Tierra Adentro

Número 184

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  Después de tanto ardor –tanto tratar de encontrar las palabras y de tocar la carne, la tibieza de ambas, o tan sólo una manera de lidiar con sus efectos–, después de tanto espacio que nos queda cuando lo buscamos, sin importar si lo encontramos o no, pienso, parada en la estación desierta de metro, mientras un cellista solitario munido de su arco hace que los armónicos graves retumben por la cueva, que debe ser deseo esto también: dirigirse no al músico (y sin nada de fuego), sino al tren: Sé lento, sé lejano.
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Paisajes íntimos Nuestras vidas están marcadas por la frecuencia con que navegamos en Internet.
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Vi una manada de sapos mirándose entre ellos discutiendo insectos en el cauce de mi reflejo No fue romántico Los trajes blancos apilados sobre el lago y una insignia dorada como el zancudo que distingue la sangre azul de una sustancia babosa deslizándose por las salinas rocosas del istmo nevado de Acapulco Fue mi más triste recuerdo estaba hecha pedazos me sentía grecorromana Una brisa hermafrodita agitaba las faldas de las sombras del estacionamiento Un olor a aceite me alejó de la escena y entré al cine negro encendí un cigarrillo La primera luz se encendió y por ley me echaron de este mundo.
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En 1990 pude morir en cuatro ocasiones distintas a causa de un derrumbe, un río, una navaja y una bala; nunca vi mi vida pasar ante mis ojos.
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Luis Buñuel  llamó al cine “instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente”.
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Con la apertura de la primera sala de cine, el 28 de diciembre de 1895, en el sótano del Gran Café, Boulevard des Capucines 14, en París,1  nuestra manera de imaginar el mundo cambió para siempre.