Tierra Adentro
Frontera, fotografía tomada del Flickr de José María Pérez Nuñez.

Uno: antropología imaginaria

Si lo que dice François Hartog en Memoria de Ulises es verdad, la Odisea exhibe una antropología imaginaria, sustentada en la geografía. Su mundo era un disco plano, habitado por seres cuyas formas sociales y culturales estaban determinadas por la ubicación en el espacio físico: en el centro, en el límite o más allá de las fronteras. Se podría pensar que el centro de ese mundo (cosmos) era el monte Olimpo, punto fijo e inmóvil desde donde se vigilaba, castigaba o premiaba a los hombres. De él provenían ciertas normas, las medidas del vino, la proporción en el arte, el mercado de precios, la ingesta de pan, la hospitalidad, la justicia. El Olimpo simbolizaba la civilización, código distintivo de los actos humanos. Así, es posible imaginar a este centro como una especie de antena parabólica gigante que irradiaba normas, funcionando bajo una premisa básica: a mayor cercanía, mayor grado de civilización. Pero, como ocurre con nuestros dispositivos electrónicos actuales, ese Olimpo no gozaba de omnipotencia, ni todo el mundo era su territorio. Había sitios donde su señal era muy débil o, sencillamente, no llegaba.

 

Dos: fundar desde la frontera

Los lugares alejados del influjo central, de la civilización, estaban habitados por lotófagos, caníbales, bebedores de vino puro, mujeres cazadoras, brujas que transformaban en animales a los hombres. Eran sitios de lenguas incomprensibles, desprovistos de comercio y hospitalidad; lugares de magia y portentos divinos (incluso, puertas del infierno). En suma, lugares no griegos, inhumanos. Ahí están Circe, las arpías y sirenas. Polifemo y los cicones, entre otros. Aunque no son exclusivas ni provienen de Homero, estas ideas del desplazamiento entre el centro y la frontera, con todo y sus formas diversas de vida (juzgadas siempre bajo los códigos y normas del peregrino), son básicas para los mitos de fundación y la literatura de viajes.

En “Cokboy”, poema sobre el mito del trickster, Jerome Rothenberg (Nueva York, 1931) nos invita a colocarnos justamente en la otra barrera, la de los personajes fronterizos, los locos, los salvajes. “Cokboy” trata, en resumen, de un Baal Shem (un judío obrador de milagros) que llega a territorios insólitos. Más exactamente, dominios del indio. A diferencia de los grandes fundadores o héroes viajeros de la cultura grecolatina, Cokboy no busca la conquista. No es Jasón, tampoco Eneas, quien regresó para cargar a su padre en hombros mientras ardía Troya, ni da leyes como Licurgo.

Cokboy, provisto sólo de un sombrero, una gran barba y su pene, llega para transgredir e invertir los valores establecidos; para fundar, desde la frontera, un nuevo rito enraizado en la locura y la confusión. Al igual que Dionisos, Cokboy, ser milagroso cuyos ritos y pases asemejan a los de brujas y magos, proviene de lugares alejados del centro. Incluso, al narrar su arribo en una lengua extraña, se parece más al dios de las Bacantes (vv. 13-17), de Eurípides:

dejando atrás los campos auríferos de los lidios y los frigios,

las planicies de los persas asaeteadas por el sol y los muros bactrianos,

pasando por la tierra de crudo invierno de los medos y por la Arabia

feliz,

y por toda la zona del Asia (…)

he llegado en primer lugar a esta ciudad de los griegos (…)

… aunque más cómico y absurdo:

Kon el kulo korolado arrivi

un djudio entre

indios (…)

 

Tres: dos lenguas, un mito

Originalmente, el Cokboy de Rothenberg es la imagen de un judío ortodoxo asquenazí, europeo del este, que habita en las fronteras de un espacio entre Alemania y Letonia. Forma parte de un grupo humano que comenzó a migrar a los Estados Unidos y a Argentina en el siglo XIX. Carga con palabras propias en yiddish (lengua indogermánica): pripitchok es cocina; shmuck, estúpido; su sombrero, shtreimel.

En cambio, el Cokboy de esta versión habla ladino, lengua de los judíos que habitaron la península ibérica, de donde fueron expulsados en 1492, cuando un imperio, un nuevo centro, fijó sus confines. Los sefarditas se refugiaron en lugares tan distantes como los Países Bajos, el norte de África del Norte, Turquía, o en el continente americano, huyendo de la persecución.

Ambas lenguas fronterizas expresan su extrañeza al llegar a un nuevo continente, “vot em I doink here?”, “ke fago aki?”, sin importar cuál sea su origen. En su ir y venir, en su vagar, Cokboy invertirá al mundo, creará un nuevo cosmos a partir de otras voces, otras visiones. Su historia del surgir comienza en la tierra de los nuevos desplazados: los pueblos indios.

Si en esta versión el uso del ladino no corresponde, en cantidad, a la presencia del yiddish en el poema, se debe a lo que el mismo Rothenberg (como traductor), anima: apoderarse del texto, transcrearlo. Al emplear el ladino, el mito del trickster —si es que eso es posible— amplía su espectro de acción. Así, Cokboy no sólo llegará (con sus nalgas heridas) a los Estados Unidos, sino también a México, a Brasil, a Perú, a toda América.

 

Cuatro: América (y agradecimiento)

Como podrá inferirse, en esta versión de “Cokboy” la palabra inglesa “America” fue traducida como “América”, todo nuestro continente. Dejo, como nota final, la postura de Jerome Rothenberg al respecto, enviada por correo electrónico (14/06/2014):

Un punto que quisiera aclarar es por qué prefiero, en el poema, usar América en vez de Norteamérica. América es el mundo icónico, presente en mi mente, que abarca todas sus regiones (norte y sur) y a donde se dirigían los inmigrantes cokboys, no importando si llegaron a Nueva York, Argentina e, incluso, a México. Y como [en la traducción] la lengua es el ladino, y no el yiddish, además del español (lengua con la cual, aparte del inglés, los cokboys/vergueros/vakeros/ ingresaron a los dominios indígenas), estoy a favor de mantener América.

Finalmente, quisiera agradecerle a Myriam Moscona la revisión del texto ladino.