1990
En 1990 pude morir en cuatro ocasiones distintas a causa de un derrumbe, un río, una navaja y una bala; nunca vi mi vida pasar ante mis ojos.
Crecí quince centímetros y aunque el estirón pareció volverme estúpido tuve la certeza de que si llegaba a medir dos metros todos mis problemas se solucionarían. Pesaba sesenta kilos.
Creía en los ovnis; creía en fantasmas; creía en casi todo aquello que prometiera no ser de este mundo y escribía poemas sobre el espacio exterior y cartas dirigidas a un marciano que no llegarían a su destino y que terminarían en el bote de basura una tarde de depresión postadolescente.
Pasé muchas tardes tirado en el pasto mirando las nubes en espera de un avistamiento y me enteré de casos verdaderos de abducción que resultaron ser falsos pero que yo deseaba con todas mis fuerzas que fueran ciertos. Deseaba abandonar este mundo pero me atemorizaba dejarlo incompleto.
En 1990 me enamoré como un idiota pero eso no es sorpresa porque cada año me enamoraba como un orate; creía en el amor y creía que masturbarme y eyacular en un preservativo que no estaba dentro de ningún sitio aliviaría mi sentimiento de soledad.
Hablé casi todos los días por teléfono porque así podía sostener relaciones que en la vida real no funcionaban. Hablaba durante un promedio de dos horas y el contenido de mis conversaciones iba del último programa de 98.5 FM a los tres deseos que me habría gustado pedir en ese momento y a lo que pensaba sobre la paternidad, los Lakers de los Ángeles y Vanilla Ice. Después de colgar me sentía incluso más solo que antes y me dolían la oreja y el cuello.
En primavera viajé a la sierra de Oaxaca y asistí a un funeral, contemplé de cerca la muerte de dos toros y fui invitado a una boda.
En prevención de una noche de amor decidí ejercitar mi cuerpo. Mi rutina consistía en cuatro series de abdominales, cuatro de lagartijas y cuatro de sentadillas. Podía correr cinco kilómetros en diecisiete minutos y treinta y seis segundos; era muy rápido.
En 1990 me peleé cinco veces y no perdí; cuidaba siempre que mis oponentes fueran más bajos y menos fuertes que yo. En cada ocasión sentí que no quería hacerlo pero al final emergía una violencia de la que no me creía capaz. Muy de madrugada vi un día a un policía muerto; tenía un agujero en la frente y me recordó la foto de un policía muerto que había visto unos días antes en el periódico.
Leí sobre el mundo de las bandas y deseé tener mi propia banda hasta que una noche asesinaron a una chica de mi edad. La gente compró cal para esparcirlo por toda la escena y sobre el cuerpo borrando así cualquier pista para dar con los culpables.
Me declaré a una chica en tres ocasiones y las tres veces me dijo que no. Y “no” fue la palabra favorita de 1990. “No” fue lo que pensé al contemplar el cadáver de mi primo Alberto; mi primo Alberto, que usaba Wildroot en el cabello, Stéfano en el cuello y Listerine en la boca; su mundo era el mundo del baile y las chicas.
Pensé que 1990 sería el último año que pasaría con vida y resultó no ser así. Mis sueños de grandeza tenían lugar en la placidez de mi cuarto a pesar de que lo más grandioso que sucedió ahí, en mi cuarto, fueron mis intentos por bailar como MC Hammer y Michael Jackson.
En 1990 trabajé como operador de una máquina inyectora de plástico hasta que me rompí la frente. Después de suturarme me ofrecieron un cheque y me despidieron.
En 1990 robaba dinero a mi padre como si no existiera un mañana. Al otro día, sin embargo, lo volvía a robar. Compraba cosas porque pensaba que comprar cosas aliviaría mi tristeza por no medir dos metros. Una de las cosas que compré fue un paquete de cigarros con los cuales pretendí peligrosamente tocar el mundo mítico de mi primo Alberto. Compré discos de salsa y los toqué en mi cuarto como una manera de recuperar su recuerdo. Me pareció basura.
En 1990 ocurrió mi primer desengaño en la vida cuando descubrí que no era del agrado de todos. Y las pretensiones a las que me sometí por ello fueron tan grandes que acepté vestir ropa de marca que no era de marca.
Miré mucha televisión.
Soñé con aviones cayendo en picada, con peleas, con chicas.
Fui testigo de un atropellamiento pero no podría decir si el casco que salió volando por los aires llevaba una cabeza en su interior. Todo fue confuso.
Por la forma de las nubes o por el color del cielo era capaz de saber si detrás se escondía una nave nodriza. Soñé con mi propia abducción. Quería dejar este mundo.
En el otoño de 1990 escribí un poema amoroso con las palabras “arrebol”, “lontananza” y “lobreguez”.
Practiqué trucos de magia para impresionar a la gente.
Vi un documental sobre la vida de los insectos.
Animado por largas pláticas sobre el mejor método para satisfacer a una mujer me convertí en discípulo de El Tao del amor y el sexo. La idea central, argumentaba el libro, era no eyacular y esperar el momento de la iluminación.
Asistí a una boda con un traje dos tallas más grande.
En la escuela conocí a un chico cuyos huesos eran frágiles como los de un ave; moriría en 1991 pero en 1990 fue mi amigo.
Me intoxiqué con bacalao, me luxé un tobillo y doné sangre.
Un hombre se lanzó a las vías del metro y desde el interior del vagón escuchamos gritos y huesos que se quebraban.
Fui asaltado a punta de navaja, de pistola y de violencia pura.
En 1990 sentía que allá afuera, en el espacio exterior, habría una mejor vida para mí. Y pensé sinceramente que sería mi último año en este mundo pero resultó no ser así.