Tierra Adentro
Imagen tomada de Flickr

Cierta vez mi abuela me habló por teléfono, el tiempo pareció no ser suficiente para ponernos al día con nuestras vidas y a mitad de nuestra charla comentó:

—Vaya, ya empezaron a martillar otra vez.

Le pregunté a qué se refería, pero prefirió ignorar mi pregunta. Me sentía una mala nieta por no hablarle ni visitarla frecuentemente.

—¿Qué te parece si nos vemos mañana para comer juntas?

—Estaré esperándote —me dijo, justo antes de colgar.

Durante la comida salió a relucir el tema de que todas las noches, sin excepción, se escuchaba un constante martillar en la pared.

—¡Escucha! —exclamó, llevándose la mano a su auricular.

Por más que presté atención, no alcancé a distinguir martilleo alguno.

—¿Lo ves?, ya están de nuevo poniendo clavos —me dijo.

—¿Clavos? —le pregunté.

—Clavos —recalcó, mostrándome la pared que daba a la sala.

La miré sin notar nada diferente; esa pared color crema había estado adornada desde siempre con un gran cuadro de hortensias.

—Es insoportable ese ruido durante todo el día y la noche, me vuelve loca —se quejó amargamente.

Yo realmente no había escuchado el martilleo del que hablaba, pensé en su edad avanzada y que quizá se sentía sola viviendo aquí.

—Abuela, ¿puedo quedarme a dormir? —pregunté en tono condescendiente.

—¡Por supuesto! —respondió encantada.

Era de madrugada cuando un constante golpeteo me despertó; seguí el ruido hasta la sala. Prendí la luz y escuché por primera vez ese incansable martillar del que tanto había hablado la anciana. El sonido provenía de atrás del cuadro. Lo descolgué y, al momento de quitarlo, resonaron decenas de clavos cayendo a mis pies. Los recogí y los guardé en mi bolsillo.

Recargué el cuadro sobre un mueble y me detuve a examinar la pared con mi mano. Noté que había un pequeño clavo clavado justo en el medio; sin embargo, lo noté flojo. En el momento preciso en el que iba a quitarlo de su sitio, mi abuela entró en la sala.

—No importa que lo quites, el clavo vuelve a ponerse en su lugar —dijo.

Lo retiré y comprobé que cuando se quedaba solo con el pequeño agujero, de pronto se escuchaba un golpeteo y el clavo pasaba de mis manos a la pared como si lo atrajera cual imán. A continuación, se escucharon más golpeteos en la pared, originándose una dúplica exacta del clavo encajado, el cual cayó al suelo.

—¿Qué está ocurriendo? —exclamé al mirar con incredulidad su generación espontánea.

—Tal vez si lo quitas de nuevo y cubres el orificio ya no pueda volver a su sitio —propuso la vieja.

Sin pensarlo demasiado, quité el clavo y cubrí el orificio con el dedo. Acto seguido, el clavo atravesó la uña de mi dedo índice y se colocó en su sitio. A pesar de mi sorpresa y dolor, de nuevo se había generado otra dúplica resonando en el suelo.

Ahora era mi dedo lo que unía aquella pared con el clavo. Comenzaron a caer gotas de sangre, manchando un poco la pared.

—¿Vas a quedarte ahí esperando a terminar de ensuciarme la pared? —me musitó enojada.

Su frialdad me desconcertó, pero sirvió para ponerme en marcha. Tomé una de las dúplicas caídas y me preparé para desclavar el infame clavo que había atravesado mi uña mientras tapaba aquel orificio con la dúplica. Lo hice rápido: no ocurrió ninguna otra duplicación ni tampoco hubo más martillazos.

Encontré un trapo y lo anudé alrededor de mi dedo para detener el sangrado. Recordé que no hace mucho ella también se había lastimado el dedo y su herida lucía muy similar a la mía.

—Abuela, ¿recuerdas qué te pasó en la mano?

—¿Mi mano?, ¿de qué hablas? —y extrañada me mostró sus manos pecosas y arrugadas, pero sin ninguna herida o cicatriz visible.

El sol comenzaba a asomarse por las cortinas.

—Será mejor que te marches —me dijo.

—Pero abuela… después de desayunar…

—¡No, ya es tiempo de irte! —y a empujones me sacó de la sala.

—Al menos déjame ayudarte a limpiar el desorden.

—No, déjalo así, ¡ya vete! —dijo, entregándome las llaves del auto y dejándome afuera.

—Pues ni hablar… —realmente me había corrido. Conduje de camino a casa.

Al llegar no recordaba con claridad hace cuánto que no había visto a la abuela y trataba de explicar sus anteriores acciones con el hecho de estar desacostumbrada a tratar con sus excentricidades aunadas a su senilidad. Cuando desperté, sentí unos pequeños piquetes en la espalda. Me había olvidado de vaciar el bolsillo con los clavos y estos se habían desperdigado por toda la cama. Al poco rato decidí llamarle para cerciorarme de que estuviera bien.

—Ya no escucho ese ruido infernal —me dijo.

—Me alegro —le respondí, y cuando iba a decir algo más se escucharon unos golpeteos en mi pared.

Salí de la habitación, buscando el origen del constante golpeteo. Miré y, justo ahí, se encontraba aquel clavo en medio de la pared de la sala.

—Abuela, tengo que colgar.

—Ahora lo tienes tú —me contestó, riendo a lo lejos.

Un estremecimiento me recorrió el cuerpo al acordarme cuál había sido la última vez que la había visto y por qué ya no la visitaba ni le hablaba. Hacía tres años mi abuela había sufrido un infarto fulminante. Cuando me despedí de ella, estaba en su ataúd con las manos entrelazadas y ahí fue cuando noté aquella herida idéntica a la mía. Solté el teléfono cuando la vi salir de mi habitación.

—¡Tú no eres ella! —le espeté.

Los pasos de la vieja no eran humanos sino metálicos, repiqueteaban como cuando se deslizan los clavos sobre una superficie. Me arrinconó contra la pared de la sala.

—¡No te podrás librar de nosotros!

En eso, de la sombra proyectada por el clavo de la pared salieron unas largas y fuertes zarpas que me estamparon contra el pequeño clavo, perforando mi cráneo una y otra vez…

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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