Breve historia de los jubileos
Cultus es el sustantivo latino que dio origen a términos aparentemente distintos como “cultura”, “culto” y “cultivo”; es un participio del verbo colere, que significa “cultivar, frecuentar, cuidar de algo, habitar”. Los cultos, los cultivos y las culturas están unidos no solo por una misma etimología, sino por la razón que subyace en ella: los tres ámbitos dependen en alguna medida de lo telúrico como condición de su existencia. Las grandes civilizaciones no hubieran podido desarrollarse si la agricultura no hubiera hecho lo propio, y esto pudo lograrse gracias a la regularidad en las estaciones y en las temporadas de lluvia con las que se familiarizaron los pueblos. Con justa razón los griegos le llamaron kósmos —“lo ordenado”— al universo.
Con el tiempo, grandes y pequeñas civilizaciones descubrieron que la mejor manera de aprovechar los recursos del suelo era emulando el orden de la naturaleza. Desconocían lo que hoy sabemos sobre los ciclos biogeoquímicos, como el del carbono o el nitrógeno, pero notaron que la tierra se agotaba si no se le dejaba descansar. Así, cada una a su modo desarrolló estilos de policultivo —la milpa mexicana, por ejemplo— y periodos obligados de descanso que habrían de beneficiar a los cultivos gracias a la natural capacidad regenerativa de la tierra. El antiguo pueblo hebreo lo prescribió a su manera: “… cada séptimo año, la tierra tendrá un sábado de descanso, un sábado en honor del Señor: no sembrarás su campo ni podarás tu viña; no segarás lo que vuelva a brotar de la última cosecha ni recogerás las uvas de tu viña que haya quedado sin podar: será un año de descanso para la tierra” (Lev 25, 4-5). El sábado de la tierra se extendió a otros ámbitos de la cultura, de modo que cada siete años se liberaba a los esclavos y se perdonaban las deudas, y cada siete veces siete, es decir, aproximadamente cada cincuenta años, la ley ordenaba “hacer resonar un fuerte toque de trompeta: el día diez del séptimo mes —el día de la Expiación— ustedes harán sonar la trompeta en todo el país […] y proclamarán una liberación para todos los habitantes del país. Este será para ustedes un jubileo: cada uno recobrará su propiedad y regresará a su familia. Este quincuagésimo año será para ustedes un jubileo: no sembrarán ni segarán lo que vuelva a brotar de la última cosecha, ni vendimiarán la viña que haya quedado sin podar; porque es un jubileo, será sagrado para ustedes” (Lev 25, 9-12).
Un cuerno de macho cabrío hacía las veces de trompeta, el jobel, de donde viene el término “jubileo”. Era una ocasión que poco a poco se distanció de sus orígenes agrícolas y se aprovechó para zanjar disputas sobre deudas y propiedades perdidas, razón por la que no gozó de popularidad entre los vencedores de la historia, quienes se encargaron de enterrar la tradición ya desde tiempos de Jesús. Este, sin embargo, comenzó su vida pública leyendo en la sinagoga un pasaje de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). El ministerio del Cristo se inició proclamando un jubileo.
Ni el judaísmo ni el cristianismo conservaron la práctica de los años jubilares sino hasta el año 1300, cuando el papa Bonifacio VIII decretó el inicio de un año santo: a quienes peregrinaran a la ciudad de Roma y visitaran diariamente durante treinta días las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, se les concedía una indulgencia plenaria, esto es, la remisión de las penas debidas por los pecados, luego de la confesión sacramental. No había ninguna razón sino la fascinación con los números centenares que el cambio de siglo despertó en la conciencia medieval. Fue tal la afluencia de peregrinos que el caos explotó en la Ciudad Eterna, por lo que el papa acortó la penitencia a dos semanas de visitas diarias. La medida no bastó para contener el frenesí desatado, en medio del cual se encontraba un poeta florentino de 35 años, Dante Alighieri, quien tiempo después habría de referir su experiencia del primer jubileo en uno de los cantos de su Divina comedia. A las medidas implementadas por el papa para controlar el flujo de personas en las calles de Roma se les considera el principal precedente de los señalamientos viales que usamos hoy día.
El decreto de Bonifacio VIII establecía una periodicidad de cien años entre jubileos, pero Clemente VI decretó un año jubilar para 1350, con la esperanza de recobrar el ánimo del pueblo romano, asolado por una epidemia de peste en la década de 1340. Para esta convocatoria, se añadió un tercer requisito: la visita a la tumba del apóstol Juan. El papa Urbano VI volvió a adelantarse y convocó un tercer año jubilar para 1390, estableciendo además que la periodicidad entre jubileos debía ser de 33 años, en recuerdo de los años que vivió Jesús en la Tierra. Fue este mismo papa quien añadió el cuarto requisito que se mantiene hasta hoy: la visita a la basílica de Santa María la Mayor.
Para 1400, la cantidad de peregrinos que llegaba a Roma con la esperanza de conseguir una indulgencia plenaria hizo que Bonifacio IX recuperara la periodicidad de cincuenta años. Nicolás V convocó y presidió el jubileo de 1450, y en 1475 Sixto V estableció la periodicidad vigente: el jubileo debía celebrarse en Roma cada 25 años. Fue este jubileo el primero que se comunicó por medio de misivas distribuidas por toda Europa gracias a la imprenta de Gutenberg. Para el siguiente jubileo, Alejandro VI sofisticó el rito de inicio de un año jubilar y organizó un rito de apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro, sellada a cal y canto desde su interior. Los jubileos siguientes transcurrieron con normalidad durante los siglos XVI, XVII y XVIII, pero en el XIX, solo ocurrió el jubileo de 1825. En 1800 la situación política de Europa hizo que Pío VI muriera desterrado en 1799 y que Pío VII decidiera no convocar un año santo; por su parte, Pío IX no convocó los de 1850 ni 1875, o por estar desterrado de Roma, o a manera de protesta por haber perdido el gobierno de los desaparecidos Estados Pontificios, respectivamente.
El jubileo de 1900 tuvo la intención de reconciliar a la Iglesia con el gobierno italiano; atrajo a una multitud de peregrinos después de 75 años sin tener un año santo, y León XIII impulsó una perspectiva social que fue bien vista por las clases obreras a nivel internacional. Los de 1925 y 1950 tuvieron como objetivo reconciliar a Europa después de sendas guerras, y entre ellos se intercaló un jubileo extraordinario, convocado por Pío XI, para conmemorar 1900 años de la crucifixión, muerte y resurrección de Jesús. En el jubileo de 1950, Pío XII modificó el ritual de apertura y cierre: desde que Alejandro VI introdujo la tradición de abrir una puerta santa en 1500, esta consistía en un hueco que los albañiles abrían en uno de los muros de la Basílica de San Pedro y que se bloqueaba durante las noches con una puerta de madera. Sin embargo, en 1950 la Iglesia Católica suiza regaló al papa una puerta de bronce para estrenarse en el jubileo. Esta puerta puede verse desde el exterior de la basílica, mas no desde el interior, pues este se sigue clausurando con tabiques y concreto al término de cada año jubilar. De hecho, Pablo VI sufrió un accidente al abrir la Puerta Santa para el jubileo de 1975, cuando un pedazo de concreto se desprendió del muro interior y le golpeó la cabeza frente a las cámaras que transmitían en vivo, por primera vez en la historia, la apertura de un año santo. Juan Pablo II celebró un jubileo extraordinario en 1983, con ocasión del aniversario 1950 de la redención, y otro en 2000. El papa Francisco convocó a un jubileo extraordinario en 2016 y hoy inicia formalmente el jubileo de 2025.
La ceremonia de apertura de la Puerta Santa cambia de pontificado a pontificado, pero desde 1950 ciertos elementos permanecen, como el rito del papa golpeando simbólicamente la puerta, habiéndose retirado el muro interior con suficiente antelación, y el lavado de las puertas con agua bendita que realizan los penitenciarios de la Basílica de San Pedro. Seguido de este acto, el papa se arrodilla al ser el primero en cruzar el umbral de la Puerta Santa y continúa su procesión hasta el altar. Este año jubilar, como marca la tradición, concluirá en la solemnidad de la Epifanía de 2026, cuando vuelva a sellarse el muro interior y se coloque entre sus tabiques un cofre con monedas conmemorativas del pontificado en turno y la bula con la cual se convocó, esperando que se llegue la fecha del próximo jubileo en 2050, aunque cabe la posibilidad de que se convoque un jubileo extraordinario, por ejemplo, en 2033, para emular los años santos de 1933 y 1983.