade, en su juventud, no es un revolucionario y mucho menos un rebelde, al grado de que acepta desposarse con una mujer por órdenes de su padre para no perder su rango ni su posición, es decir, sus privilegios:

algo común a la mayoría de los jóvenes aristócratas de aquel tiempo. Vástagos de una clase en declive que hasta hace poco ha detentado un poder concreto pero que no posee ya ninguna posesión real sobre el mundo, intentan resucitar simbólicamente en el secreto de las alcobas a condición de la que guardan nostalgia: la del déspota feudal, solitario y soberano.19

Sade no se diferencia de sus coetáneos sino hasta que vive el encierro durante once años.  A la vista de la guillotina —es condenado a muerte a mediados de la década de los setenta—, y con los excesos de la carne vedados por los muros, comienza su otra vida, aquella por la que sería conocido y recordado: la escritura. La mayor parte de su obra la escribió en prisión, ante el reconocimiento que es en el encierro en donde su moral no depende de la convención de algún otro. Como escribe Maurice Blanchot: “Sade posee una moral fundada en el hecho de la ‘soledad absoluta’, se aboca a contemplar la naturaleza sin mediaciones, y por ello enfatizará los bajos instintos como hechos naturales”,20 puesto que no tiene un imperativo categórico, en su solipsismo él recrea y fustiga los vicios de carácter de una sociedad en transición. Si la nobleza —a la que Sade pertenecía— podía entregarse a los arrebatos sicalípticos, era necesario señalarlo y condenarlo, puesto que lo hacían a escondidas de la moralidad establecida, del mismo modo que hacían desde el dogma religioso. El modo de retratar a sus personajes es también un modo de reconocerse en ellos.

Que Sade, unas veces por aturdimiento, otras por generosidad, haya sido capaz de audacias extravagantes no contradice la hipótesis de una timidez asustadiza con respecto a sus semejantes y, más en general, ante la realidad del mundo. Si él habla tanto de la firmeza de espíritu, no es porque la posea, sino porque la anhela: en la adversidad, gime, se perturba, se extravía.21

A la figura del Divino Marqués como Pan reencarnado, Beauvoir contrapone a un hombre de espíritu debilitado por las deudas, el encierro y la desazón de una vida atribulada por un temple corruptible. Aun así, a obras como Justine o los infortunios de la virtud —de quien se niega reiteradamente, sin éxito, a hacer una y hasta dos secuelas— o Juliette o las prosperidades del vicio —que fue dada a conocer contrariando el deseo del Marqués— se unen obras como Filosofía en el tocador o Diálogos entre un sacerdote y un moribundo para ser mostrar que, contrario a lo que se piensa, en la supuesta depravación existe una urdimbre; detrás de la concupiscencia existe la sentencia moral.

En cuanto a sus vicios, no escandalizan por su originalidad; en este terreno, Sade no ha inventado nada y encontramos con profusión en los tratados de psiquiatría casos cuando menos tan extraños como el suyo. Verdaderamente no es como autor ni como pervertido sexual que Sade se impone a nuestra atención: es por la relación que ha creado entre estos dos aspectos de sí mismo.22

En Los 120 días de Sodoma o la escuela del libertinaje es quizás la historia del manuscrito enrollado lo que ensancha la leyenda de Sade, el personaje histórico y el literario. Gaitán Durán afirma que “El Sade libertino del castillo de Coste resulta a la larga inofensivo —los escándalos pasan y el olvido los acoge generosamente—, pero el Sade escritor es infinitamente más peligroso, por su acción […] se escapa a la temporalidad”.23 Su obra más conocida, la que él consideraba su opus magni fue un pergamino prohibido que fue encontrado en la toma de La Bastilla; su autor murió pensando que se había perdido y fue publicado cien años después de su muerte, y no fue sino hasta hace unos meses (julio de 2021) que pudo ser, después de una larga jornada, comprado por el gobierno francés. Quizás haya sido el mismo Marqués quien, al hablar de sí mismo, pensaba en lo que la historia le depararía a su obra: “Los entreactos de mi vida han sido demasiado largos”.24

Una personalidad inquietante de quien no se ha podido hacer un retrato fiel. Quizás obras como Marat/Sade, de Peter Weiss hayan logrado atisbar y asir por un prodigioso momento el arjé de la escritura de Sade. Marc-Antoine Baudot, en sus Notes historiques, describe:

Este es el autor de varias obras de una monstruosa obscenidad y de una moral diabólica. Era, sin discusión, un hombre teóricamente perverso. Pero como en fin de cuentas no estaba loco, habría que juzgarlo por sus obras. Hay en ellas algunos gérmenes de depravación, pero no locura; semejante trabajo supone un cerebro bien equilibrado.

Y el mismo Marqués escribió, detrás de uno de los folios que atestiguan la génesis de Justine:

Las desventuras de la virtud, obra de un gusto completamente nuevo. El vicio triunfa del principio al fin, y la virtud se arrastra en la humillación. El desenlace debe devolverle a la virtud todo el brillo que le es debido y hacerla tan hermosa (sic) como deseable. No habrá lector que, al concluir la lectura, deje de aborrecer el falso triunfo del crimen y de querer las humillaciones y desgracias que asaltan a la virtud.25

El Marqués de Sade, vilipendiado por una moral hipócrita, repudiado por la manifiesta violencia que su condición de varón y gentilhombre le permitía, también es preconizado por quienes ven en su obra la asunción del hombre sobre las imposturas de la fe dieciochesca, y en él, al libertino que en el extremo de la volición resquebrajó los límites de la piedad. En palabras de Bataille: “Fue precisa una revolución, el ruido de las puertas derribadas de la Bastilla, para entregarnos en el azar del desorden; el secreto de Sade: al cual la desgracia le permitió vivir ese sueño cuya obsesión es el alma de la filosofía: la unidad del sujeto y el objeto”.26

La impudicia de enunciar y denunciar al orden establecido con febriles arrebatos sicalípticos no acaba con él, baste recordar el Manuel de civilité pour les petites filles à l’usage des maisons d’éducation, de Pierre Louÿs, publicado en 1917, para corroborar esta aseveración. Sin embargo, en la pluma sediciosamente lúbrica e insurrecta de todo aquel que se sienta con sádicos impulsos debe habitar un conocimiento profundo de la historia, un equilibrio en la manufactura de los elementos que la componen, así como una apuesta vital e ideológica forjada a partir de la introspección y un oficio en el que la estilística sea el ariete con el que las singularísimas maneras de ver el mundo encuentren bienvenida: poiesis, praxis y techné. En la paciente prudencia que encuentra cauce en los excesos de la forma puede encontrarse el desocupado —y también, por qué no, lúbrico— lector musitando el Himno a San Juan Bautista: “labii reatum”, y saber que los labios, a veces, deben humedecerse con culpas e impurezas.

  1. Ángel Crespo, “Introducción”, en Francisco Petrarca, Cancionero, Barcelona: Bruguera, 1983, p. LXXXVI.
  2. Ib., p. LXXIII
  3. Dante Alighieri, La vida nueva (Biblioteca Universal, tomo XXI) Madrid: Perlado, Páez y Compañía, 1914, pp. 55 y 56.
  4. Simone de Beauvoir, “2”, en ¿Hay que quemar a Sade? [Edición digital].
  5. Guilleme de Appolinaire, El Marqués de Sade. [Edición digital].
  6. Simone de Beauvoir, op. cit.
  7. Gabriel Albiac, “Libertinaje en el siglo XVII”, en INGENIUM. Revista de historia del pensamiento moderno, no. 9, 2015, p. 78
  8. Mauro Armiño, “Prólogo”, en Cuentos y relatos libertinos, Madrid: Siruela, 2011, pp. 10 y 11.
  9. Íd.
  10. Hugo Alejandrez, “El mapa del cuerpo libertino”, Acta poética, no. 39, (enero – junio, 2018), p. 136.
  11. Matthieu Dupas, “La sodomie dans l’affaire Théophile de Viau : questions de genre et de sexualité dans la France du premier XVII siècle “, Les Dossiers du Grihl, no. 4,  2010, en https://journals.openedition.org/dossiersgrihl/3934#quotation [consultado el 19 de octubre de 2022].
  12. Jacques Prévot, en Mauro Armiño, op. cit., p. 471.
  13. Ezequiel Alemian, “Historia crítica del libertinaje”, Revista Ñ, en https://www.clarin.com/literatura/choderlos-laclos-godard-daucour-marques-sade-cuentos-relatos-libertinos_0_ryrrM1y6w7x.html [Consultado el 18 de octubre de 2022].
  14. John Cleland, “Primera carta”, en Fanny Hill. [Edición digital].
  15. Guillaume de Apollinaire, El Marqués de Sade. [Edición digital].
  16. Id.
  17. George Bataille, “El frenesí sádico”, La literatura y el mal. [Edición digital].
  18. Jorge Gaitán Durán, “Sade contemporáneo”, Mito, no. 1, (mayo, 1955), p. 37.
  19. Simón de Beauvoir, op. cit.
  20. Id.
  21. Id.
  22. Id.
  23. Jorge Gaitán Durán, op. cit., p. 39.
  24. Guillaume de Apollinaire, op. cit.
  25. Id.
  26. George Bataille, op. cit.

Autores
Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Narrativa en las generaciones 2009 - 2010 y 2010 - 2011, y dos veces becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca en los periodos 2014 - 2015 y 2017 - 2018, ambos en la especialidad de cuento. Ha publicado cuento, ensayo, reseña y crítica literaria en Laberinto, Confabulario, Este país, Molino de letras, Siembra y Tinta Seca, entre otros. Aparece en las antologías Cofradía de coyotes (La Coyotera Ediciones, 2007); Fantasiofrenia II. Antología del cuento dañado (Ediciones Libera, 2007); Ardiente coyotera (La Coyotera Ediciones, 2008) y Bragas de la noche (Colectivo Entrópico, 2008). Es autor del libro de cuentos Campanario de luz, (UAM, 2013), y de La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo (UAM, 2019). Es editor de la revista Casa del Tiempo de la UAM.

Ilustrador
Pinchi Necro
Francisco Javier de la Torre Cordero “PINCHI NECRO” Francisco Javier de la Torre Cordero nace en Zacatecas, México el 29 de octubre 1988 Inicia su carrera artística en 2016 con su primera ilustración en portada e ilustraciones de anexo para el libro “Juntos diablo carne y mundo” para Taberna Libraria Editores en Zacatecas. Lo que dio lugar a un impulso considerable del que a partir de entonces se ha presentado en numerosas convenciones, exposiciones colectivas y conferencias bajo el seudónimo “PINCHI NECRO”, destacando la exposición individual "secuencias, 2019"en la cinética de Zacatecas donde exploró la animación a partir de dibujos individuales, así como el uso de la pluma 3d con enfoque artístico (siendo el primero en usar dicho material en Zacatecas con tal finalidad) participando además en la revista punto de partida por parte de UNAM y portadas para la editorial Texere (Zacatecas).