Tierra Adentro
Ilustración por Mariana González

Your sister says that every week
You just come home to eat and go to sleep
And you make plans you never keep
Because your mind is always in the streets
You better get yourself together
Look for something better

Street boy, Sixto Rodríguez

 

Llegamos a la sala quince minutos tarde, un mar de ruidosas cabezas afeitadas nos dio la bienvenida. Por un momento me sentí como en un orfanato exclusivo para hombres, pues contándome, éramos apenas tres o cuatro mujeres, rodeadas de unos cincuenta varones de todas las edades a partir de la adolescencia. Mi hermano saludó a su padrino y a sus compañeros; nunca se lo dije, pero parecía orgulloso de que lo viera actuando de una forma tan varonil ante ese mundo de personas en desintoxicación. Conforme avanzó la charla los señores más grandes se dispusieron a hacer la siesta, cabeceaban sin temor al que estaba en la tribuna; los jóvenes murmuraban chistes, sólo unos pocos se mantenían expectantes.

No pude concentrarme en el tema, intenté descifrar las razones por las que mi hermano quería compartirme aquella experiencia en doble A. Meses atrás había estado en un centro de rehabilitación por segunda vez, ya se encontraba en casa, entusiasmado por salir de nuevo a la vida dejando atrás sus días en aislamiento. A ratos me sentí como en un salón de clases, pero sin distinguir muy bien qué grado escolar cursábamos, había participantes queriendo sobresalir con sus preguntas “profundas”, otros mirando en un punto fijo para ocultar que están muy lejos del aquí y el ahora, y acaso, entre la multitud, algunos tomando notas para la vida.

El primer paso: reconocer que mi hermano formaba parte de ese grupo de hombres que cargaban con el estigma. Dos integrantes de mi familia materna fallecieron por causas asociadas al alcohol, mi abuelo a sus cincuenta años y mi primo Lázaro antes de los treinta. Nunca esta circunstancia me despertó el interés de indagar sobre las causas de su enfermedad, pero conforme los padecimientos abrazaban su vida, tuve que aprender a lidiar con los llantos de mi madre que, al borde de la cama, parecía formular una serie de preguntas en el aire. Creaba suposiciones que a todas luces le quitaban el ánimo de vivir. Recordarle que existe una predisposición genética al alcohol no ayudaba a despejar sus dudas, al contrario, pensar que el mal heredado era apenas controlable la sumía en un estado de pasividad absoluta. Se preguntaba, imagino, ¿en qué momento el amor a un hijo se transforma en tanta angustia? No es que lo dijera de esa manera con exactitud, su planteamiento en realidad era simple “Sólo quiero saber por qué lo hace”.

Sé, por la imagen atroz que proyectaba su semblante, que él también se lo planteó con insistencia. Nunca lo cuestioné por miedo a la respuesta, sabía que, si fuera fácil de responder, entonces quizá nos habríamos ahorrado, años atrás, el primer sitio de rehabilitación que era mucho más demandante. Sentí que la única forma de apoyarlo era darle su espacio, dejar que sus preguntas brotaran en un sitio donde él pudiera ordenarlas y luego aceptar que probablemente nadie sería digno de sus conclusiones. O tal vez me convencía de eso para desprenderme de la responsabilidad adquirida: lograr que esta historia fuera distinta.

Al finalizar la charla de doble A volvimos a casa. Él me miraba como buscando una especie de aprobación o un mínimo indicio de interés. A mí simplemente me costaba digerir la imagen y las historias. En ese sitio me sentí como en un grupo de niños aprendiendo a hablar. El centro de rehabilitación se me figuró la isla perdida en que los niños de El señor de las moscas se ven obligados a construir una nueva forma de convivencia. Parten de la nada, ninguno es mejor que otro y, sin embargo, alguien dicta lo que se debe hacer: una caracola en forma de estrado.

 

Existe una famosa fotografía en la que Raymond Carver mira fijamente a la cámara, su postura es desafiante, el pelo cano le da un aire de astucia, parece como si sus labios escondieran una sonrisa muy en el fondo. La pared oscura armoniza con la ventana luminosa a su costado, este retrato del escritor es el perfecto claroscuro de su vida, la proyección de lo visible y lo invisible, la dualidad del mundo real y la ficción conectadas por la mano que escribe.

Me gusta pensar la escritura de Raymond Carver como esas que se desprenden de la faceta glamurosa del alcohol y las letras. Con él no hay bebidas elegantes como la absenta de Wilde, el recuerdo de su padre y el whisky puro son suficientes. El líquido malteado que recorrió la garganta del escritor Raymond Carver Junior, como antaño la de su padre Raymond, extrajo de su boca las palabras con las que honró sus recuerdos. De su texto La vida de mi padre rescato el consejo que éste le ofreció un día:

 

“Escribe sobre cosas que sepas. Escribe sobre esas excursiones a pescar que hacíamos.”

 

A Junior, por aquel tiempo, le interesaban otros temas; no porque esas anécdotas le fueran indiferentes, sino porque hablar de ellas no le apasionaba tanto como los recuerdos marginales de su vida en general. La relación de los Carver se resume en un lazo de amor odio que deja ver un poco las inconsistencias del recuerdo, en cuanto más se verbaliza más se desvanece:

 

(…) Padre, te quiero,
pero cómo darte gracias, yo que tampoco
aguanto el trago
y ni conozco los sitios donde se puede pescar. 1

 

El narrador y poeta de Oregón no parece buscar una justificación en el retrato de su padre, a cuestas logra revivir un recuerdo que le proponga una teoría acerca de sus intereses y defectos en común, sus herencias irremediables. Escarbar en esa imagen de su mentor a los veinte años es su primer paso a la empatía: el realismo sucio en el que no caben las idealizaciones fortuitas. Tal vez Raymond padre enseñó a pescar a Junior, pero olvidó señalarle los sitios predilectos para hacerlo; o quizá fue el hijo quien, enfocado en la imagen estática del agua y su brillo apacible, olvidó el resto de los consejos. Su padre le enseñó el cómo, pero era tarea de Junior reconocer el sitio idóneo y la temporada adecuada para extraer las percas amarillas del agua.

En Cruzar el umbral al Medio Oriente, Carlos Martínez Assad recuerda que “el hijo necesita armar su propio relato, un relato independiente que lo ayude en su necesario camino de emancipación”. El relato del escritor Raymond Carver está inconcluso, perdido entre las sobras de un padre cercano pero disperso, intangible como el reflejo móvil que proyecta un cuerpo sobre el agua. A diferencia de la diatriba de Franz Kafka contra su progenitor, la evocación de Carver no se inclina por el reclamo, apenas si deja ver la carencia de juicios morales que volcarían sus quejas hacia él mismo. Escribir contra el olvido o escribir en respuesta al olvido es, en ocasiones, una reconciliación de búsqueda perdida. No sé si los textos que el escritor dedicó a su padre lograron devolverle un poco de tranquilidad, o en el mejor de los casos, un breve desahogo. Se bebía el recuerdo del padre y las palabras brotaban como una resaca maliciosa, fermentación de angustia, dolor por el presente.

En un principio supuse que el problema de mi hermano tenía que ver con la traición de mi padre, historia común de los matrimonios fallidos. No era el primero ni el último en padecerlo, su padre, nuestro padre, nos había condenado al olvido. Era eso y los otros tantos secretos que jamás nos revelaría, por nimios que fueran, ninguno valía la pena ante la falta del hombre que no lo enseñó a pescar, o a manejar, o a cosechar las verduras para sobrevivir la temporada de invierno. Eran vagos sus recuerdos, perdidos todavía más entre la bruma de su memoria en descomposición.

Inexpertas ante el tema, para mi madre y para mí todo cobraba sentido, que mi hermano llegara a casa llorando porque aquel día mi padre le había contado que estaba enseñando a manejar a sus otros hijos, o las visitas de mi padre y su esposa en el centro de rehabilitación. Mi hermano atesoraba vacíos, quejas silenciosas, pretextos suficientes para forjarse una vida sin ley. O al menos eso concluimos en un principio y con idea resistimos unos años después de su primera rehabilitación, creyendo que con terapias constantes él podría reconciliarse con el fantasma de nuestro padre y, con suerte, apaciguar su sed de recuerdos. No fue así, cayó una y otra vez, y suponer el meollo de su tristeza no ayudó lo suficiente. Entonces mi madre y yo dejamos de preguntarnos ¿por qué lo hace? y comenzamos a creer que el problema recién iniciaba al descubrir una mínima parte del origen de su inconsistencia.

 

III.

Explicar a un niño el mecanismo del equilibrista sobre dos ruedas quizá sea el mayor reto de andar en bicicleta. Qué difícil es pedalear sobre una línea, confiar en que un objeto inestable puede llevarte lejos cuando al fin aprendes a manejarlo con destreza. Son los hermanos mayores, cuando los hay, los que nos enseñan las primeras lecciones de la vida. Caer de los patines, caer de la bicicleta, recibir un balonazo, rasparse la rodilla, una cicatriz en la frente, una seña de que vivimos acompañados: el significado de la fraternidad.

En su segunda recaída me encontraba estudiando la Universidad en otra ciudad, por lo que muy pocas veces acompañé a mi madre a visitarlo al centro de rehabilitación al que, una vez fuera, me invitaría para conocer parte de lo que se vive ahí dentro. Para llegar al sitio atravesamos el parque de la infancia donde él me ofreció a regañadientes mis primeras lecciones en bici. Sobre los verdes campos en los que corríamos ahora se erigían edificios de concreto, no más fuentes refrescando en verano, apenas unos cuantos árboles para ocultarnos del inclemente sol, un paraíso perdido entre los restos de un proyecto urbano mal ejecutado. Es fácil arruinar un horizonte apacible en tan poco tiempo.

Mi madre y yo travesábamos el jardín y regresábamos con las promesas de siempre, “voy a salir de esta”, “voy a intentarlo de nuevo”; los temblores de las manos y el rostro oscurecido de un hombre aferrado a la esperanza de que su vida está más allá del exilio. Qué importaba el autoengaño cuando coincidíamos en el deseo de frenar esa cadena de muertes inútiles. La ayuda que un alcohólico necesita es absoluta paciencia y desesperanza, no las palabras automáticas de aire publicitario “¡Tú puedes!”; no, tal vez sólo aligerar el peso de su realidad, hacer de lo insoportable un camino menos bochornoso en donde la única responsabilidad es la supervivencia (si así se quiere). Nunca un abrazo de despedida simbolizó tanta fraternidad. El único gesto empático que podía ofrecerle era el silencio y la distancia.

Supimos desde el inicio que el alejamiento no implicaba desatención. Al contrario, nos exigía fortaleza, no para él, sino para nosotras. El peso de una persona enferma se distribuye entre quienes la cuidan. La enfermedad de mi hermano era una herencia de recuerdos tristes en la vida de mi madre, su cuerpo ebrio en la cama era la resurrección de mi primo Lázaro, la de mis tíos que tampoco aguantan el trago y todavía más la de mi abuelo. Durante ese tiempo intenté compensar su búsqueda a mi manera, revisé libros, películas o cualquier medio que en la ficción pudiera ofrecerle la ayuda extra que no recibiría de mi parte. O probablemente lo hacía porque era la única forma de asimilar que, si la historia se repetía, sería a mí a quien le harían falta. Pero el panorama era desmotivador, qué ejemplos los de Tennessee Williams o Anne Sexton, Hemingway, Capote… Nadie salió invicto, ¿cómo es que él iba a hacerlo? ¿Cómo es que yo iba a exigírselo? La salida triunfante del alcoholismo y la drogadicción es una utopía, al entrar a su escabroso terreno hay que, como Dante en el Infierno, “Abandonad toda esperanza”.

Las semanas transcurrieron, a su regreso, entusiasmado, me pidió acompañarlo a una de sus reuniones de AA, quizá era su forma de compartirme los secretos que ansiaba escuchar. Entonces supuse que esa imagen de algo me serviría para escribir sobre lo que no sé, para ensayar alguna respuesta ante las incógnitas que se repiten generación tras generación. Mientras tanto, él se abrió paso entre el mar de escuchas, ensayó su propio discurso ante la tribuna y lo modificó las veces que fue necesario. Lo imagino articulando las palabras con dificultad, como los tartamudeos que padeció nuestro progenitor en su niñez, y avanzar poco a poco hasta fluir en el camino. Tal vez fueron esas, las palabras ausentes de nuestro padre, las que afloraron en su discurso. Escribo esto para recordar que una de doble enunciación nos acerca, bajo un estilo propio y bajo una forma distinta compartimos el fondo.

En el transcurso importa poco el objetivo, pues a estas alturas es difuso vislumbrarlo. Nuestro deseo en realidad es llano, nos queda claro que la salida absoluta no existe, sólo deseamos soportar la incertidumbre de saberlo, siempre, al borde de la orilla donde sucumben los restos de su maldición heredada. El recordatorio de que algo más allá de los genes nos hermana para el resto de nuestras vidas son esas, las infames palabras que siempre nos harán falta. 

  1. De su poema Fotografía de mi padre a sus veintidós años.