Tierra Adentro

No es casualidad que aun en la época de la escritura en soportes digitales, los cuadernos constituyan un referente, casi normativo, de la figura del escritor. Resulta difícil imaginarnos a uno de esos patéticos hombres recorriendo el mundo sin tomar apuntes del paisaje, evitando anotar un soliloquio sobre las fatalidades del ser o negándose a realizar una pequeña apostilla en torno a la maravillosa luz que se cuela por el campanario de una iglesia. El escritor lleva un cuaderno casi por reglamento. Yo mismo llevo uno, lo cual no necesariamente me legitima como escritor, sino que me suscribe a esa figura del melodrama literario que tanto encanta a los cineastas y a los periodistas mediocres.

Blanco, 4Gb de memoria interna y mucho más pequeño que un separador, mi primer iPod no me permitía realizar notas. Apenas contaba con las características fundamentales para reproducir música y video. Lo perdí mientras tomaba una siesta en CU, probablemente alguien que pasaba por ahí, aprovechando que mi sueño es profundo y mi flojera inmensa, lo tomó sin llegar a molestarme. Mi madre enfureció, en gran parte por mi descuido, pero más que nada porque aún estaba pagando por ese aparato. Prácticamente cualquier reproductor de mp3 que haya tenido durante la adolescencia fue pagado a plazos, los iPods número dos y tres, un pequeño shuffle que desapareció en un taxi rumbo a Miguel Ángel de Quevedo y un nano de la tercera generación arrebatado por un par de delincuentes, que además me lastimaron con un desarmador, no fueron la excepción. Estos modelos tampoco permitían realizar notas, el primero de ellos, de hecho, ni siquiera contaba con una pantalla para informarte sobre la canción que estabas escuchando. Memorizar los inicios de las canciones fue un arte que alcancé a perfeccionar durante la vida útil de aquel diminuto aparato.

Una vez finalizada la adolescencia, si es que eso de verdad sucede, adquirí mi primer iPod Touch: un modelo nada grandilocuente con una capacidad 8Gb y una pantalla de 3,5 pulgadas que permitía, además de usar aplicaciones, realizar notas. No lo tomé muy en serio al comienzo, las notas en pantalla parecen perder su identidad de apunte personal, uno tiene la impresión de siempre estar escribiendo un mensaje que alguien más leerá, un mensaje con un destino claro; rechazando ese curioso hermetismo del cuaderno, el supuesto de que nadie va a leerte y por lo mismo importa poco lo que escribas. Para el cuaderno no existe tal cosa como otra lectura y habría que preguntarse, incluso, si es ahí donde puede mirarse el atisbo de una literatura sin multiplicidad de lectores.

Las primeras notas que realicé en ese iPod fueron pedazos de texto meramente funcionales: una dirección, un número de teléfono, un correo electrónico, largos etcétera. No tardé en darme cuenta que la notación resultaba mucho más sencilla en pantalla que en la libreta. Si de pronto hallaba una cita de Vallejo, Perec o Vila-Matas, la transcribía con prolija velocidad a la aplicación del iPod sin tener que preocuparme por descodificar los jeroglíficos de mi letra o, de haber encontrado la cita mientras leía en un camión o pesero, neutralizar el movimiento del automóvil con la firmeza de mi puño.

Mario Bellatin no lleva ningún cuaderno consigo, pero finaliza su libro El hombre dinero con la leyenda «Enviado desde mi iPhone». Esto se torna evidente en la forma de contar la historia: mediante fragmentos, desde esas líneas que surgen de la necesidad de escribir y no tanto de la disposición para hacerlo. Desde el automatismo del aparato, Bellatin quiebra o acorta la distancia establecida entre el escritor y su escritura. El aparato es puro momento intuitivo; la escritura, aunque parte de un proceso más complejo, también se suscribe a las posibilidades de la intuición. Como descubriendo un camino posible a través de un camino de terracería, una palabra le sucede a otra sin llegar a ser lineal, o mejor dicho, desde una supuesta linealidad propia de los trucos que permiten a la escritura seguir generando escritura. Ninguna escritura sigue un camino recto, mucho menos uno perfectamente pavimentado.

Quizá la literatura también participa de esta sospecha: el hallazgo de un camino cuyas aristas revelan la posibilidad de encontrar o construir otros. Lo medios, mutaciones o aparatos que generen estos caminos pueden obviarse, pero en este fractal, en esta multiplicación que bien podríamos considerar algorítmica, el texto se muestra como una tentativa. La escritura es una forma de hallazgo, una forma de presentimiento.

Escritura y lectura suceden a pesar de las interfaces donde son ejecutadas. Discutir las diferencias entre leer y escribir en pantalla o papel es una labor inútil. Convertirse en partícipe de esta disyuntiva implica obviar un hecho contundente: la literatura es mucho más que el soporte donde es leída, lo mismo aplica para la escritura. La verdadera discusión está en el cómo y por qué escribimos, en el cómo y por qué leemos y no tanto en el medio en que lo hacemos.

El acto de escribir en el iPhone o cualquier otro teléfono no debe asumirse como parte de una escueta vanguardia, sino como el principio de una escritura intuitiva. No seré el único en admitir que, a pesar de llevar un cuaderno, anoto ideas y líneas de texto en el iPhone. Textos como éste han comenzando ahí, escritos en las notas y la aplicación de Google Docs. A esta velocidad, la escritura se revela como un trazado que en principio no se dirige a ningún lado y cuya única garantía es que no hay garantía alguna. Lo cual no la hace distinta de la escritura ejecutada a mano. Parafraseando a Bellatin en Jacobo Reloaded, el escritor ha de quedarse siempre como escritor —por lo tanto lector— en mutación continua. Si hemos creado nuevos soportes para la escritura, se debe a que también hemos encontrado nuevas formas de escritura, nuevas artimañas a la hora de escribir. Y este simple hecho atenúa toda catástrofe para la escritura, toda predicción de fatalidad, toda conjetura de que llegará un momento en el cual no pueda escribirse más.