Tierra Adentro
Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

 

Conforme leía las más de mil páginas de Infinite Jest, la autora de este ensayo atestiguaba cómo la única persona con la que podría hablar de la novela que convirtió a David Foster Wallace en celebridad se encaminaba en la misma dirección de aquel que el 12 de septiembre de 2008 terminó con su vida. ¿Hay libros que determinan el destino de una amistad?

 

Compré mi ejemplar de Infinite Jest una tarde de invierno del año 2009. Estaba de vacaciones en Nueva York; faltaban pocos días para navidad. Iba mal preparada para el clima: llevaba un gorro de lana que no me tapaba las orejas y unos guantes de leñador incomodísimos que me quité esa tarde para ver libros en Strand.

Fui primero a buscar una novela de Faulkner y luego otra de Ursula K. Le Guin y después me detuve en la mesa de recomendaciones. Me acerqué a un ejemplar llamado Everything and More: A Compact History of Infinity, de un tal David Foster Wallace. Había escuchado el nombre antes, pero no sabía dónde. Junto estaba otra obra del mismo autor, que también tenía la palabra infinito en el título: Infinite Jest. Tenía una portada más bien fea, con un letrero verde fosforescente y era tremendamente gordo. Lo tomé y alguien junto a mí dijo «Ése es el mejor libro que he leído en mi vida». Era un señor de unos cuarenta y cinco años, calvo, de cara simpática. Le sonreí, y mientras se iba me pareció ver en su gesto que estaba pensando en ese texto, recordando pasajes y reafirmando para sí mismo que era el mejor libro que había leído en su vida. Decidí comprarlo.

En el avión de regreso me llevé Infinite Jest en el equipaje de mano para leer un rato. Cuando pasé por seguridad, el oficial me pidió que abriera la maleta y lo escuché decirle al hombre de los rayos X: «Te dije que era un libro». Al final no leí por ver Inglourious Basterds, de Tarantino.

Volví a clases, al último semestre de la carrera. Mi compra se quedó unos meses en la repisa encima de mi escritorio, con el resto de los libros que pretendía leer muy pronto. Un mes o dos más tarde, algunos amigos quedaron de juntarse en mi casa para ir a un concierto de LCD Soundsystem. En lo que llegaban los demás, pasaron a la sala Samuel y otro amigo al que llamábamos el «Rojo». El ejemplar de Infinite Jest estaba en la mesa, donde lo dejé después de sentarme a hojearlo y decidir no leerlo todavía, porque sus mil ochenta páginas me parecían un compromiso demasiado grande. Samuel me preguntó si lo estaba leyendo; dije que lo estaba pensando. Él me pidió que lo leyera, por favor, porque era su libro favorito y no tenía nadie con quién comentarlo, no conocía a nadie más que lo hubiera leído.

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

Samuel era uno de mis amigos más antiguos, aunque durante muchos años fue más un conocido. Estuvimos juntos en la primaria un par de años. Luego se fue y me lo volví a encontrar en la secundaria. En ese entonces no lo soportaba. No me daban risa sus chistes, contaba muchos, todo el tiempo, porque (alguna vez me dijo) tenía una madre muy difícil de complacer y se había vuelto bromista para mantenerla alegre. No sé en qué momento me comenzaron a parecer divertidas sus bromas. Quisiera reproducir aquí el tipo de chistes que hacía, pero no tengo buena memoria y soy mala inventando bromas, aunque sí soy buena para reírme. Nos vimos forzados a ser amigos, porque desde el primer día de la licenciatura tuvimos todas las clases juntos, y no conocíamos a nadie más. Poco a poco nos conseguimos un grupo de dos o tres compañeros con los que pasábamos las horas libres y que por las noches iba con nosotros a conciertos y celebraciones. Yo iba menos a las fiestas que los demás, pero cuando iba, Samuel me acompañaba. Pasaba por mí en un Tsuru azul y ponía unas playlists memorables, tanto que después la música de las fiestas sonaba mal. Casi siempre me iba más temprano que él, y luego me enteraba de lo que pasaba entrada la noche, de sus intentos fallidos de conquista y sus peleas y borracheras.

Fue por él que decidí leer Infinite Jest, porque lo admiraba y confiaba en su gusto. Las primeras cien páginas fueron las más difíciles. No lograba acomodarme al volumen del libro. Leía en la cama, pero tenía que usar de apoyo dos o tres cojines, hasta que hallé la combinación de almohadas perfecta. Tardé más en adecuarme a un ritmo de lectura, porque si lo hacía durante mucho tiempo dejaba de entender. Requería mucha concentración recordar el sujeto original en esas oraciones kilométricas, recordar qué personaje estaba hablando en los párrafos enormes de esos monólogos larguísimos. Llegué a usar tres separadores: uno para el cuerpo del texto, otro para las notas al pie (que podían extenderse varias páginas) y otro para las notas al pie de las notas al pie. A veces tenía que releer páginas enteras, porque para cuando terminaba de leer una nota y volvía al texto original ya no recordaba en qué iba la trama.

En clases estábamos leyendo el Ulises de Joyce, un capítulo a la semana con las notas correspondientes en el Ulises anotado, que tiene casi el doble de extensión que el Ulises mismo. Me costaba mucho más trabajo leer Infinite Jest pero perseveré, a un ritmo de más o menos cinco páginas diarias. Persistí por su sentido del humor, neurótico y brillante, por los personajes extraños, entrañables, por la tensión creciente, por la idea vaga de que las historias paralelas se encontrarían en un final espectacular y por ciertos temas de los que David Foster Wallace escribía como nadie que yo hubiera leído hasta entonces.

Por ejemplo, las drogas. De eso yo sabía muy poco. Baste decir que a los veintidós años había fumado mariguana una sola vez en la vida, o más bien algo parecido a la mariguana que encontré en la cocina de mi padre y que no me hizo sentir absolutamente nada distinto de la expectativa de sentir algo distinto. Tampoco había estado nunca borracha. En las fiestas me servía agua mineral y, para que no me molestaran, fingía que tenía vodka. Las drogas me daban terror, pero también un poco de curiosidad. Al leer ciertos párrafos de Infinite Jest pensaba: «Así debe sentirse. De ese placer tan intenso me estoy perdiendo, de esa pasión por algo tan terrible pero también tan grande que se vuelve tu madre, tu amante, tu dios y compadre».

Cuando David Foster Wallace ingresó a rehabilitación, a los veintisiete años, ya se había intentado suicidar una vez. Era adicto a la mariguana y alcohólico, y ahí le dijeron que si seguía con ese nivel de consumo se moriría en menos de tres años. De su experiencia en los centros de rehabilitación, de las historias que escuchó y los personajes que conoció, de su incomodidad con los aforismos y la religiosidad de los programas, y también de la compañía y el consuelo que encontró ahí, surgieron algunos de los pasajes más memorables de Infinite Jest. Ahora que busco, encuentro estas frases entre mis subrayados: Sobre el peor momento de una adicción: «You cannot get drunk and you cannot get sober; you cannot get high and you cannot get straight… You are in a kind of a hell of a mess that either ends lives or turns them around»[1].

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

 

Sobre la imposibilidad de creer en el Dios que invocan los 12 pasos: «That’s what it feels when he tries to understand something to really sincerely pray to. Nothingness… never hitting Anything out there… Much much less Something with an ear that could possibly give a rat’s ass»[2].

Y sobre el dolor después de la sobriedad: «At least this sober pain now has a purpose»[3].

Primero fue esa noche, cuando el «Rojo» tuvo que manejar el Tsuru al salir de un bar, y no logramos convencer a Samuel de que metiera la cabeza al coche y dejara de gritar por la ventana que quería morirse. Después, esa mañana en que me habló su madre, desesperada, porque llevaba dos días sin saber de él y su celular estaba muerto —se reportó unas horas más tarde desde el after de algún after. Pasó lo mismo con su novia, que estuvo tres días sin poder localizarlo: cuando escuché su voz en el teléfono, gritó enfurecido que lo dejáramos en paz, que dejáramos de controlarlo. Después de esa noche en que lo vi romper el espejo del Tsuru con el puño, en un ataque de rabia consigo mismo, le dije que estaba preocupada por él. Me respondió que su vida era muy estresante, llevaba unos meses trabajando de asistente para un cineasta que le exigía mucho y necesitaba liberar esa tensión cada tanto. Yo trataba de entender. Un día le dije que quería probar la coca con él y me dijo que era ridículo que a mi edad empezara a probar drogas. Poco a poco dejamos de ir a fiestas juntos. Era absurdo que todos los invitados se fueran al baño mientras yo me quedaba sola en la sala. Ser la única sobria, pensé varias veces, se parece mucho a ser la más borracha: se es la única que está en un plano de realidad distinto.

Nos seguíamos encontrando a veces en reuniones de amigos, y cuando me veía me preguntaba cómo iba con Infinite Jest, pero se rehusaba a comentarla conmigo antes de que leyera el final, para no echármela a perder. Yo avanzaba en la lectura con más facilidad y sentía que ese mundo era un lugar que visitaba, un espacio familiar. Llevaba tanto tiempo con esa novela que se había vuelto parte de mi vida diaria; era como un cuarto más de mi casa.

«Alguna vez voy a explicarte mi teoría sobre David Foster Wallace y John Kennedy Toole», me dijo un día Samuel. «¿Qué teoría?», le pregunté. «La de por qué los escritores con mejor sentido del humor terminan suicidándose.» Le pedí que me explicara, pero cambió de tema con la velocidad con la que pensaba y hablaba, medio tartamudeando. Creo que fue después de esa plática que adquirí una superstición extraña, parecida a las que tenía cuando era niña. Pensé que Samuel estaría bien mientras yo siguiera leyendo Infinite Jest. No le pasaría nada malo, sobreviviría a todas las drogas y las fiestas y a esos comentarios inquietantes sobre el suicidio mientras yo siguiera leyendo. La protección se acabaría cuando terminara de leer, pero prolongar la lectura no era una opción. En mi superstición, tenía que seguir leyendo esas cinco páginas diarias.

Tardé más de un año en terminar Infinite Jest. Leí muchos otros libros al mismo tiempo, pero no había noche en que no leyera religiosamente las cinco páginas. Samuel tenía nuevos amigos del mundo del cine y cada vez nos encontrábamos menos. Conforme las páginas faltantes se iban reduciendo, comencé a inquietarme. Al terminar la novela tuve una reacción física que no he tenido con ningún otro libro: me enfurecí y lo aventé. Le había tomado a David Foster Wallace mil ochenta páginas llevarme hasta la orilla de un precipicio gigante y ahí me había dejado. Ésa era la broma infinita: una novela larguísima que en realidad era eterna, porque el final era sólo el comienzo. O algo así.

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).

Ilustración de Liz Mevill (Morelos, 1985).


 
 

Unos días antes del punto final, Samuel pasó por mí en un taxi (el Tsuru lo perdió en un choque, aunque él no sufrió ni un rasguño) para ir a la despedida de uno de nuestros amigos de la carrera que se iba a vivir a Inglaterra. No eran ni las once de la noche cuando Samuel ya estaba dando tumbos por la fiesta. El festejado se me acercó y me preguntó si podía ayudar a la novia de Samuel a llevarlo a su casa, que al fin y al cabo estaba cerca. Después nosotras podíamos volver a la fiesta. Entre las dos lo metimos a un taxi y a medio camino el chofer dijo que por favor no vomitáramos su coche. Samuel se enojó y lo insultó. Entonces Samuel y su novia empezaron a discutir y el taxista estuvo a punto de bajarnos, pero, mientras ellos gritaban, yo le pedí comprensión al taxista y conseguí que nos llevara de mala gana.

En cuanto nos bajamos, la novia de Samuel se volvió a subir al taxi, azotó la puerta y se fue. Con trabajos logramos subir al primer piso. Ahí el asunto se empezó a complicar. Samuel sacó un bonche de llaves de su pantalón, pero no logré que me dijera cuál era la de la entrada. Empecé a probar una por una, mientras trataba de sostenerlo con la otra mano, porque lo vi balancearse cerca del borde de las escaleras. Ninguna de las llaves abría. Samuel se desesperó y se puso a patear la puerta. Entonces el perro del vecino empezó a ladrar y Samuel fue a patear esa puerta, con tanta fuerza que la tumbó. El perro dejó de ladrar. Era una puerta vieja, de madera, y una de las tablas se desprendió por completo. Samuel la tomó y entró al departamento del vecino. Escuché vidrios rotos. Samuel salió de nuevo, sin la tabla, y lo obligué a bajar del edificio y a sentarse en la banqueta. Esa noche durmió en el sillón de mi casa. A la mañana siguiente no se acordaba de nada: cuando le conté lo que había hecho, le dio risa. Luego supe que el vecino lo perdonó con un par de botellas de vino. Se las tomaron juntos y terminaron haciéndose amigos.

La maldición que yo había atribuido a mi lectura de Infinite Jest existía pero de forma distinta. A Samuel no le pasó nada cuando terminé la novela, pero nuestra amistad no sobrevivió. No lo volví a ver después de esa noche. Supe que se fue con el director de cine a filmar a Europa y allá se enroló en una maestría. Nunca pudimos comentar Infinite Jest.

En los meses y años siguientes presté tres veces mi ejemplar a distintos amigos para que lo leyeran y así tener con quién comentarlo. Los tres me lo devolvieron al cabo de un tiempo sin haberlo terminado, casi sin haberlo empezado.


Notas

[1] «No puedes emborracharte y no puedes recobrar la sobriedad; no puedes ponerte pacheco y no puedes desintoxicarte… Estás en una suerte de desorden infernal, de esos que o terminan con una vida o la mejoran.» [Trad. de los eds., a menos que se indique lo contrario.]

[2] «Así se siente cuando trata de entender algo a lo que rezarle genuinamente. Nada… nunca alcanzando Algo allá afuera… Muchísimo menos Algo dispuesto a escuchar o que le importe un carajo.»

[3] «Al menos este dolor sobrio ya tiene un propósito.»


Autores
(Ciudad de Mexico, 1988) estudio la maestría en escritura creativa en español en la New York University. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Es autora de Cuaderno de faros (FETA, 2017) y de Cuerpo extraño, galardonado con el Premio Latin American Voices 2013. Es parte del equipo de Ediciones Antilope.

Ilustrador
Liz Mevill
(Morelos, 1985) es artista plástica e ilustradora. Participo en el proyecto de ciudad-mural ≪Central de Muros≫ en la Central de Abastos (2018), ilustradora del álbum ilustrado ≪La Hoguera de Bronce: Historias de Bosques y Selvas≫ (Secretaria de Cultura, 2018).