El frío, la lluvia, este invierno
I
—¿Sigue bailando?
Sus miradas se cruzaron desafiantes entre el humo de los cigarrillos. En la mesa, dos copas de vino a medio beber. El bullicio de la gente a su alrededor parecía imperceptible para los tres. Afuera, la lluvia caía silenciosa.
—¿Bailaba? —le respondió.
—No creo que no lo supieras. ¡No te creo! Ella era teibolera.
—¿Teibolera? —frunció el entrecejo. Es una mujer atractiva. Quizá acompañante. Intérprete de algún gringo, pero teibolera, ¡claro que no!
—¿Estuviste con ella? Tú también estuviste en su cama —afirmó tajante.
*
Tal vez otro día te cuente. Una noche me llamó ya muy tarde. No sé cómo consiguió mi número. Me pidió que la alojara. No tenía dinero y alguien la perseguía. Al menos eso fue lo que dijo. Esa noche se quedó conmigo. Allá en la Doctores. Me sorprendió su ansiedad. No paraba de hablar y, cuando lo hacía, de inmediato titilaba. La cuidé, por supuesto que la cuidé. Pero, la muy perra me quería sólo para ahuyentar a sus buscones. Tal vez otro día te cuente.
Conociste a Leif, también él cayó. No era difícil creer que mi hermanito se sintiera atraído por ella. El muy cabrón envidiaba todo aquello que yo tuviera. Nunca había llegado tan lejos.
Me cansé de ser su guardián. La mandé a volar con todas sus locuras. Pero en menos tiempo del que supuse, regresó. Siempre aparecía de noche. Radiante. Con ese vestido liso tan pegadito al cuerpo. Las puntitas firmes de sus pezones y sus hombros a flor de piel me volvían loco. Regresó victoriosa para susurrarme al oído que ya había otro: L e i f. La sola mención de su nombre estalló en mi cabeza. La muy perra se vengó de mí.
*
Aquellas preguntas le arrebataron de golpe la imagen de la mujer con quien aún mantenía correspondencia. Ella entonces pretendió disuadir el interrogatorio.
—¿Y tú cómo estás?
Él bebió un sorbo pequeño y luego empezó a hablar.
II
Estaba ahí, con los dos, como la última vez que les reunió en su departamento. Cada uno llegó por separado a la cita. Los tres habían dejado de frecuentarse por largo tiempo. Aquel encuentro tenía algo de misterioso. Al abrir la puerta, apareció ella. El abrigo húmedo. Las gotas de lluvia escurriendo sobre su rostro, deslizándose por su nariz ligeramente larga. Le besó la mejilla con suavidad. La tomó de la mano y le mostró cada una de las habitaciones. Ambas se quedaron conversando durante horas: los triunfos, los fracasos. El sonido de un timbre las distrajo. Esperaba a alguien: un hombre alto, robusto y bien parecido. Los dos se miraron con desconcierto.
Él acostumbraba aparecer con las manos entumidas en las bolsas de su gabardina. Observaba casi siempre el mismo escenario: las botellas de licor barato ya vacías y el manto gris y maloliente de los cigarrillos sin filtro. Todo era decadente. Entraba a la habitación en sigilo y, con un movimiento automático, encendía la única lámpara: las sábanas revueltas. Arrugadas. En su imaginación se repetía una secuencia torturante: dos cuerpos en batalla. El hombre y la mujer luchando sobre la blanditud de una cama. La tensión de los músculos que con rapidez se endurecían y el sofocamiento lento, muy lento del placer. El epílogo triunfal sobre la muerte del adversario: “ya no eres nadie”. Y él, desde hacía tiempo, se había convertido en un hombre taciturno; humillado por el desdén de una mujer a quien no entendía ni amaba. Entonces desapareció. Ya no era nadie.
Ella, en cambio, disfrutaba de su conversación atropellada. Sin orden cronológico, aparecían fotografías en blanco y negro y postales sin inscripción alguna al reverso. Todo era mentira. Sus viajes cruzaban un mapa imaginario de ida y vuelta. “No hay límites infranqueables”, le afirmaba con cinismo. El deleite de la complicidad las envolvía en una humareda de carajadas confusas. Un pitillo empapado de su saliva caía estruendoso.
Ella tenía la edad perfecta para creerle piadosamente, para dejarse seducir por el hilo invisible de sus palabras.
Afuera había cesado de llover.
III
Un auto se detuvo a unos cuantos metros del edificio del departamento. El conductor se reclinó cómodamente sobre su asiento. De cuando en cuando, encendía el limpiador del parabrisas trasero. La lluvia caía silenciosa sobre la ciudad.
Sus manos alcanzaron un sobre largo de la guantera. Lo miró varias veces antes de abrirlo. Lo acariciaba. Lo besaba como si tratara de un premio. Pensaba entonces cómo había conseguido pagar el precio. “Sí, eres bueno, muy bueno para el juego. Hazlo”, le dijo con voz dulzona. Él no lo pensó. Lo hizo. Apostó. Y fue fácil hacer trampa o tener suerte; qué más daba si al fin de cuentas, consiguió pagar los dos boletos de avión.
El vibrador de su celular sacudió sus piernas. Tomó el aparato:
—¿Leif?
—Sí.
—¿Ya estás listo?
—Sí. ¿Subo?
—No.
—Pero ya estoy acá abajo, puedo esperarte arriba, ¿no crees?
—No. Yo te marco.
Colgó sin que pudiera decir más.
Se quedó dormido durante un lapso breve. El chispear de las gotas finas sobre los cristales de su automóvil lo inquietaba. “Está con alguien”, pensó. En ese momento, un hombre y una mujer salían del edificio. Se despidieron.
Apenas sí pudo observar sus siluetas alejándose en la penumbra de la calle.
IV
—Estaba preparando mi maleta justo cuando llegaste —le sonrió. Y la tomó de su mano: ayúdame.
Ella esperaba encontrar el desorden habitual en su dormitorio. Sin embargo, las dos maletas le llamaron la atención. Una era pequeña: cosméticos. La otra, gigantesca. Extendida sobre la cama. Vacía. Ella entonces se colocó a un lado del armario. La miraba con asombro, por vez primera con incredulidad. Se iría de viaje. A un viaje real. Veme pasando esto o lo otro, le ordenaba. Zapatos. Vestidos. Blusas.
—Eres la única mujer en mi vida, lo sabes, ¿verdad?
—Sí. Tú también.
Ella rio con su respuesta.
—Te escribiré. Pásame aquel traje. Ten cuidado con la pedrería.
—Es el que más te gusta —y lo abrazó a su cuerpo.
—¡Dámelo, ya!
—¿Es necesario que te lo lleves?
—Una nunca sabe.
*
Querida mía:
Le he estado dando vueltas a la carta de febrero, en donde además me mencionas que nevó dos veces en el Ajusco. Me es difícil imaginar aguanieve cubriendo las montañas cercanas a la ciudad. Aquí no deja de nevar. Tormenta de nieve un día y lluvia congelada otro. Este tránsito me remite a ti. No sé si comenzar contigo o conmigo. Verás, estoy muy enferma. Los fármacos me tienen inmovilizada. Mi enfermedad avanza con rapidez. Esta distancia física me mortifica. Pero, recuerda, te abrazo todas las noches.
La fiebre me hace delirar: “Un círculo cubierto de piedras volcánicas y vegetación agreste. Caminamos juntas, conforme avanzamos las rocas se pulverizan. Estamos a punto de internarnos en el centro. Cuando, de pronto, pasa un avión y tú me ves desaparecer en el aire. Al mismo tiempo, nubes grises cubren el cielo. Ya no estás”. Despierto sobresaltada.
Estoy harta del frío, de la nieve, de este invierno.
Tuya.
*
La deslumbró en su desnudez. Cuerpo en reposo apenas cubierto por sábanas blancas. El rostro afilado en un silencio apacible. Armonioso. La contemplaba desde el borde inquebrantable del deseo. Volvía a la cama. Su dormitorio era la habitación sin tiempo.
V
—Entonces, ella se marchó hace años, ¿no?
—Sí.
—¿Con quién?
—No lo sé.
—Se me hace que tú sabes algo y no me quieres decir.
—No sé nada.
—¿Sigue de viaje?
—Se fue. ¿Por qué no me crees?
—¿La amaste?