Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

I

Son infinitas las humillaciones a las que uno se puede someter por dinero. Confieso que, en mi caso, la ignominia laboral no había excedido los rituales de la atención al cliente y la docencia en educación media. Si decidí repartir mi currículo en rincones poco confiables de internet fue, precisamente, por un solo motivo: dinero. Su escasez, quiero decir. 

En mi bandeja de entrada reposaba el mensaje incómodo de un bot. Con entusiasmo artificial, me comunicaba que había sido seleccionado como uno de los usuarios beta de una aplicación cuyo nombre no diré (quizá tengo prohibido hacerlo desde el momento que firmé un contrato lleno de cláusulas que no leí). La mecánica de trabajo era tan sencilla como penosa: bitacorizarme el cuerpo. La aplicación había sido desarrollada con el fin de acompañar las meditaciones de quienes se interesaran en las pericias del mindfulness, desde oficinistas deprimidos hasta amas de casa que se la pasan entre la espada y el rivotril. Como usuario de prueba, me correspondía seguir la ceremonia automatizada de la meditación para, cotidianamente, rubricar mi autoestima y mi paz mental usando una escala numérica. Calificar, como quien pone notas con bolígrafo en mano, el progreso diario de mi felicidad.

Si las cosas salían bien —es decir, si los evaluadores nos encontrábamos un poco más lejos del suicidio después de probar el software—, la aplicación estaría disponible con dos planes: uno gratuito, lleno de anuncios, y otro premium, de suscripción mensual. A la plenitud, vaya, le venía bien PayPal o MasterCard.

II

Es famoso (lo suficiente como para que lo edite Penguin) el libro en el que Ryunosuke Koike integró algunos principios de la filosofía budista con la psicología contemporánea: The Practice of Not Thinking. Siendo él mismo un monje de la escuela Jōdo-shū, le interesaba ofrecer al público lector varios mecanismos para enfrentar la alienación del mundo actual. En medio de una oleada de pseudociencias y charlatanería naturista, debo reconocer que encuentro benévolas las intenciones del libro. Acaso los monstruos que engendró son el único problema aquí.

Koike plantea que, envueltos en una sociedad caótica, lo mejor que podemos hacer para salir bien librados del estrés y el hastío es construirnos, mediante la contemplación, un espacio mental en el que nuestros propios pensamientos no resulten abrumadores ni tortuosos. Recomienda cosas tan sencillas como prestar atención plena a la hora de comer, así como realizar con parsimonia ciertas actividades diarias, a fin de no convertirnos en equilibristas que hacen malabares con responsabilidades simultáneas.

Son buenos consejos, sí. Aunque, hurgando tan solo un poco en mi memoria, estas reglas del buen vivir no son, en absoluto, algo que mi abuela no me haya dicho mientras esperaba que terminaran los comerciales de su telenovela favorita. ¿Necesitamos que cada tanto se nos recuerde que el agua moja? Quizá. Pero valdría la pena cuestionar el sitio desde el que se propagan los instructivos de autoayuda.

Mindfulness, la palabrita consentida de la psicología pop desde hace al menos una década, sufrió una migración semántica importante cuando se le incorporó en los perímetros de la oficina: pasó de referir la atención sostenida en el momento presente a implicar también la suspensión absoluta del juicio. Esta práctica procura la aceptación del instante inmediato, evadiendo la reactividad. Los departamentos de recursos humanos en todo el mundo han llenado los espacios de trabajo con dinámicas de mindfulness cuyo fin es reorientarla mente del proletariadogodinato para que conviva en paz con las responsabilidades acumuladas que le generan estrés. Talleres, cursos y papelería decorativa se aglutinan en los cubículos con tal de volver más amistosa la lógica de un mundo que nunca para. No se busca abolir la fusta, sino acostumbrarse a sus latigazos.

¿A quién le conviene que seamos capaces de trabajar de forma continua sin ver mellada nuestra tranquilidad en el proceso? Exactamente a las mismas personas a las que les conviene la productividad ininterrumpida.

III

Estar quieto me da comezón. Me pica el cerebro lo mismo que las extremidades cuando debo quedarme rígido en un sitio, ya sea mental o físico. Mis neuronas y mis pies siempre han preferido las digresiones.

A menudo, cuando me encuentro tullido de estrés o entorpecido por mis pendientes, basta una caminata larga para distender los músculos y el pensamiento. Disfruto los trayectos holgados que permiten entretenerme con un álbum musical, reproducido íntegramente desde mis audífonos. ¿Algún monje budista tomaría por defecto mi aversión a la quietud? En todo caso, estoy seguro de que ese es el motivo por el que soy incapaz de recitar mantras al mismo tiempo que tuerzo el cuerpo en flor de loto.

Lo supe —o lo confirmé— en terapia. Una de muchas. La psicóloga en turno era proclive al Gestalt y yo estaba lo suficientemente desesperado como para que no me importara. Ella no parecía estar muy convencida de las bondades de mi ocio; la espantaba un poco el hecho de que no dedicara espacios del día a hacer nada. Parte del plan de progreso que ella había trazado para mí consistió en potenciar mi conciencia sobre los pensamientos y sensaciones del presente (usaba, ay, la palabra sentipensamientos). Tuve por encargo sentarme en un parque a mirar un árbol sin hacer otra cosa que quemar calorías. Sin juicios, sin soliloquios, sin intelectualizaciones de por medio.

Ya en el parque tardé un rato en quitarle nitidez a las cosas. Logré ignorar al par de adolescentes que, tendidos a unos metros de distancia, atentaban contra la moral pública y la higiene dental. Me vi obligado a convertir el bullicio urbano —alarido de cláxones y carrocería— en una suerte de ruido blanco que llegaba de lejos para diluirse entre mis tímpanos. Las hojas del árbol dejaron de ser hojas, vueltas un manto homogéneo tamborileado por los dedos del aire. Abrazado amablemente por una atmósfera en la que todo ocurría con desbordada levedad, me dije al fin: qué pendejada.

IV

El bienestar es un mercado. No son nuevas las empresas ni los conglomerados que se abalanzan sobre potenciales clientes ofreciéndoles una miscelánea casi caricaturesca de artificios que —aseguran— mejorarán su vida: multivitamínicos muy a menudo innecesarios, malteadas hipocalóricas, cojines fisioterapéuticos, herbolaria milagrosa, manuales de feng shui, etc. Aturdidos por la publicidad de suplementos y homeopatía, hemos ignorado las dimensiones de la industria de la salud mental. De acuerdo con un reporte realizado en 2018 por el U.S. Department Of Health And Human Services,1 14% de la población estadounidense comenzó a meditar con el fin de mejorar su salud. Los efectos de la expansión global de esta tendencia son notorios: se estima que el mercado de las aplicaciones de meditación alcanzó un valor, en 2024, de cinco mil millones de dólares.2

Abundan las apps de salud mental cuyo funcionamiento, palabras más, palabras menos, consiste en llevar un recuento del estado de ánimo a lo largo del tiempo. Mediante journaling minimalista, al usarlas te conviertes en tu propio evaluador. El registro de las emociones y su periodicidad puede resultar muy útil (recomendable incluso) para las personas que poseen un diagnóstico de salud mental que las orilla a poner especial atención en sus patrones de conducta (como ocurre con la ciclotimia, por poner un ejemplo). Tengo motivos para creer que esta dinámica es contraproducente en otros contextos.

Daylio (disponible para ser descargada en cualquier sistema operativo) es una aplicación en la que el usuario debe puntuar su estado de ánimo en una escala del 1 al 5, de modo que, a partir de la identificación de patrones emocionales, pueda mejorar su gestión. Pregunto: ¿es realmente sano interpretar la felicidad propia en términos de tendencias gráficas? ¿Mejorar las métricas no es, acaso, una condicionante de estrés adicional?

Happify, por su parte, plantea diferentes actividades y juegos que, al completarse, acumulan puntos de progreso emocional. Pregunto: ¿la felicidad es una meta que se alcanza después de acumular puntos como quien juega en un arcade? ¿El bienestar puede entenderse como un producto gamificado?

Presas de nuestra propia desesperación por hallar la paz, hemos convertido a la felicidad en un estado cuantificable. Las emociones humanas, interesantes por su ambigüedad y fascinantes por su riqueza, han comenzado a entenderse desde un reduccionismo atroz. Peor aún: la idea de la mejora personal ha sido tomada como el imperativo moral de nuestra época.

V

Abrí la versión beta de la aplicación deseando que su mecánica fuera menos lela de lo que mis prejuicios esperaban. Para sorpresa de nadie, la experiencia fue incluso peor. Dediqué quince (no diez, no veinte) minutos de mi día a permitir que una vocecita hecha con inteligencia artificial me instruyera en las generalidades del budismo y los beneficios de la meditación. Cada una de las sesiones variaba en tema (algunas se centraban en combatir el estrés, otras, el enojo, etc.) y seguía más o menos el mismo guion, que terminaba con ejercicios de relajamiento y respiración.

Los usuarios compartíamos un chat grupal en Slack, plataforma de comunicación corporativa que espero no volver a usar de aquí a la tumba. Teníamos que reportar periódicamente nuestro estado, atentos a cualquier indicación emergente de los coordinadores.

Fue a medio periodo de prueba cuando las quejas comenzaron. Con inglés deficiente, alguien en el foro había contado que el escaneo corporal (la técnica de desplazar la atención en las sensaciones del cuerpo desde la cabeza hasta los pies) lo ponía más nervioso que templado: lo abrumaba la intensidad con la que era consciente de sus extremidades, como si cada palmo de la carne se hubiera vuelto más sensible; la descripción se parecía mucho a la de un ataque de ansiedad.

Las quejas solo aumentaron. Un par de personas relataron sentirse disociadas tras un par de semanas de práctica, como si su sistema límbico se hubiese desentendido por completo de sus propias emociones.

Los coordinadores del proyecto ignoraron, invariablemente, todos los comentarios negativos del equipo evaluador. Recuerdo apenas la tarde en la que otro mensaje automatizado me avisó que el trabajo había concluido, que tendría que esperar unos días a que el pago se depositara en mi cuenta de banco. La aplicación no ha sido lanzada. Desconozco si sus diseñadores han decidido abortarla o, peor, esperan pacientemente a liberarla en el momento oportuno.

  1. Clarke TC, Barnes PM, Black LI, Stussman BJ, Nahin RL. (2018). Use of yoga, meditation, and chiropractors among U.S. adults aged 18 and over. NCHS Data Brief, no 325. Hyattsville, MD: National Center for Health Statistics.
  2. Meditation Apps – Worldwide. Statista Market Forecast. (2024). Recuperado el 22 de diciembre, 2024, de Statista: https://www.statista.com/outlook/hmo/digital-health/digital-fitness-well-being/health-wellness-coaching/meditation-apps/worldwide

Autores
Nació el 16 de octubre de 2000, en Guadalajara. Es narrador, ensayista y divulgador científico. Ha sido ganador de los concursos “Creadores Literarios FIL Joven” (en las categorías de cuento y microcuento), “Luvina Joven” (en las categorías de cuento y ensayo) y del Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes, que otorga la Universidad Veracruzana. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas Luvina, Punto de Partida, Pirocromo, Vaivén, Catálisis y GATA QUE LADRA.
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