Tierra Adentro

Apenas dije que me iba con él, y se armó el revuelo. Primero mi hermano: déjate de chingaderas, cabrón; ¿no ves cómo está mamá después de la vergüenza que nos hiciste pasar? Y mamá, ahí en la puerta, con el cabello revuelto, llorando. Papá, como siempre, echado en la hamaca, mirándonos nomás. Déjalo, mujer. Qué sacas con hablarle a ese bestia. Ya lo conoces. Déjalo que se vaya, que pruebe la vida, a ver si muy machín… Me eché a reír. Toda esa pinche pantomima nomás para no hablar del “verdadero” problema: que quería irme con un hombre.

Mariano llegó un domingo. Estaba en el molino. Esperaba que dieran las cuatro o que la gente dejara de rondar por ahí y todos levantaran sus puestos y viniera el encargado a pedirme que me apurara porque ya iba a cerrar el mercado… Así tendría chance de dar la vuelta por el parque y tomarme unas cervezas antes de subir al pueblo… Pero los sueños, sueños son, y no me quedaba otro remedio que limpiar el molino o sentarme en la barra de la caseta, aburrido, mirando cómo la gente iba de puesto en puesto, cual moscas, ensuciando todo lo que tocaban…

En los domingos de las últimas semanas me habían hecho cerrar, para que no tuviera tiempo de empedarme al terminar mi turno. Pero la neta es que después no tenía nada qué hacer. Los domingos eran el día en que eso se hacía más evidente, y pos yo le daba al chupe. El alcohol era ese pequeño río en que apaciguaba mi sed, la soledad. Ese pequeño espacio donde me echaba a descansar de mí, de este mundo áspero y esta incapacidad para comunicarme. Y no sé si son ellos o yo. El caso es que nunca logro comunicarme a gusto. A mí las palabras siempre me han parecido mero ornamento. Nada más hay que ver cómo las usa la gente. Dicen una cosa, pero sus actos reflejan otra. Con los años se me ha agudizado el olfato, y me es fácil percibir la mentira en cada palabra, en cada gesto…

La llegada de Mariano lo cambió todo. De pronto, así nomás, ese domingo por fin pude oír, como a lo lejos, un pitido, un ruido medio incómodo que, poco a poco, fue cobrando forma y volumen dentro de mí, hasta convertirse en música (lo que imagino que es la música, porque, a decir verdad, jamás he podido escuchar algo, no digamos ya una canción, un concierto, una sinfonía. Puedo intuirla eso sí. La oigo cuando veo los movimientos, las manos, los pies, las caderas de la gente. Oigo cómo vibran sus cuerpos, cómo de repente todos empiezan a moverse y cómo se va generando una ondulación en el ambiente y luego uno está ahí también, también moviendo el esqueleto y, que yo sepa, no soy mal bailador…).

La música llegó con esa mirada suya, medio despreocupada, concentrada en su mundo, ese mundo musical que encerraba unos audífonos blancos. No era muy guapo, pero el contraste entre su piel morena y su atuendo blanco resaltaba. Y esa sonrisita coqueta chocó con mi mirada. Fue como hallar una cosa bonita, algo especial a lo que aferrarse. Sus ojos en los míos duraron más de lo esperado. Habíamos encontrado un asidero para este domingo tan estrepitosamente trivial. Él quizá había descubierto unos ojos cómplices que lo ayudarían a llegar al lugar de sus prácticas. Yo conseguiría algo más que perderme en la oscuridad de mis pensamientos, de mi soledad…

Creí que la magia se iba a romper. Porque, claro, ahí estaba la duda también, el temor, el posible rechazo, un insulto, un golpe; esas cosas que suelen estar cuando el deseo no es correspondido. Pero Mariano avanzó sin más. Tenía la seguridad suficiente para intentarlo. Sus pasos eran desentendidos. Y fue precisamente eso: esa desfachatez o indolencia o esa forma tan franca de acercarse lo que me lleva a tomar esta decisión. En ese momento todavía no lo sabía, pero ese acercamiento fue el golpe que quebrantó mi mundo o lo que yo, en ese jodido instante, pensaba que era el mundo: una cosa aburrida donde todo se escurre, todo se va al carajo. Lo había visto en la gente: nacía, crecía, se juntaban, se cogían a otros, a veces reían, a veces, muchas veces de hecho, se quejaban y lloraban, y se emborrachaban y, cuando menos lo esperaban, se enfermaban y, pues, qué más, iban a dar al panteón. Yo me entretenía con los chismes. Por alguna razón, casi siempre sabía quién se acostaba con quién. Sí, se podía decir que sabía los secretos de la gente y, nomás para divertirme, me gustaba señalarlo, hacerlo obvio, burlarme, porque claramente yo no me sentía parte de ese mundo… Aunque me habían mostrado imágenes, revistas con chichis y vergas, y me la jalaba cada tanto, no sabía realmente qué era el contacto con otro cuerpo…

Como digo, se me quebró el mundo y, curiosamente, fue con miradas y palabras y risas. Mariano se me acercó como nadie suele hacerlo en este pinche pueblo, sin prejuicios. Sin más, comenzó a hablarme. Me dijo su nombre y que estudiaba medicina en la UNACH y que había venido a hacer sus prácticas en Zacalapa; ¿así se dice?, bueno, más bien yo pedí que me enviaran ahí, porque es el pueblo donde nació mi abuelita y, cada que puede, me habla del río, de la gente, de sus compadres; además, si quería ahorrar y ser útil ahí estaba la oportunidad, ella misma iba a hablar con el comisariado que, al parecer, era hijo de una su comadre, tía Jacinta… En fin que, en un desborde de palabras, dijo quién era, para qué venía y qué buscaba. Y como le gustaba hablar más que escuchar, pues siguió hablando y hablando y yo mirándolo, mirándolo, y sonriendo en mis adentros, pensando en cómo iba a reaccionar cuando se diera cuenta de que yo en mi perra vida había dicho una puta palabra. Todo lo que podía emitir eran silbidos, berridos, ruidos carentes de significación. Pero ahí estaba yo, atento, tremendamente divertido por la manera en que hablaba, se movía y me hacía cómplice de sus tonterías. Cuando, después de varios minutos, tal vez inquieto por esa mirada fija, esa manera en que frunzo el ceño cuando me concentro, cuando intento prestar atención, un poco titubeante dijo: eh, bueno, solo quería preguntarte cómo le hago para ir a Zacalapa…

La escena siguiente fue ridícula. Ahí estaba un pobre chimpancé gesticulando, esforzándose por hablar; un extranjero de sí mismo intentado no sentirse estúpido… Lo bueno es que rápido reaccioné, y me empecé a cagar de risa. Y nada. Lo tomé de las manos y lo llevé hacia afuera del mercado y le señalé dónde estaban las camionetas y, tras un segundo de duda, también le mostré mi moto y, con señas, le dije que, si me esperaba, yo podía llevarlo. La captó de una. Sonriendo dijo: va, me late. Media hora después íbamos en la carretera hacia Zacalapa. Él atrás, aferrándose a mí, y yo, sintiendo la cercanía de su cuerpo. Iba nervioso, con el deseo a flor de piel. La traía bien dura. Todo yo no era más que pura excitación, hasta me costaba mirar el camino… 

Lo llevé con el agente municipal. Lo recibió de una manera apática, pero amable. Le permitió quedarse en la Casa Ejidal. A eso de las nueve de la noche le fui a dejar una cobija, una taza de café y pan. Con esa lucecita amarilla que suele haber en nuestras casas iluminamos nuestra plática. No era nada más yo, algo en sus modos me hizo saber que tarde o temprano iba a pasar. Empecé a frecuentarlo. Lo buscaba todos los días. Me gustaba estar con él, porque me contaba todo lo que hacía, lo que pensaba y lo que aprendía. Nadie me había tratado así. Nadie me había hecho sentir como alguien digno de atención. Por eso me hice su enfermero, su chofer, su mano derecha. 

Cierta tarde, después de bañarse, salió sin camisa y se puso a ordenar no sé qué cosas. Yo estaba en un rincón, acurrucado, observándolo. Me vio viéndolo. Sacó una lamparita y me dijo: ven, quiero revisarte el oído. Tal vez se pueda hacer algo o conseguirte un aparato. Se colocó detrás de mí. Con delicadeza puso sus manos en mi oreja. Sentía cosquillas y me alejaba. Espérate, decía. Yo me reía nomás y lo dejaba hacer. Empezamos a tontear. De pronto sentí sus labios. Qué cosa más deliciosa. Qué suave y gustosa cosquilla. Y después su mano en mi pecho y luego más abajo y más abajo hasta comprobar mi excitación. Me puse de pie. Pensó que me había enojado o algo así, y se hizo para atrás y me dijo discúlpame, no era mi intención. Pero yo solo me bajé el pantalón y se lo ofrecí. Boca para qué te quiero: empezó a mamármela. Con qué ternura, Dios mío. Qué bien sabía manejar su lengua. Sorbía la punta, la iba humedeciendo y, poco a poco, se la metió toda. Y yo, ah, cerré los ojos. Me dejé llevar. Esas cosas no se aprenden. Se saben, y ya. Así que agarré su cabeza y comencé a darle… Luego se paró y se la sacó y comencé a masturbarlo y a besarlo. Qué necesidad tenía de besarlo. Lo abracé con fuerza, bajé mis manos a sus nalgas. Por fin había otro cuerpo para mí, otro cuerpo que se me ofrecía con total libertad. Lo estreché en la pared. Le puse saliva y quise metérsela de tajo, pero me detuvo. Corrió a su mochila. Sacó un par de preservativos. 

Yo no sabía cómo usarlo. Sabía de su existencia, porque algunos hablaban de eso. Recuerdo a unos chicos de la secundaria que se reían porque una enfermera había llegado a enseñarles cómo ponérselo. Pero nadie lo utilizaba. Para qué, aquí las cosas son como son, tienes ganas, se te para y, si hay dónde, lo metes y ya. Eso es lo que decían esos chamacos. 

Cuando regresó me la volvió a mamar. Casi sin que me diera cuenta me puso el plastiquito. Se volvió a poner de pie, retomó la postura en la que estábamos y me dije: es mi momento. Pero qué difícil fue. No es que no le atinara. Es que sentía raro, como que no quería entrar o que él no me permitía entrar. Casi desisto esa vez. Se dio la vuelta. Me dijo que no era así. Yo te voy a enseñar, dijo y me puso de espaldas y empezó a acariciarme y a apretarme el pecho y a repagármela y a recorrer mi espalda con la boca hasta bajar a mis nalgas y morderlas con suavidad. Lo dejé hacer, porque sabía que me estaba enseñando cómo hacérselo. Lo hizo tan bien que, al chile, me gustó que me la metiera. Y mucho. Cuando me la sacó y me dijo que era mi turno, yo ya no quería, quería que me la volviera a meter. Se lo intenté explicar, pero me dijo: no, te toca. No me quedó más que hacerlo hasta venirme. Y qué ruido, Dios, como el del zaraguato o del Tzukowa, se perdió en la noche. 

En los siguientes días solo quería repetir. Cada vez que lo veía solo quería metérsela o que me la metiera. Ya no quería platicar, escucharlo; solo quería gozarlo. Él por supuesto me dijo que me lo tomara con calma. Pero entonces la gente del pueblo empezó a hablar. Yo la verdad no disimulaba. Creía que nada iba pasar. No sé quién nos vio o nos acusó o qué pasó, el chiste es que un día el comité de ancianos le mandó a decir que querían hablar con él. Se hizo una asamblea en la que se explicó el caso: había quejas sobre su comportamiento moral. Así dijeron. Quienes ya lo sabían, nomás se reían por lo bajo. Y agregaron que, según nuestras costumbres, debía buscarse una solución. Exhortaron a la comunidad a que valorara los pros y los contra y que decidieran con el corazón… Que se vaya, que se vaya, empezaron a gritar unos cuántos, y yo no aguanté más y me puse como energúmeno y empecé a berrear en medio de la asamblea. Se dieron cuenta de que estaba bien enculado y que sería peligroso que dijera algo, así que rápidamente me cayeron el agente municipal y los dizque policías. Habíamos quedado en evidencia. Por eso, en lugar de permitir que Mariano se fuera, nos encarcelaron. Allí estuvimos tres días, a la vista de todos. Pa’ qué nos diera vergüenza. Pero qué vergüenza me iba a dar, yo lo que estaba era encabronado. 

Nos soltaron cuando mi familia rogó por el perdón y pagó no sé qué cantidad. Salí con ganas de partirme la madre con el primero que se me atravesara. La condición para liberarnos fue que el doctor debía irse inmediatamente y yo tendría que pagar con jornales de trabajo comunitario durante tres meses. Pero qué ganas iba yo a tener de regresar a mi pinche vida aburrida, de regresar a mi puesto en el molino. No. Yo sabía que nada nunca iba a ser igual. Y por eso le dije a mi familia que me iba a ir con él. Y después de esa escena tan patética, heme aquí en medio de la noche susurrando el nombre de Mariano, buscándolo en las sombras, donde le dije que me esperara. No sé qué será de nosotros cuando salga el sol.