Cuando la casa se derrumba (primera parte)
La nueva vida de los jóvenes haitianos en la frontera
1.
como si la tierra dijera:
ya no puedo contigo
En 2010 la tierra se opuso a la humanidad de Haití. La tarde del 12 de enero, en Puerto Príncipe, las capas tectónicas del norte ejercieron presión sobre las del sur y las del sur respondieron moviéndose al lado contrario. Sus salientes rocosos chocaron entre sí para provocar un temblor de 7,0 grados. En la carretera nacieron grietas hasta de diez metros de profundidad. Parecía que de sus entrañas se escapaba un grito de reproche.
Los automóviles estacionados se zarandearon, las casas se colapsaron de un momento a otro y el rostro de la ciudad empezó a desfigurarse, como se desfiguraron los de los pobladores al descubrir que sus patrimonios, construidos durante una vida, se habían convertido en escombro, y algunos de sus familiares habían sido tragados por una mano de polvo.
Mientras luchaban por caminar sin pisar a los muertos, por entender qué sucedía y hallar refugio, las réplicas no se hicieron esperar: seis replicas castigaron la isla durante las dos horas que siguieron al primer temblor, y hubo otro más de 5.9 al día siguiente mientras los heridos y los muertos eran llevados a los pocos hospitales que funcionaban.
Para los cristianos el sismo era la mano inclemente de Dios: los aleccionaba por haber pedido ayuda al vudú para abolir la esclavitud en 1801. Para los ancianos de la magia negra, era un castigo de los dioses oscuros por encomendarse a Dios después de haber sido liberados de Francia. Durante el sismo, Haití era el país más pobre del continente americano. El 55% de los haitianos vivía con menos de 1.25 Dólares al día. En ese momento, sin embargo, la tierra parecía gritar: “ya no puedo contigo”.
Los jóvenes fueron en su mayoría los sobrevivientes del terremoto. Se habían quedado sin escuela, sin hogar y algunos sin familia. En medio de un país partido sus posibilidades de crecimiento estaban en Francia o en los países sudamericanos. La Federación Internacional de Futbol (FIFA) anunció en 2011 que el mundial sería en Brasil y la noticia se convirtió en un llamado de apoyo para los haitianos. Los más de trece mil millones de dólares invertidos en la construcción de estadios y en la rehabilitación de calles produjeron una alta tasa de trabajos temporales para los brasileños y extranjeros. Se estipulaba que además de estos, había alrededor de trescientos ochenta mil plazas laborales en bares, hoteles y el sector turístico. Muchos jóvenes haitianos viajaron a conseguirlos. Una vez instalados y tras haber pasado el mundial, algunos retomaron sus estudios y empezaron una familia allá. Otros optaron por irse a Chile o Venezuela.
Al poco tiempo la falta de empleo, los salarios bajos, la xenofobia y las políticas de un Estado fallido los obligaron a mirar al norte. La administración de Barack Obama llegaba a su fin. Entre la comunidad se rumoraba que en Estados Unidos habría la oportunidad de conseguir una visa humanitaria. Un gran número de ellos optó por viajar antes de las elecciones y la entrada de un nuevo mandatario. Con sus ahorros de dos o tres años, préstamos de familiares o el banco, los jóvenes iniciaron su éxodo por Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Ninguno imaginó que las políticas migratorias cambiarían y que su verdadero destino sería Tijuana.
En los últimos meses de 2016 llegaron a Baja California alrededor de veinte mil haitianos. Se les veía caminando en las calles cerca del canal o vendiendo dulces en las garitas de San Ysidro y Otay. Los primeros en auxiliarlos fueron los miembros del desayunador salesiano Padre Chava, lugar que se halla junto a la carretera Internacional, El Bordo y la línea divisoria de lámina que separa el canal de Tijuana con San Diego. Como el refugio no contaba con espacio suficiente, los haitianos levantaron casas de campaña (los que contaban con dinero) o tendieron cartones y cobijas en la calle, para poder descansar luego de un viaje de semanas, si habían tenido suerte, o meses.
Hoy, en la rutina diaria de la ciudad, es común ver a jóvenes de color trabajando como despachadores en el mercado Hidalgo, en autolavados, en la construcción, en gasolineras, en restaurantes o en las líneas de producción de las maquiladoras. Algunos han hecho examen de admisión en universidades públicas y privadas de Tijuana y han logrado retomar sus estudios. De los veinte mil, las estadísticas del Colegio de la Frontera (Colef) indican que tres mil siguen aquí y cinco mil están repartidos en todo el estado. Parte de la suma faltante cruzó a Estados Unidos, algunos lograron quedarse, pero no se sabe la cifra exacta, otros fueron deportados a Haití y algunos se encuentran en otras ciudades de México.
2.
la voz de los viajeros
Pascal Ustin Dubuisson tiene veinticinco años y es escritor. Llegó el 8 de diciembre de 2016 a Tijuana. En su viaje cruzó la frontera más peligrosa del mundo, llamada Darién Gap, y escribió un pequeño libro sobre ello. Lo escribió en francés recién llegó y lo publicó dos años después en español. Se llama Sobrevivientes, Ciudadanos del mundo. Lo ha presentado en Ensenada y Rosarito, y lo han invitado a la Ciudad de México para hablar con universitarios. Es la primera novela de non-fiction sobre la travesía migrante haitiana por Centroamérica. Incluso puede leerse como un manual para sobrevivir las seis fronteras que deben atravesar los viajeros para llegar a México. También es una historia sobre los amigos que se van perdiendo en el camino.
—Aquí en Tijuana —me dice Ustin—, si tú callas es porque quieres. Las oportunidades no faltan.
De los cinco jóvenes que entrevisté, él es de los pocos que hablan español fluido. Lo relaciona con el portugués que aprendió en Brasil, país al que migró a sus veinte años, después del terremoto. Su primera lengua es y será siempre el creole, la hablada en Puerto Príncipe y en toda la zona del Caribe por los migrantes haitianos. Aunque Ustin escucha hip hop francés, no le gusta decir que es su lengua madre.
—El criollo es mi orgullo, mi sangre, con él derrocamos la esclavitud. Soy escritor se dice mwen se yon ekriven, soy viajero, se dice mwen se yon vwayajè.
Mientras Ustin fuma recuerdo el lema de los tijuanenses: en este territorio de tierra cortado por el mar, ‘aquí empieza la patria’. Le pido que me lo diga en creole.
—Se la patri a kòmanse; el creole es una lengua combativa, de convicción, de guerrero —añade.
—¿Has sentido rechazo o discriminación en Tijuana? —le pregunto.
—No, rechazo no, porque a mí nadie me rechaza. Soy fuerte. Discriminación, sí. A mí nadie me puede rechazar porque soy rudo. Me dices algo en contra, te diré lo que tú tienes que escuchar. Discriminación he sufrido, desde miradas y actitudes. Pero nosotros somos más fuertes que eso. Jamás nos vamos a dejar llevar por miedo o desconocimiento de la gente. La gente no entiende que todos somos iguales, tenemos alma, sangre.
A Ustin lo conocí en la entrada de Espacio Migrante, una organización civil sin fines de lucro que formaron en 2012 jóvenes estudiantes. Su misión es la protección de los derechos de los migrantes, su empoderamiento a través de la información y la cultura, así como sensibilizar a la comunidad con el tema de la migración. Paulina Olvera, su directora, me explica que poco a poco los mismos haitianos con y sin profesión se han integrado como parte del equipo y ellos mismo han ayudado a que los centroamericanos se integren.
Espacio Migrante se encuentra en la avenida Negrete, la cual es paralela a la mítica avenida Revolución. Aunque una estación de policía municipal se encuentra cerca, desde hace años esa zona había sido de conflicto y solía estar tapizada de basura. Ahora está siendo apropiada por haitianos: levantan una barbería y un restaurante de comida popular de su país.Ustin supervisa la rehabilitación de Espacio Migrante diariamente. Fotografía por Flor Cervantes.
Aunque ya había buscado información sobre Ustin en internet, la cual lo menciona como el primer escritor joven haitiano en la ciudad, aprovecho para sacarle plática mientras fuma. Me cuenta que es escritor y activista. Para romper el hielo, le pregunto que si en verdad tiene 24 años. Una vez que me responde, añado que se ve más grande que yo.
—¿Pues tú cuántos tienes?
—34.
—Me ganas con diez, pero he visto muchas cosas —se ríe enseñando sus dientes blancos y suelta el humo de su cigarro—. ¿Quieres mi libro?
—¡Claro!, me gusta comprar los libros de mis colegas escritores, más si son de Tijuana o viven aquí.
—Te lo vendo a trescientos pesos.
—Ah caray —le respondo en tono de broma—,está muy caro, ¿no?
—La gente no sabe lo que vale el arte, lo que vale el alma de uno, por eso les parece caro. Pero si tú eres escritor, sabes que uno no vive de esto. Yo no vivo de la venta de mis libros. Aunque me gusta escribir.
—Ya somos dos. Por eso vengo a entrevistarte. Pero aparta un libro para mí, te lo voy a comprar.
Las actividades de Ustin en Espacio Migrante son integrar a los haitianos recién llegados a la comunidad tijuanense. Imparte clases de creole a mexicanos, estudia en el Centro Universitario de Tijuana (CUT) y junto a gente de Baja California y paisanos suyos ayuda a restablecer el recinto. Este 2019 se mudaron a la avenida Negrete para ofrecer, además de las clases, un amplio albergue en el corazón de la ciudad. Algunas veces colabora con los albañiles a poner el piso de la segunda planta, levanta los muros que dividirán las aulas o simplemente espera en la entrada, como un faro encendido frente al océano, la llegada de nuevos migrantes desorientados, para ofrecerles cobijo. Mientras camina en las calles de Tijuana, escucha con los audífonos de su celular a The Migos o Drake, y escribe las ideas que se le vienen a la mente.
—De México solo conocía el mariachi —me dice—, pero a mí me gusta el hip hop.
Durante la noche tijuanense, si te detienes en alguna de las calles que se conectan con la avenida Revolución, te encuentras a chicos de tez negra, de gorra, pantalón ajustado y playera de manga corta. Disfrutan la vida social de la ciudad y se funden con la noche, con los otros jóvenes de Tijuana o San Diego.
—¿Y ya tienes novia?
—Sí, se llama Jessica y tenemos un hijo pequeño —me dice.
—Tú no pierdes el tiempo, ¿verdad? Llegaste con ganas de dar amor.
—Mi hijo es el primer haitijuano —se ríe.
En la dedicatoria de su libro, se lee: “para André Pascal Dubuisson Rodelo”.
Su esposa se llama Jessica, estudió comunicación. Los tres viven en Rosarito, un municipio frente al mar, cuyo desarrollo es turístico e inmobiliario, quienes más compran terrenos o casas son norteamericanos.
Por mera curiosidad, porque así somos los escritores con los colegas, le pregunto qué editorial publicó su libro. Me dice el nombre y me explica que lo vende a trescientos pesos porque el tiraje de mil le costó ciento veinte mil.
—Pero ya vendí quinientos —precisa.
—¡Wow! —respondo asombrado, ocultando mi desconcierto por el costo exagerado, y prefiero agregar:— has vendido más libros que los que venden amigos míos.
—Es que trabajo mucho y lo enseño.
En Tijuana existen imprentas que se hacen pasar por editoriales. Venden sus servicios de diseño editorial a costos altos, orientados a académicos que buscan publicar sus investigaciones de posgrado para engrosar su currículum, o a señoras que intentan dejarle alguna herencia escrita a sus nietos en forma de libro, o a escritores en ciernes que ahorraron durante años para publicar por fin. Aunque algunos libros, como el de Ustin, son un registro o investigación importante sobre un acontecimiento, las ediciones no son fáciles de leer.
Abro el ejemplar. Descubro que el papel de la portada es una opalina endeble y que las tintas de la ilustración están decoloradas. Leo que el ISBN está en trámite y noto que no cuenta con el detallado del tiraje, las tipografías y el tipo de papel. La suma de un robo desleal hacia un sector vulnerable, que busca dejar un testimonio fiel de una cruel travesía por el Darién Gap y cómo lograron llegar a Tijuana.
—¿Por qué escribiste este libro? —le pregunto.
—Soy escritor desde hace tiempo, está en mi sangre, quiero que mi voz sea la de los que no pueden hablar. Los migrantes tenemos el mismo apellido: viajero. No importa del país que seas. Viajamos por las mismas razones. Merecemos la misma oportunidad. Buscamos una vida digna. Por eso escribí mi libro.
3.
la otra frontera salvaje
En el imaginario colectivo del mexicano existen dos muros de la discordia. El que desune la frontera norte con Estados Unidos y se alimenta de la xenofobia de Trump, y el que divide la frontera sur de Guatemala. Este último muro está ubicado en Tapachula, Chiapas, y es popular por la película La vida precoz y breve de Sabina Rivas (2012), basada en la novela de Ramírez Heredia, La Mara (2004). Pero existe otra frontera más cruel, se llama Darién Gap y separa a Colombia de Panamá. Es la cuarteadura silvestre del proyecto total de la carretera Panamericana, planeada en 1950 entre los países geográficamente cercanos para unir sus fronteras desde Alaska a Argentina. Pero desde hace sesenta años la naturaleza ha sido más poderosa que el progreso. Panameños y colombianos no se han puesto de acuerdo para abrir una brecha de asfalto en los ciento sesenta kilómetros de selva y ríos, y así vincular a los poblados de Yaviza y Turbo, ruta donde cubanos, yemenís y haitianos viajan con rumbo a Norteamérica para pedir ayuda humanitaria.
En el Darién Gap aparte de coyotes que ofrecen sus servicios a precios muy altos, traficantes de personas, grupos de la guerrilla, policías y militares corruptibles, está la fauna silvestre: jaguares, cobras, caimanes, macacos, insectos y reptiles venenosos, así como pantanos y ríos traicioneros. Ese camino lo cruzaron Ustin y veinte millares de haitianos más para llegar a Baja California. Aunque en nuestra plática el chico no detalla su travesía, en su libro documenta su paso por alrededor de ocho refugios: “Íbamos a cruzar una montaña que tardaríamos ocho horas en recorrer y que no se nos ocurriera tocar ni un árbol, ni una hierba porque podían ser muy peligrosas para nosotros, hasta mortales. Las plantas estaban llenas de espinas, no nos podíamos apoyar o recargar en ninguna”.
En las noches, mientras descansaban, no sabían si lo que se escuchaba cerca de ellos era un compañero, una cobra o un jaguar. En los refugios los soldados solo ofrecían arroz, fideos y sal. Para poder cocinar, ellos debían agarrar agua del río, donde se habían ahogado algunos de sus compañeros. En los mismos refugios existen vendedores controlados por el Servicio Nacional de Fronteras, que venden comida y agua en dólares que superan el presupuesto del viajero; guías que cobran de veinte a cuarenta dólares por persona para llevarlos de un refugio a otro, para después, a mitad del camino, asaltarlos. “El que no podía pagarles —narra Ustin—, daba sus tenis o lo que pudiera… hubo mujeres que tuvieron sexo con ellos y con los militares. Ellas solo querían llegar a Estados Unidos”.
En sus viaje aprendieron a esconder el dinero en desodorantes y la planta de los tenis. En los refugios, para no demorar su travesía, encontraban las maneras de falsificar el turno de salida que el Senafront les daba para regular el flujo migratorio, pues solían retrasarlos hasta semanas si no pagaban por su salida. También aprendieron a viajar en grupo, se echaban a los hombros a los niños y ayudaban a las mujeres embarazadas a caminar al mismo ritmo, y dejaban objetos visibles a su paso, como prendas, para esparcir rastros que los previnieran de no caminar en círculos en la selva o para advertir a los demorados cuál era el sendero correcto.
—En tu viaje, ¿a qué le tuviste más miedo, Ustin?.
—A la muerte —me dice—, pero mejor pienso en la vida y las nuevas oportunidades. Lo que he vivido me ha enseñado atajos para llegar más rápido a lo que deseo.
—¿Cómo te sientes viviendo en Tijuana?.
—Bien, me gusta la ciudad.
—¿Y deseas quedarte a vivir aquí.
—Estoy aquí, estoy feliz por el momento. Quiero servir a este país como él me ayudó a mí. México es como mi segunda madre.
Aquí puedes leer la segunda parte.