David Foster Wallace: La escritura como síntoma
UNO. Son las 12:44 a.m. en el reloj de mi computadora cuando empiezo a escribir esto. 12 de septiembre del 2012. Hace exactamente cuatro años David Foster Wallace, después de varios meses de haber abandonado el Nardil, antidepresivo bajo cuyos efectos vivió una buena parte de su vida, le dijo a su esposa, la artista Karen Green, que fuera a su galería —a unos veinte minutos de su casa en Claremont, California— a dar los toques finales de su próxima exposición mientras él preparaba la cena; escribió una nota de dos páginas y salió al patio, se paró sobre una silla, metió su cabeza en el nudo que le había hecho a la cuerda y pateó la silla mientras, sobre el escritorio, en el garage donde trabajaba, una pila de papeles era iluminada por la tenue ráfaga de luz oblicua proveniente de una lámpara en medio de la oscuridad: eran las páginas de El rey pálido, la novela que dejó inacabada, su legado incompleto. Como sea, esto no es una efeméride, sino una minúscula nota al pie de su vasta obra. Son las 12:59. Escribo lento.
DOS. Antes de que Foster Wallace fuera Foster Wallace (quiero decir, el verdadero autor, el ser humano sosteniendo un lápiz, no una de esas abstractas personas narrativas), fue: tenista semiprofesional, conductor de autobús, vigilante y recepcionista. Se creía muy listo y, en efecto, lo era. Antes de que Foster Wallace fuera, sus papás solían leerse el uno al otro el Ulises sobre la cama, tomados de la mano, y por eso a menudo citaba esa novela de memoria, pero en su biblioteca personal había muchísima basura new age y de sus estantes brotaban los libros de superación personal. Anotados. Antes de que Foster Wallace fuera Foster Wallace, o tal vez cuando ya comenzaba a serlo, solía contar un chiste en el que un pez viejo le preguntaba a un par de peces jóvenes cómo estaba el agua ese día, y los peces jóvenes se preguntaban qué era el agua. Nosotros somos los peces que ignoran qué es el agua. Cuando Foster Wallace ya era Foster Wallace (quiero decir, el verdadero autor, etcétera), creía saber qué era el agua. Escribió algunos libros en los que dijo muchas cosas, pero sobre todo dijo: Esto es agua. Se creía muy listo, y tal vez lo era, pero una vez trató de matarse vaciando un frasco de pastillas en su garganta y fracasó; otra vez lo intentó amarrando —con su emblemático paliacate— una manguera al escape de su auto, tampoco lo logró; aunque más adelante, después de despedirse de Werner y Bella, que le ladraron largamente mientras se hacía de noche, se quedó suspendido en el aire para siempre, levitando con el cuello roto. Quiero decir que lo logró. ¿Quiero decir que lo logró?
TRES. ¿Pero quién era David Foster Wallace? Si alguien me lo preguntara así, a bocajarro, seguramente diría algo estúpido como: David Foster Wallace es el Bolaño de la literatura estadounidense. Un mito de escritor más o menos atormentado, más o menos problemático que transforma a quienes lo encarnan en superestrellas literarias cuya vida, lamentablemente, termina imponiéndose sobre la obra. Ambos, autores y leyendas póstumas. Escritores (pop y de culto al mismo tiempo) de largo aliento y de oraciones virtualmente eternas, de tres, cinco páginas, que parecen crecer del centro hacia fuera —como una vorágine o un tornado que va llevándose consigo todo lo que está alrededor, una tierra arrasada por el lenguaje—, subordinada tras subordinada; grandes usuarios de las comas y maestros de la digresión. Algo así diría, sin pensarlo mucho.
«Bolaño es el escritor latinoamericano muerto con más amigos vivos», dice la narradora de Los ingrávidos, la novela de Valeria Luiselli; podríamos adaptar la frase para Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962), aunque también se ha hecho de enemigos. A raíz de la reciente publicación de su biografía —escrita por el periodista del New Yorker D. T. Max, Every Love Story is a Ghost Story—, uno de sus contemporáneos y, al mismo tiempo, otra de las grandes voces de su generación, Bret Easton Ellis, perdió los estribos y despotricó contra la imaginería que se ha tejido alrededor de la figura del escritor de La broma infinita, considerándolo un fraude, un escritor tedioso, conservador, necesitado de fans, sobrevalorado y pretencioso. Por otra parte, quien quizá fuera su amigo más cercano, Jonathan Franzen, sugirió en un ensayo reciente que su muerte había sido casi una traición personal y un acto calculado para convertirse en una leyenda pública. «Era difícil no sentirse herido por haber elegido la adulación de extraños sobre el amor de la gente más cercana a él», escribió en ese texto, donde formula la hipótesis de que su amigo murió de aburrimiento, el gran tema de su última novela. Después de un severo cuadro clínico de depresiones que había arrastrado durante más de veinte años, parecía ya no poder disfrutar nada, ni siquiera la escritura de ficción. Y la literatura se convirtió, entonces, en una cosa supuestamente divertida que nunca volvería a hacer.
CUATRO. Una noche David Foster Wallace se encerró en un motel y se tragó tantas pastillas como pudo. Despertó al día siguiente. En el hospital le dijo a su esposa que se alegraba de estar vivo. Desde joven había comenzado a tener ataques de pánico y a sudar profusamente, para ocultarlo usaba un paliacate —con el que tantas veces saldría retratado y con el que también intentaría matarse en su auto, quizá para emular a John Kennedy Toole, el narrador que se quitó la vida llenando sus pulmones de monóxido de carbono—. Pasó del alcohol a las drogas, a rehabilitación y luego al tabaco, que trató de abandonar porque, según dijo en una entrevista a The Believer, «prefería vivir más allá de los cincuenta». No lo hizo.
La trayectoria de su vida se va trazando a lo largo de su obra, como una suerte de itinerario en un mapa, como un espejo opaco que reflejara algunos rasgos de su personalidad. Sus personajes de ficción y los hombres sobre quienes escribió reportajes y perfiles suelen compartir elementos de su biografía: del tenista amateur al estudiante ejemplar, pasando por el conductor de autobús escolar, vigilante de una empresa de software o recepcionista de un club deportivo hasta llegar, finalmente, al profesor y escritor excepcional. Y a la persona depresiva.
Ya en el primer cuento que publicó, «The Planet Trillaphon» (1984), poco después de tener su primera depresión fuerte, relataba: «He estado tomando antidepresivos durante un año, más o menos, y supongo que siento que estoy calificado para decir cómo son. En realidad están bien, pero están bien del mismo modo que estaría bien, digamos, vivir en otro planeta que fuera cálido, cómodo, que tuviera comida y agua potable: estaría bien, pero no sería la Tierra». Por otro lado no deja de ser curioso que, tan extraño como era para él vivir de ese modo, únicamente se interesara por la literatura después de que la depresión le fue diagnosticada. Tal vez la escritura fuera un síntoma o, por el contrario, algo parecido a una terapia.
El padre de David Foster Wallace había dado clases de filosofía y su madre de inglés, así que decidió estudiar ambas cosas. En 1987, a sus veinticuatro años, debutó en el mercado editorial con The Broom of the System —todavía inédita en español—, que presentó como una de sus tesis. Se trata de una novela que retoma los juegos metaficcionales de los escritores posmodernistas que por entonces leía (en especial Don DeLillo y Thomas Pynchon), la protagonista es una chica preocupada por la posibilidad de que solamente exista como personaje de una obra. Algunos críticos notaron que la trama fue creada para darle un tono narrativo a las ideas de Wittgenstein. La realidad como una construcción del lenguaje.
Después de su segundo libro, la colección de cuentos La niña del pelo raro, que continuaba por los vericuetos de la ironía y los juegos posmo, Foster Wallace dio un giro a su proyecto narrativo. Notó que los escritores de su generación estaban retratando al mundo de una manera cínica: hacían libros superficiales y estúpidos acerca de un mundo superficial y estúpido. «La verdadera buena ficción —afirmó— puede tener una visión del mundo tan oscura como se desee, pero encontraría una manera de representar a ese mundo al mismo tiempo que iluminara las posibilidades de estar vivo en él».
Y es que Foster Wallace era un moralista que detestaba ser etiquetado de moralista. This is Water (por cierto, una de las frases que más se han tatuado sus fans), el discurso inaugural que dio a los estudiantes del Kenyon College y que después de su muerte se publicó en forma de libro, es el caso más notorio. Ese discurso puede ser leído casi como una traducción de Dostoievski al plano cotidiando. «Esto no es acerca de moral», dice Wallace más de una vez, mientras da una verdadera lección de estilo y de cómo estar vivos en el mundo de hoy.
Era tan conservador y moralista que, mientras estaba en rehabilitación «humillado y confundido», le dijo a su editor, alarmado: «todos aquí tienen un tatuaje o antecedentes penales. ¡O las dos cosas!». Sin embargo, estar ahí le ayudó no sólo con sus adicciones: ir a reuniones de aa, escuchar las historias de los ex adictos, leer libros de superación —que conformaban una parte no deleznable de su biblioteca— y comenzar a vivir bajo preceptos como «un día a la vez» o la idea de un «poder superior» son cosas que le ayudaron a desinflar su ego y a dejar de pensar, como solía ocurrirle, que no podía hablar con nadie porque él era la persona más inteligente en cualquier sitio. De esa experiencia también surgió gran parte de La broma infinita, su libro más célebre.
Finalmente, él también se hizo un tatuaje: Mary inscrito dentro de un corazón. (Cuando estaba en recuperación conoció a la poeta Mary Karr, de quien se enamoró tan locamente que estuvo a punto de conseguir una pistola para matar a su esposo.)
CINCO. La obra de Foster Wallace está atiborrada de copiosas notas al pie que obligan al lector a realizar una lectura más física, a moverse literalmente de un lado a otro. Tal vez una alusión a la fragmentariedad, a la forma parcial, entrecortada, en que accedemos a la realidad.
Cuando se casó con Karen Green, se hizo tachar el nombre de Mary de su brazo. Puso un pequeño asterisco sobre el corazón que tenía dibujado y, más abajo, otro asterisco junto al cual decía «Karen». Un llamado al pie, porque el amor también tiene erratas.
Él mismo había convertido su vida en una nota al pie de algo más vasto. Su obra puede ser leída como un comentario sobre la insondable profundidad del espíritu humano y el Zeitgeist: una historia radicalmente condensada de la vida posindustrial —como reza el título de su cuento más corto.
SEIS. Sus dos grandes obras son como las caras de una moneda muy contemporánea: el entretenimiento —la saturación y la adicción al entretenimiento— casi como un sedante en La broma infinita, y, por otro lado, el aburrimiento, el tedio asfixiante de la vida cotidiana en El rey pálido. Un camino que va de ser entretenido a muerte a morirse de aburrimiento.
Si en La broma infinita, una severa crítica a la cultura mediática, hay un grupo terrorista que intenta usar la cinta «La broma infinita» como un arma (porque todo aquél que la ve pierde el deseo de vivir), para El rey pálido Foster Wallace había escrito una nota: «La dicha —una alegría y gratitud permanentes por estar vivos y conscientes de ello— se encuentra del otro lado del aburrimiento aplastante. Presta mucha atención a la cosa más tediosa que puedas encontrar (declaraciones de impuestos, golf televisado) y serás arrollado por oleadas de un aburrimiento que nunca has conocido, casi al grado de matarte. Deshazte de eso y es como ir del blanco y negro al color. Como agua después de días en el desierto. Una dicha instantánea en cada átomo». El reto era lograr sobreponerse a ese tedio.
Tal vez ésa sea la broma infinita: David Foster Wallace se suicidó años después de escribir La broma infinita, donde James Incandenza —un cineasta— se suicida metiendo la cabeza en un horno de microondas después de haber realizado «La broma infinita»: un chiste que se sigue contando con demasiada seriedad hasta que te mata de risa o de aburrimiento.
SIETE. Las referencias al suicidio no escasean en su obra. Pienso ahora en un cuento con un final un tanto enigmático: «El suicidio como una especie de regalo». Éste es el último párrafo:
Y así fue durante toda su infancia y adolescencia, de modo que, cuando el niño tuvo la edad suficiente para solicitar licencias y permisos, la madre estaba casi totalmente llena de desprecio en su interior: desprecio por sí misma, por el niño delincuente e infeliz, por un mundo de expectativas imposibles de cumplir y juicios despiadados. Por supuesto que ella no podía expresar nada de esto. Así que el hijo —desesperado, como todos los hijos, por devolver el amor perfecto que sólo podemos esperar de las madres— lo expresó todo por ella.
De acuerdo con lo que relata Max en su biografía, poco antes de su muerte los padres de David Foster Wallace fueron a visitarlo durante algunos días. Sally Wallace, su madre, le preparaba la comida que más le gustaba cuando era niño y veían la televisión juntos. Era como estar de nuevo en casa. Al despedirse, David le agradeció por ser su madre.
Y, quizá, desesperado como todos los hijos, él también lo expresó todo por ella.
OCHO. Uno de los alumnos de David Foster Wallace cuenta que cuando se presentó con su clase dijo: «Va a tomarme como dos semanas aprenderme el nombre de cada uno de ustedes, pero cuando lo haga los voy a recordar el resto de mi vida. Ustedes van a olvidar quién soy antes de que yo los olvide». Afortunadamente dejó una decena de libros que hacen casi imposible que eso ocurra.
En una entrevista que le realizó Larry McCaffery en 1991, Wallace dijo algo clave para comprender el conjunto de sus creaciones, así como su vida: «Parece que la gran distinción entre buen arte y arte regular radica en estar dispuesto a morir para lograr conmover al lector». De algún modo lo logró.