Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mariana Martínez

Leí La rinoceronta en el cuarto por primera vez en 2020, por recomendación de Yendi Ramos, mi maestra de poesía durante el último diplomado que estudié. Eligió el Poema nación para introducirnos en las letras de esta autora, supongo, por el tono crudo con el que retrata aquello envuelto en el sexo: “Imponme tu lengua / y siente / cómo se defiende / la mía / Colonízame si puedes / o riega de ti mi tierra / porque sin tierra / una se marchita.”

Tan pocas palabras para reflejar la guerra que es un beso, la defensa de la tierra que es la madre de todas, en donde están todas nuestras madres. “Entierra tus muertos / en mi vientre / que yo les daré patria,” dicen los últimos versos, porque la tierra da vida a aquello que el hombre destruye, y el cuerpo de la mujer es fecundo y de ella son todos sus hijos.

Quizá fue aquel el primer acercamiento que tuve a la consciencia de mi propio cuerpo. Al pensar en mí misma como tierra me supuse fecunda, con la diferencia de que, al habitarme, mi libre albedrío me permitía decidir si quería ejercer aquella capacidad o no.

Luego vino Rinoceronta, el primer poema del libro. Arranca con el epígrafe que abre este ensayo: “Y pedirte que te montes en mi culo de rinoceronta.” Y sigue: “y que me hagas bramar de dicha.” Pensé en un rinoceronte: aquel animal de piel gruesa, de cuerpo que pesa toneladas, y sólidos cuernos en la nariz, el suelo tiembla ante su trote.

Los cuernos del rinoceronte están hechos de queratina, la misma proteína que construye mis uñas y mi pelo. Wikipedia dice que los rinocerontes tienen el oído sensible, pero muy mala visión. Como yo, que aprendo y absorbo el mundo a través de mis oídos porque mis ojos siempre han sido débiles.

“Móntame, como rinoceronta en celo”, dice Svetlana Garza. Y yo pienso en mis piernas gruesas y fuertes que han andado treinta y siete años sobre la tierra; de donde soy y adonde volveré en la muerte. Pienso en mis nalgas redondas que levantan mi falda y rellenan mi pantalón para que en ellas se transmita la fuerza de mis pasos.

Pensé también en mis senos y mi vientre que obedecen a la gravedad. Pensé en la rinoceronta en celo, en su cuerpo fuerte y recio que soporta el peso y el deseo del rinoceronte. Porque una rinoceronta tiene que habitar el mundo de esa forma, porque sus pasos pesan y su furia solo podría contenerse dentro de una piel gruesa y rugosa como la suya.

Llegar a la Rinoceronta, para mí, no fue solo apreciar la lírica o las palabras en un orden y un lugar correctos. Fue también encontrarme en un libro, en un poema que hablaba por mí, que pedía la fuerza que siempre he querido ver, porque en la cama, sin ropa, se igualan las cosas: “Cógeme […] / con la fuerza que te dijeron / no usaras nunca contra las mujeres.” Entre más grande es un cuerpo mayor fuerza puede tener.

El rinoceronte blanco, que puede pesar hasta tres mil seiscientos kilogramos, es el segundo animal terrestre más grande, después del elefante. En las imágenes que existen en internet sobre el apareamiento de este animal, ¿el macho tendrá idea de la diferencia que hay entre él y la hembra? Me gusta pensar que algunos razonamientos son inútiles en el reino animal, y que este es uno de esos casos.

El rinoceronte solo debe entender que a su particular tamaño solo corresponde una hembra igual de enorme, sólida y poderosa. Ni siquiera necesita ponerse a pensar en estas pequeñeces porque la naturaleza hizo lo propio y le otorgó como compañera a aquella hembra que sería capaz de sostenerlo, aún si esto implica que ella deba poseer un tamaño superior e imponente. Pienso de la misma forma de todas las otras criaturas distintas a la especie humana.

¿Por qué, entonces, es tan difícil de asumir entre nosotros, nosotras, esa diferencia?  ¿Por qué si mi compañero es grande, enorme ―ya sea de forma real o simbólica―, es mi responsabilidad ceñirme a ciertas dimensiones para corresponderle, para merecerlo?

El tamaño resulta contraproducente. Quizá el ser humano es la única especie capaz de comprender lo que implica encarnar ciertas dimensiones específicas. Solo las personas tenemos palabras que en diferentes idiomas nombramos las tallas, alturas, pesos, medidas corporales, pero también somos quienes descartamos las características que, en grupos sociales específicos, toman diversos matices en función del tono que les conferimos.

Pero los cuerpos grandes siempre han existido en el mundo de las letras. Bola de sebo, por ejemplo, es un cuento publicado en 1880 por el escritor francés Guy de Maupassant. El texto narra la coincidencia entre tres matrimonios adinerados, un par de monjas, un revolucionario llamado Cornudet y una señorita “de la vida galante” a quien nombra Bola de Sebo haciendo referencia a su apariencia física.

La diligencia que los transporta se dispone a emprender un viaje para escapar de la ocupación prusiana, pero el trayecto se ve dificultado por una serie de imprevistos. Solo Bola de Sebo lleva alimentos. Dadas las circunstancias, la mujer decide compartir sus provisiones. El grupo se ve obligado a parar en una posada en la que un oficial prusiano impide continuar a menos que Bola de Sebo pasa una noche con él.

Los pasajeros insisten hasta convencerla, pero por haber aceptado la mujer no tiene tiempo de prepararse algún alimento durante la noche para el resto del viaje. Una vez que lo retoman, además de ser objeto de las miradas y las críticas silenciosas de hombres y mujeres, Bola de Sebo no merece que alguien comparta con ella el alimento.

¿Por qué existe esta clara correlación entre la apariencia física, la comida, la culpa y lo oculto, representada en este cuento? Porque Bola de Sebo, que muestra en todo momento cualidades como la generosidad, es quien encarna estas dimensiones “no comunes”, “inaceptables”. También es quien carga por eso con el deber del sacrificio en nombre del grupo.

En silencio es coaccionada para aceptar que su cuerpo enorme sea la moneda de cambio que pague por la vida de los matrimonios adinerados, las monjas y el revolucionario. Y una vez cumplido este cometido, ese cuerpo deja de ser merecedor de alimento. ¿De dónde nace esta imposible relación?

Porque en lo cotidiano funciona de la misma forma: es mal visto que comas ciertas cosas si tu cuerpo se sale de cierto molde. Es mal visto si, siendo hembra, ocupas más espacio que el macho con quien te correspondes. Es mal visto que las dimensiones de tu cuerpo ocupen por sí sola ciertos espacios. Es mal visto que no te sientas culpable por ser más grande, más corpulenta, más sólida o fuerte que otros individuos de tu especie.

¿Sería posible, a través de la comparación evidente entre estas dos representaciones literarias de los cuerpos grandes, resignificar la manera cómo los apreciamos en la vida real?

¿Qué nos falta para sacar a las rinocerontas, a las elefantas, a las ballenas, a las morsas y a todas las otras animalas de las cárceles en las que las hemos metido?