Tierra Adentro
Portada de "Cómo pesa el silencio de los muertos", Zel Cabrera. Editorial Gato Blanco.
Portada de “Cómo pesa el silencio de los muertos”, Zel Cabrera. Editorial Gato Blanco.

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El día que conocí a Horacio fue un día perfecto. Numéricamente hablando también lo fue, quiero decir, el día que conocí a Horacio fue un día capicúa. Esos días que se pueden leer igual de atrás para delante y es el mismo día, la misma combinación de dos y cero sin afectar el orden.

Un día palíndromo, como decir “reconocer” o “sometamos o matemos”, así. Pero eso lo supe después, por un recuerdo de Facebook. Caí en cuenta de eso tres años después del día que lo conocí y fue entonces que pensé en los milagros, en las casualidades, en el destino, y no antes.

Habían nombrado a Horacio Saavedra director de inteligencia del Departamento de Policía de Cuernavaca dos meses antes. Su nombramiento estuvo cargado de polémica. Desató chistes crueles entre los reporteros de nota roja del Hora21, el periodiquillo morelense que me contrató luego de salir de la carrera.

—¿Qué, otro recomendado que no tiene ni idea de lo que hace y llega al puesto por dedazo? —le pregunté ese día a Rebeca, la reportera de nota roja que se encargó de ponerme al tanto de su nombramiento.

—No, güey, éste está que te cagas. Lo mandaron de la procu.

No respondí, le di otra calada al cigarro mentolado que compartía con ella.

—No mames, cómo te gusta fumar esta chingadera pa’ viejas fresas.

Sonreí. A Rebeca también le gustaban los cigarros mentolados, pero nunca los compraba. Eso hubiera amenazado la imagen de mujer autosuficiente que le gustaba proyectar. Rebeca podía ver cadáveres o partes de cuerpos sin inmutarse, pero un abrazo la ponía incómoda, un cumplido la dejaba sin saber qué decir.

Tras otra calada, apagué el cigarro en la triste maceta que estaba afuera de la redacción y me metí a la oficina. Añoré los tiempos en los que podía fumar mientras trabajaba y nadie se quejaba; los días en los que en la maceta que ahora hacía las veces de cenicero, rebosaba una palma. No había aire acondicionado ni cafetera fina, pero la comodidad de fumar en la privacidad de mi cubículo sin interrumpir el trabajo, lo valía. Aunque eso significara tomar café soluble y que después de un rato nos sudara el culo más que fisicoculturista entusiasta.

Habían pasado seis años y casi nada cambió en las oficinas del Hora21. Algunos aumentos de sueldo que llegaron cuando el viejo dueño del diario decidió jubilarse y cederle la dirección a su hijo menor, Sebastián. Un tipo cacarizo y palidón que había estudiado comunicación en una universidad patito de Puebla, que no solamente usaba los pantalones apretados, sino que también tenía ideas apretadas.

“Vamos a llevar al 21 al 21, vamos a entrarle a la internet, equipo”, sentenció apenas su padre dejó el periódico. Todos nos volteamos a ver sin decir mucho.

Sebastián, que sabía que yo había estudiado en una escuela privada de mucho reconocimiento en el periodismo, se dirigió a mí sin tener mucha idea de lo que hacía:

—Tú vas a llevarte el nuevo departamento de medios digitales, colega.

—Yo estoy bien en Cultura y Espectáculos, Sebas —rezongué después de que Rebeca soltara una risa de burla.

—Se vienen cambios fuertes.

Guardé silencio. Me molestaban su falso acento norteño y sus frases sacadas de películas de narcos, pero me enojaba más que quisiera cambiarme de área nomás porque los pantalones ajustados no le oxigenaban bien el cerebro.

—Va, pues. A ver qué me invento —balbuceé sin muchas ganas de alegar. Después de todo ¿qué difícil puede ser moverle a las redes sociales?

Entender el papel de Social Media, es decir, el puesto que Sebastián me había asignado, era difícil e importante. Sí, aunque en ese momento no lo supiera. Las redes sociales tenían su propia naturaleza. Eran algo más que horarios y métricas. Conocer su oscura materia era también detectar las pulsaciones ocultas puestas en likes, fotos compartidas, amigos en común. Se podía descifrar mucho de la psique humana observando el comportamiento de los individuos en la red y en sus interacciones. Dominar estos aparentes secretos, que con un poco de atención estaban a la vista de todos, podía ser una gran herramienta de la cual echar mano, como la vez que pudimos conseguir la entrevista con aquella soprano que resultó ser prima lejana de un amigo de la universidad. Curiosamente, saber cómo se mueven las redes sociales y lo que comparte la gente sería algo muy útil para salvarle el pellejo a Horacio.

A la llegada del cacarizo Sebastián, mi sueldo apenas aumentó un par de miles de pesos. Ya no salía a cubrir festivales musicales. Me dejaron de llegar boletos para conciertos de la Filarmónica de Cuerna. No iba a los estrenos teatrales, ni entrevistaba a escritores. Mi trabajo era de oficina permanentemente. Desde hacía dos años, pasaba todo el tiempo contestando llamadas, transcribiendo los audios de los reporteros, programando publicaciones de Facebook, acomodando caracteres para hacerlos caber enTwitter, y sobre todo, correteando al diseñador gráfico que siempre parecía tener la cabeza en otra parte.

Había días en que yo también tenía la cabeza en otra parte. Esos días cuando miraba con nostalgia todos esos libros regalados que seguían apilados en el cubículo de mi escritorio. Como un recordatorio de lo que no pude hacer y me quedó contemplar. Novelas, poemarios, libros de ensayo, crónicas, compilaciones de cuentos publicados por otros que sí se animaron. Hubiera querido ser escritora y no pasar catorce horas en la sala de redacción de un periódico local dirigido con un mirrey que se creía mucho por hacer las compras en los outlets de Las Vegas una o dos veces al año. Hubiera querido seguir haciendo los versitos cursis que escribía en las últimas hojas de los cuadernos de la universidad. Ser yo la reseñada, la entrevistada, la que publicaba. Ser la estrella y firmar mis propios libros. Ya ni las notas del 21 llevaban mi nombre. Redacción pasó a ser la firma de las cosas que escribía siempre a prisa.

En esas nostalgias remilgadas e inútiles andaba cuando sonó el teléfono. En la oficina apenas la contadora y yo habíamos llegado. Era Rebeca. “Necesito que me tires un paro, cabrona”, “No tengo dinero, Bequito”, respondí cariñosamente sabiendo que casi siempre era yo la que le pedía prestado. “No seas pendeja, no es eso. Necesito que me cubras hoy en la conferencia del Sabroso Saavedra. Ni de pedo llego al auditorio, güey. Se me atravesó un Q8”, “¿Otra vez?”, “Ya sabes cómo son las redadas en la sonaja. Una se le hace agua la boca con tanta agua de almeja”, “Va, pues, pero te va a costar”, “Ya sabes que sí”.

La oficina seguía vacía. Apenas había sacado de la bolsa mi teléfono, mi agenda y dos plumas para comenzar el día. Encendía mi computadora. Pensaba en prepararme un café o salir a comprar un latte cuando me marcó Rebeca. Y ahora tenía que atravesar la ciudad, sin cafeína para salvarle el pellejo a mi amiga. Le mandé un mensaje al cacarizo Sebastián para decirle que yo cubriría la conferencia de Saavedra. Más tardé en enviarlo, que él en llamarme. Solía hacer eso cuando le daba flojera escribir, es decir, todo el tiempo.

“¿Extrañas jugarle a la reportera?”, “No, le estoy haciendo un favor a una amiga. Rebeca está indispuesta y no podrá llegar”, “Se volvió a ir de putas…”, “Está indispuesta”, “O hasta la madre de peda, bueno, asegúrate de grabar todo para que al rato que reviva la gorda pueda redactar algo decente. En una de esas ya se te olvidó cómo usar la grabadora”, “Así será”. Colgamos sin mayor alharaca.

Estaba acostumbrada a darle poca importancia a sus comentarios provocadores disfrazados de bromas inocentes. Sebastián era un simplón hasta cierto punto inofensivo al que sólo le interesaban los cocteles y las fiestas con políticos y uno que otro empresario de poca monta a los que les vendía publicidad para el periódico a cambio de hablar bien de ellos. No tenía ese espíritu combativo de los periodistas de la vieja guardia. Si se llegaba a publicar alguna noticia importante y real en el diario era porque sus amiguchos le habían dado el pitazo. Era conveniente, monetariamente jugoso. El resto era pura pantomima.

La sensación de que Horacio había llegado a mi vida para cambiarla fue lo primero que tuve de él. Evitaba verlo a la cara las dos primeras veces que hablamos. Prefería fijar mi atención en el segundo botón de su camisa y no en sus ojos verdes, penetrantes.

Prefería adivinar las formas de los tatuajes de sus dedos, mientras movía las manos al hablar antes que fijar mi mirada en sus labios, antes de siquiera tener el atrevimiento de permitirme pensar si besaba bien o era de los que daban besos por compromiso. Besos de trámite fiscal. Ver sus botones o sus manos me mantuvo a salvo momentáneamente. Luego, como esos que saben que la voluntad sobre su destino ya no les pertenece, la caída fue irremediable. Porque estar con aquel hombre que en ese momento rozaba los cuarenta, era caer. Ceder, saber que ya es del otro el suceder de los días. Lo que viniera.

Y aunque lo parezca, ceder no es una cosa simple.

Había llegado a la conferencia casi con el tiempo justo para registrarme y que me pasaran báscula los perros de la Fiscalía: Tenían registrado el nombre de Rebeca como quien iría de Hora21 a cubrir la conferencia.

—Soy Viridiana Carrillo, la jefa de Medios Digitales de Hora21. Rebeca Robles, mi compañera, no pudo venir y yo la estoy cubriendo —aseguré, mientras les mostraba mi credencial del diario y mi ine.

Que llegara yo les había quebrado el sistema infalible, a pensar de ellos, del control de los reporteros.

—Pero no tenemos su nombre registrado… ¿Cómo sabemos que es usted?

—Soy yo. Ve mi foto. Acá está mi acreditación.

A querer y no, me dejaron pasar no sin despegarme la mirada mientras metía de nuevo mis cosas en la bolsa. Mi apariencia de muchacha de buena familia y mi suéter de flores seguramente les inspiraba confianza.

—No se vaya a perder, ¿eh? Es a la izquierda y luego todo derechito. Ahí va a ver unas sillas en la explanada. Es ahí —me advirtió el guardia peor encarado mostrando desconfianza.

Era la primera vez que iba a la Fiscalía a cubrir algo, pero no era primeriza en los rituales de las conferencias de prensa. Todas eran lo mismo: pasar la revisión de la vigilancia, a veces anotar tu nombre, teléfono, la fecha y hora en una hoja de registro. Otras no. En las de la fuente cultural nada más era necesario mostrar una identificación. Algunos vigilantes de Casa Borda ya me conocían y hasta me saludaban por mi nombre.

Entendí la exigencia con las acreditaciones y el registro de los reporteros que cubrirían la primera conferencia que daba Horacio. Era nuevo, tenían que poner cuidado en quienes estarían ahí, y quizás hasta lo que le preguntarían.

Seguramente estaban instruidos en no dejar pasar a los reporteros de La Voz del Pueblo, conocidos por no medirse en sus preguntas, meter calumnias e incluso provocar funcionarios con tal de publicar notas amarillistas o incendiarias que hicieran quedar mal a la nueva autoridad en el cargo.

Por fortuna, el Hora21 no era conocido por ser un periódico de tendencias golpistas o contestatario. Podría decirse que la gran mayoría de sus páginas estaban dedicadas a la prensa del corazón y notas de socialité desde que Sebastián había asumido la dirección. Mi presencia ahí no representaba ningún peligro para el nuevo director de inteligencia del Departamento de Policía.

Horacio Saavedra llegó puntual. Ni un segundo después de las 10:00. Temprano, muy temprano. Mucho más de lo que acostumbraban las autoridades de Cuernavaca que siempre derrapaban al cinco para la hora. Yo todavía no agarraba lugar. Servía en una taza muy blanca y bien lavada un café cargado, que de tan oscuro no se veía el fondo. Parecía café de los restaurantes italianos del Centro. Nada que ver con el agua de calcetín a la que nos tenían acostumbrados. Los otros reporteros cuchicheaban mientras revolvían su café con cucharas de metal y no de plástico, como también solía ser:

—Se nota que este pendejo quiere caernos bien —bromeó un flacucho de lentes a su camarógrafo que también agarraba galletas de la charola decorosamente dispuesta.

—Sí, a huevo. Hasta se trajo el juego de té de su abuelita, pinche mamón.

No pude evitar sonreír. Incluso para mí que estaba familiarizada con el servicio de café, los canapés o el vino de cortesía de los museos y las galerías cuernavaquenses, las tazas y los utensilios de metal de la conferencia de la fiscalía me parecían un exceso. También me parecía un exceso la gabardina azul marino y los mocasines del nuevo director de inteligencia. Imaginé que a Rebeca le daría un ataque de tos de tanto reírse del atuendo del Sabroso, como le decían. Apodo que ya desde ese primer momento, no me parecía tan apartado de la realidad.

Horacio lo tenía bien ganado, aunque mis razones para nombrarlo sabroso no fueran las mismas por las que lo bautizaron. Ese hombre se sabía vestir. Se antojaba como un apetitoso bocado de ojo en medio de ese bufete de tacos placeros e insípidos que eran los reporteros de la fuente policiaca. Ojerosos, panzones, con camisas mal planchadas que de lejos incluso parecían no haberse cambiado en varios días y aún con saliva seca en las comisuras de sus bocas. De verlos, una consideraba seriamente el celibato.

Horacio había dejado de pasearse con la elegancia de un tigre por la parte de atrás del estrado para ocupar su lugar en el atril. No traía un discurso ni hojas para leer.

Una voz en off nos dio la bienvenida, “Preside esta conferencia el licenciado Horacio Saavedra, director de inteligencia del Departamento de Policía de Cuernavaca…

—Según la instrucción que he recibido de la alcaldesa Rosales les comunico que…

De pronto el sonido del micrófono disminuyó e interrumpió a Saavedra. Los parlantes comenzaron a emitir un zumbido que nos aturdió ligeramente, varios reporteros nos llevamos las manos a los oídos, Horacio ni se inmutó. Permaneció tranquilo para todo el peso y la responsabilidad que carga sobre su cabeza. Debió estar muy bien entrenado para no mostrar nervios, para presentarse y presentar a sus colaboradores tranquilamente y darnos los nombres de las personas que desde ese momento estaban “para vigilar y cuidar el sueño de los cuernavaquenses”.

Habló brevemente de las técnicas y mecanismos tecnológicos y digitales que implementaría “para estar al pendiente las 24 horas de cada movimiento en las calles y, sobre todo, en las zonas de conflicto de la ciudad”.

—Toda la zona de La Barona y de Santa Elena de la Cruz serán una prioridad para nuestro plan de trabajo. Los nuevos sistemas ya se encuentran en la etapa de instalación y cableado. Los ingenieros están trabajando para tenerlos listos a la brevedad. Mantendremos la atención en iluminar el perímetro de las cámaras, y los nuevos sistemas de vigilancia tendrán un botón de pánico que enlazará inmediatamente la alerta al C4 para dar atención inmediata a la emergencia, como sucede en las grandes capitales del mundo. Infraestructura de primer nivel. No nos cabe la menor duda.

Hablaba con la soltura de un locutor de noticias y un político corrupto que aún no se sabe corrupto. A lo mejor con una seguridad que rozaba en el cinismo, eso aparentaba.

Los reporteros ignoraron sus ejes de trabajo y sus planes de implementar nuevos dispositivos a la hora de hacerle las preguntas cuando se dispuso a abrir el micrófono. Se enfocaron en cuestionarlo al respecto de la tragedia sucedida dos meses antes de su nombramiento. Es decir, la verdadera razón de que él estuviera ahí.

Dos meses antes, Cuernavaca fue un verdadero polvorín, durante una noche vivió todo el terror que encierra el infierno. Nadie o casi nadie durmió en paz o siquiera concilió el sueño. Explotaron casas, coches, volaron cadáveres y fragmentos de cuerpos por todos lados. Los corazones de todos en más de un sentido quedaron hechos añicos. No es que pudiéramos decir que era algo que no se veía venir, pero bien se sabe que había condiciones para que sucediera. Que todo estaba puesto para explotar. A lo mejor alguno ya lo había mirado doblar la esquina, pero en todo caso, todos los demás éramos demasiado ingenuos o tercos para reconocerlo.

La violencia sostenida era algo de los otros. Una realidad que siempre vimos lejana. Nos cegaba la certeza falsa de ser solamente otra ciudad más de México. Vivíamos en la burbuja de estar cerca de Ciudad de México, éramos el vecino buena onda con balnearios, jardines para bodas, aguas termales e invernaderos.

La noche del 14 de abril todo ardió y las flamas siguieron ardiendo durante la madrugada siguiente. Cuernavaca fue un verdadero campo de batalla. Un infierno que no le dio tregua ni al más inocente de sus santos. Pasamos horas que parecieron años con el corazón pegado a la garganta. El destino de toda una ciudad estuvo en manos de unos cuantos que habían decidido no dejar piedra sobre piedra, o no al menos antes de que quedara claro el mensaje: un nuevo jefe estaba en el pueblo dispuesto a dejarnos ver su poder a base de terror y masacre.