Certezas provisionales
Empecé a escribir para la revista Tierra Adentro hace exactamente dos años. Así me lo recordó una notificación en mis redes sociales la semana pasada. Un aviso que contribuyó a un recuerdo pero también me devolvió al punto de partida. Cuando escribí los primeros textos todavía no abría la cafetería que frente a mi casa, me veía en la necesidad de buscar lugar en alguna atiborrada cadena y quedarme ahí hasta el cierre. Empecé a organizar mi semana en función de lo que entregaría; el proceso empezaba desde qué pensaba en un tema y cómo éste sería pertinente dentro del campo semántico: literatura infantil y juvenil. A partir Los libros de niños no son para niños, el primer escrito publicado en la revista, mi mensaje era más o menos claro: no creía en la existencia de algo tal como literatura infantil y juvenil, pero debía escribir sobre ella.
A pesar de entender la literatura como un todo, cuyo quehacer va más allá de las edades o los públicos, el ejercicio propuesto era el de acotarlo a categorías establecidas cultural y comercialmente. Para mí desgracia, me había interesado en una literatura que nace de la segmentación y que le atribuye a su lector características innegables. El proceso se dio como se dan todos los procesos editoriales en la literatura infantil: un adulto se acerca a la concepción que tiene de cómo es o debería ser un niño, luego construye un discurso. Mi referente más cercano fue siempre mi propia infancia, pero también la resignificación de ésta muchos años más tarde. Revisité los primeros textos que leí e intenté evocar las razones por las que se habían vuelto entrañables. Sin embargo, este recurso se agota , al poco tiempo se vuelve testimonial y poco importaba mi biografía lectora. Seguí adelante partiendo de los títulos y autores que como adulta me habían parecido relevantes y propositivos. Los lectores siempre quieren mirar recomendaciones, posibilidades lectoras que los emocionan o despiertan algún tipo de curiosidad.
Con el tiempo los textos que enviaba a la revista se convirtieron en híbridos entre mi primer y segundo intento. Volvía a una noción de una literatura sin edades, era una adulta leyendo libros para niños, pero empezaba a vincularlos con problemáticas de mi vida cotidiana: la neurosis, la oscuridad, la pérdida, la lluvia, etc. Este ejercicio me recalcó la posibilidad de una literatura sin adjetivos ni etiquetas. A pesar de que los textos aparecieran en la sección “Literatura infantil y juvenil”, eran leídos, escritos, editados y criticados por adultos. Ningún niño tuvo noticia de su publicación.
Las discusiones, algunas internas y otras sociabilizadas, me obligaron a establecer ciertas categorías de análisis que me permitieron no olvidar por qué existe esta segmentación y cómo se construye la idea de un lector especializado. Mis tres grandes (pero intrascendentes) conclusiones a partir de la relectura y escritura fueron las siguientes:
1. Cualquier libro es para un niño si no lo aburre, si lo entiende y quiere seguir adelante.
2, Los niños pueden enterarse de cualquier tema, si el tema no les resulta cercano o no empatizan con él, lo dejarán de lado.
3. Los adultos estamos aterrados del mundo que rodea a los niños contemporáneos, pero aislarlos y desinformarlos los vuelve vulnerables ante los peligros inevitables de vivir.
Mis conclusiones no son certezas, son verdades provisionales o interrogantes que nacieron con la escritura de una literatura que se define por adjetivos. Adjetivos que la complejizan, la llenan de sutilezas, la problematizan y la vuelven más que una “cosa de niños”. Estos dos años, casi ininterrumpidos de publicaciones, sirven para mirar en retrospectiva aunque este ejercicio no termine nunca. Quizá revisite los mismos temas en algunos años y los aborde desde perspectivas radicalmente opuestas. La literatura (una o muchas) nos brinda la posibilidad de repensarnos una y otra vez.