Cuando un título es verdad: La Gran Belleza
Salir del cine y sentirse vampiro o asesino o lobo que cuenta monedas y serlo para siempre en un lugar oscuro de nuestra existencia. Eso es lo que se llama una experiencia estética transformadora. No se necesita mucho para hacerle eso al corazón humano, sólo una película con agallas. La Gran Belleza (2013) de Paolo Sorrentino lo es. La gramática desesperada de la pobreza, que sólo se puede mostrar a través de lo fastuoso: una Roma de carnaval, donde las viejas esculturas y palacios se ríen de la pequeñez humana. Una grande bellezza en la que domina el dolor del personaje: Jep Gambardella, el mundano, el escritor de una sola novela de juventud, con el dolor a cuestas de haber formado parte de Roma en toda su estridencia, en toda su fiesta. “Porque la fiesta también hiere”, podría ser el subtítulo de esta cinta. Algunos críticos −que nunca se habrán metido una línea y nunca salen de noche− han dicho que Jep (un Toni Servillo sublime) es un indolente de 65 años a quien sólo mueve el hastío. Se necesitan más años o volver a nacer, quizás, para entender esta película de otra manera, sin hacer psicología de revista femenina, sin darla por hecho. Sólo así se distingue la indolencia de la herida: la noticia de la muerte de una mujer que amaste hace 35 años y que, al casarse con otro, te ha dejado como un fantasma deambulando por las bacanales, al mismo tiempo triste y absolutamente feliz de estar vivo.
Pero en el vacío opulento de Paolo Sorrentino cabe además un existencialismo que nos pone a todos a bailar de horror: ¿cómo contar la historia de la pobreza si, como dice la Santa de Sorrentino con sus encías descarnadas, “la pobreza no se cuenta: se vive”? El director italiano escoge un road trip singular: los trenecitos que se hacen en las fiestas que, citando a Jep, son los mejores del mundo porque no van a ningún lado. Sorrentino escoge seguir al hombre anónimo que guarda en una maleta la llave de los edificios más lujosos de toda la ciudad. Es una visita de noche, fellinesca, cuando todo el mundo está dormido, a esos lugares que se construyeron para dejar clara la sentencia: “soy poderoso, mi vida vale más que la de otros humanos”. Jep y su novia transitan por esos lugares una noche de fiesta, como si se adentraran al otro lado del espejo de Cocteau. Y aquí está quizás uno de los grandes logros de Sorrentino: vamos a ese lugares extraños, hechizados, ubicados casi en el inconsciente humano, pero con una pequeña frase nos regresa al mundo palpable: su camino no es lyncheano, su intención no es visitar los sueños sino la muy real estancia en un mundo pobre y triste y feliz.
Hola. Soy yo otra vez, esa a quien una película arrolló y casi le rompe el cuello. En la historia de un cinéfilo hay películas dulces, estupendas, extraordinarias y cosas como La Gran Belleza de Paolo Sorrentino, que se sienten sagradas, donde la vida da un vuelco y nada vuelve a ser igual al salir de la sala. Sí, esta cinta acaba de ganar el Oscar a la mejor película extranjera, pero eso es lo de menos: Paolo Sorrentino estará allí cuando todo el mundo se olvide de Spike Jonze y muera de flojera con otra película-estilo de Wes Anderson. Su Gran Belleza estará allí para atestiguar el extrañamiento de las nuevas generaciones que nunca lograrán entender por qué Tarantino o Tim Burton parecían directores importantes en su época. Como todos, me pregunto qué dirá Fellini y qué dirá Mastroianni desde allá donde están viendo cada movimiento de Jep Gambardella. Qué dirán de cómo ha cambiado su Roma.