Coyote
Las personas que aparecen en los sueños son representaciones teatrales de algún yo inconsciente. Ajá, eso dicen. Esta vez no es así. Lo hueles, lo sabes: es un encuentro onírico compartido. Quien está frente a ti en este sueño no eres tú disfrazada, es realmente la presencia de don Tenorio. Se cambió tantito el físico, rejuvenecido y con cuerpo de coyote por debajo de su cuello. Antes de dormir, presionaste, en círculos, el pecho con la mano izquierda, el vientre con la mano derecha. Don Tenorio te había dado las instrucciones:
Para que conozcas tu ser interior, tu coyote.
Durante los masajes circulares previos al sueño, te imaginaste que entrarías en la selva de tu propia mente, pétalos de todos los colores como suelo, estrellas en los árboles, hierba de algodón. O que recorrerías, sobre una concha flotante de caracol, el mar de tu infancia y de tu adolescencia. O que verías, en las plantas de tus pies, los símbolos de tu destino. Ni por un segundo te cruzó la idea de que, dentro de ti, en los pasillos escondidos de tu ser, estaría, como elemento central, la presencia verídica de don Tenorio.
En el terreno árido de la realidad, tú fuiste la primera en buscarlo. Te contaron de su sabiduría en un viaje a Tochi, pueblo mayo bordeado por un bosque de cactus. Buscabas temas para transformarlos en cerámica de baja temperatura, esencia vieja de la cultura del norte para exponerla en galerías contemporáneas de la Ciudad de México. En la carretera por la sierra, un puberto que atendía unos abarrotes te vendió una Coca Cola retornable de vidrio y te indicó el camino:
Busca a don Tenorio. Es el único maestro nuestro que habla español. Vive en la casa azul que está enfrente de la iglesia. Vas a ver una cascabel colgada en la chapa.
Ahí estaba don Tenorio, exactamente como lo indicó el buqui, en su porche de cemento, camisa abierta a un pecho con canas, meciéndose en la mecedora bajo la sombra.
Buen día, maestro, le dijiste.
Buen día. Pásele.
Te sentó al lado de él, te sacó una taza de café soluble. Te deslizaste en una confianza instantánea, en el tiempo lento de las metáforas. Él encontró en ti, Elena, una discípula ingenua, motivada. Lo roció de juventud tu risa fácil, tu boca muy abierta, el temblequeo fresco. Se quedó serio cuando le dijiste:
Mi última escultura fue un coyote.
Te preguntó por qué. No supiste responder en una frase estructurada. Instinto. Atracción desde niña. Los perros, los lobos, los coyotes. La libertad en cuatro patas, los dientes de fuera, la lengua al aire. El aullido. Para ti, idioma del alma, voz que atraviesa portales, llamado directo a las raíces que nos unen con cualquier ser vivo.
Tenorio te escuchó sin dejar de mecerse, los dedos peludos y sus palmas presionando las mangas de la mecedora, la gravedad sexual hacia tus ojos negros y bríos incrustados en tu cuerpo embarrado de belleza relente subiéndole, quedito, quedito, la tensión arterial. Rareza una citadina como tú, con aire puro en los huesos y en la mente. Pero el gesto de sabio lo tiene bien ensayado, barbilla levantada, mirada entrecerrada, interjecciones nasales, y tú te dejaste llevar porque es un maestro y le abriste, con las dos manos de la voluntad, la puerta blindada de la memoria, de los anhelos y de las obsesiones.
Así está don Tenorio en tu sueño: barbilla levantada, mirada entrecerrada bajo el sol de mediodía que escurre en cascadas hirvientes a la sierra. Las canas del busto de Tenorio se unen a los pelos del pecho del coyote. Aunque el cuerpo sea diferente, la presencia pesada del maestro es la misma. Y su voz. Ronca, morosa:
Haces bien, Elena, te estás dejando llevar por el aire. Te falta fuego. Soltar y dejar transformar las cosas por lo que son.
Un calor sube por los muslos y no los ves. Sabes que tu cuerpo existe, pero no sabes si estás vestida o no, si eres humana o animal, si estás sana o en pedazos. Los pasos caninos de Tenorio acercándose a ti en inhalaciones profundas te aumentan la angustia hasta sacarte del sueño.
En la oscuridad de tu cuarto, te tocas las piernas y el vientre caliente. El coyote, cuando está frente a alguien, significa que ya le dio una vuelta antes desde lejos. ¿Significa que don Tenorio ya había estado rondando por el patio de tu inconsciente? La luz del celular se prende.
Te vi hecha bolita en el monte
El monte te cubría con una manta
Te dije que me acompañaras y te fuiste
🙁
Te quiero hacer una pregunta
Pero no quiero que pienses que estoy siendo invasivo
Dime, qué pasó
¿Estás menstruando?
No, estoy a una semana
Contestas y luego te arrepientes. ¿Por qué le sigues dando información? Dejas la cama que compartes con Emilio y sales al jardín, a la noche tibia de Hermosillo. No has prendido tu cigarro cuando, espejismo de la pesadilla, una rata corre por la barda. Un escalofrío te recorre y gritas. Descalza, caminas sobre la hierba seca y te pones en cuclillas. El chorro fogoso de pipí te salpica, pero una conexión a la tierra en el acto te consuela.
Elena, ¿qué te pasa? ¿Por qué no vas al excusado como una persona normal?
Soñoliento, las palabras de tu novio se pegan entre sí, mocosas. La pregunta y el tonito aumentan el sofoque. La falta de aire, el maestro en el sueño, qué horror, la rata por la barda, qué asco, y ahora Emilio en sus bóxers aguados. Su silueta de hombre fornido, de repente, por primera vez, te disgusta. Cien abdominales diarias, cien sentadillas, cien lagartijas. Repetitivo. Maquinal.
Elena, ¿qué onda? Pareces loca.
Aún en cuclillas, culo al aire, pies sobre el pasto, hueles la orina y la relacionas con Emilio y con el maestro en el sueño: desechos que hay que sacar del cuerpo. O estás confundiendo la sensación del sueño con la realidad. Si con Emilio todo va bien, no tarda en darte anillo.
¿Y por qué gritaste, Elena? Seguro se te cruzó una cucarachita y despertaste a toda la pinche cuadra. ¿O qué fue, amor?
Mientras te enderezas, analizas el acento demasiado golpeado de Emilio y piensas: no, las cosas no van tan bien. En que esas preguntas no pueden estar bien si el sofoque sigue aumentando. Si no es nada nuevo, si así anda siempre, todo needy. Por qué no pensaste en mí, hermosa, en mi horario, en que ya había acabado de trabajar. Vamos por unas alitas, ándale, gordi, acompáñame. Asfixia decorada. Cuántos te amo al día en palabras escritas por mensajes de redes sociales, o pronunciadas por llamadas, o susurradas cuando cogen en la cama king o cuando se toquetean en los semáforos.
Elena, contéstame, gordi, por favor, te dice Emilio. Me despierto de una pesadilla y parece que estoy en otra.
Su sufrimiento: método impecable, garantizado. Pesadillas, problemas con el jefe, inferioridad, soy lo peor, perdón. La víctima eterna implica, requiere, exige la atención y el cariño del otro. Yo también te amo, Emilio. Ya voy. No te preocupes. Ceder, ceder, ceder, humectar exigencia.
En el pecho descubierto y lampiño de tu novio, comparas la superficie lisa con las trencillas del torso de Tenorio tejidas al cuerpo del coyote en tu sueño. ¿Por qué no eras tú la que estaba tejida al coyote? Desde la habitación blindada de tus anhelos, don Tenorio se mezcló y violó. El maestro entró en huecos, en rincones íntimos sin permiso y, prepotente, manipuló tu cabeza. Tenorio te arrancó tu anhelo y se lo tejió al cuerpo.
Mañana tengo un día pesado y sabes que me va a costar volver a dormirme. No me traje mis pastillas, se me olvidaron en el gimnasio.
La voz de Emilio penetra en el agua de tu cuerpo como burbujas amorfas de mercurio. Adviertes cómo Emilio busca, a toda costa, tejerte con él, con los hilos de las desgracias cotidianas, psicológicas. Te acercas a él para analizarlo, y en el roce de los muslos, percibes una gota gorda que sale de ti y humedece el calzón. El susto te detiene. ¿Cómo puede ser sangre si todavía no te toca menstruar? ¿Cómo pudo verlo don Tenorio en el sueño?
Emilio se desespera de tu silencio y te toma un brazo. El contacto te clarifica la repulsión por las pupilas ahogadas de inseguridad, los pómulos de muñeco, los labios de carne blanda que no saben callar, las orejas bloqueadas. Emilio, en miniatura, está sentado en una silla con cinturón al centro del cerebro del propio Emilio. El cerebro, sí, muy rico en datos, historia, cultura, música, economía. Pero todo lo vive desde esa silla empotrada donde está bloqueado su alter ego. Y desde ahí también te ve como él te quiere ver, como él quiere que seas, con todas las capas de expectativas cerebrales que no le permiten percibirte ni a ti ni a tu coyote. Coyote solo tuyo. Ni de don Tenorio, ni de Emilio, quien inhala con mocos, tose, con su mano grande hace círculos en el músculo blando de la nariz, rascándose, y luego te dice:
¿Por qué me haces esto, amor?