Tierra Adentro
Ilustración realizada por María Orozco
Ilustración realizada por María Orozco

I

En mi memoria, el videoclub es como aquella Biblioteca de Borges: se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías y anaqueles; al igual que el sitio que describe dicho autor, este videoclub, como todo recuerdo inmemorial, existe ab aeterno. A diferencia de Borges, yo no veo en dicho sitio de mi pasado lomos de libros sino, más bien, portadas de películas en VHS. Como todo hombre en la mitad de su vida, he viajado no en mi juventud (como en el cuento de Jorge Luis cuyo nombre no es necesario repetir) sino hacia mi juventud y, allí, en el recuerdo, me regodeo. Dice Confucio en una de sus Analectas que «mientras añore la bondad, esta estará a mano». Lo mismo sucede con el pasado: mientras se piense en él, estará disponible.

II

¿Había algo más interesante, por allá a principios de los 90, que visitar el videoclub? Seguramente muchas cosas, pero para el yo de siete años no. Estantes y más estantes atiborrados de cajas gordas de plástico negro; portadas y contraportadas llenas de explosiones, armas de fuego, ninjas y bikinis; antiguas venganzas y grandes maestros de kung fu. Acción, terror, romance, drama, comedia: lo difícil no era hallar algo que llamara la atención sino, tristemente, escoger cuál llevarse de entre toda la oferta. ¿Ir hacia dónde? ¿A lo viejo o a lo nuevo? ¿Ver por enésima vez la misma película o arriesgarse con una nueva pieza? Las posibilidades no estaban dictadas por otra cosa que no fueran el tiempo y el bolsillo (los de mis padres, claro). 

La película a rentar pasaba antes por un largo consenso familiar (en el que los que no iban al videoclub no tenían voz ni voto porque, dice mi papá, «santo que no es visto no es adorado»). Casi siempre rentábamos dos películas: una de acción (B15, para que todos pudiéramos verla) y una de drama, también para que todo viéramos pero que yo casi nunca aguantaba. De las películas de acción, base de mi formación emocional (y no es que esto sea algo loable), aprendí muchas cosas:

1.-Que los líderes de las organizaciones criminales siempre son rusos o alemanes y no hay un solo oriental que no sepa kung fu o karate.  

2.-Que la traducción es cosa quisquillosa y una película llamada Destroyer puede ser nombrada en español como Puños de furia en Manhattan 2.

3.-Que no importa lo que pase, siempre habrá tiempo para un poco de sexo casual entre el protagonista y a) su compañera detective, b) una testigo importante, c) la esposa sumamente atractiva e insatisfecha de un criminal.

7.-Que uno puede pelear cuerpo a cuerpo sin ningún problema luego de haber recibido tres balazos.

8.-Que a mi mamá, y a otras tantas de aquella época, le parecía más escandaloso que nos mostraran al protagonista haciendo el amor que el hecho de verlo matar a golpes a alguien.

III

No somos otra cosa que, acaso, lo que aún no somos pero perseguimos; quizá, debido a ello, es posible, actualmente, darse una idea de quién es alguien por medio de sus historiales de búsqueda en internet y servicios de streaming: qué es lo que ve, qué busca de sí en esas expresiones de otros. Estas búsquedas, también, tenían lugar en el videoclub y, aunque resulte difícil para las nuevas generaciones creerlo, también quedaba un registro de ellas: en la libreta del encargado del lugar, quien conocía a todos y cada uno de los suscriptores a través no sólo de las películas que rentaban, sino por la frecuencia con la que lo hacían y en qué estado regresaban el material. 

Conforme se avanzaba hacia el fondo del videoclub, las películas, como el lugar mismo, se volvían más oscuras. Allende la sección familiar, y la de acción, comenzaba la de horror. Una de las películas que más me marcó fue Hell Raiser, y me marcó precisamente porque nunca la vi: mi mamá nunca accedió a rentarla; un hombre con clavos en la cara no era quizás lo que ella buscaba para ver con su hijo (para eso estaban las películas de simios que aprendían a jugar béisbol, o las de perros parlanchines).

El terror (o el horror, en todo caso) no es algo que viéramos con frecuencia en la familia, ya que además de la inminente carga de sangre y violencia, eran películas que mi mamá consideraba ahítas de contenido sexual. El horror como puerta de entrada a la carne, la carne en sus múltiples acepciones. Y dado que estaban prohibidas, eran las que más anhelaba ver. Edgar Allan Poe afirma, en sus textos sobre August Dupin, el detective (La carta Robada, El doble asesinato de la calle Morgue y El caso de Marie Roget) que una de las formas más efectivas de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos; por inversión, entonces, la mejor forma de mostrar algo a alguien es tratar de esconderlo. Eso sucedía con las películas y el orden en que estaban dispuestas en aquel negocio: la parte que más me llamaba la atención era la que estaba vedada (tres equis como tres marcas del tesoro, señalizaciones en el mapa visual).  

En una ocasión, mientras escogíamos una película, un hombre y una mujer (pareja, supongo) entraron, discretamente, al cuarto contiguo a la sala principal, un pequeño espacio separado por una cortina negra; la actitud de mi mamá hacia la pareja en cuestión fue de franco desprecio. Me enteré, poco después, de que ahí era donde se hallaba la pornografía. A partir de ese descubrimiento, recapitulé sobre cómo reaccionó mi mamá: intuyo que fue a raíz de una mal entendida superioridad moral (tengo el derecho de mirarte por encima del hombro porque yo no hago lo que tú haces). ¿O acaso era envidia mal disfrazada? Tal vez es cierto que odiamos en los demás algo de nosotros mismos o simple y sencillamente nos alejamos de lo que no comprendemos.

No pocas veces mi mamá, al notar que venía una escena de sexo o de extrema violencia, me pedía que no la viera. «Voltéate» fue, quizá, la palabra que más escuché durante nuestras sesiones de cine en casa, y siempre era ante un desnudo (muy desnudo, valga la expresión) o una escena de violencia extrema. Sin embargo, la tolerancia era mucho menor hacia los desnudos que hacia los desmembramientos: durante mi infancia, vi más cuerpos con sangre que cuerpos sin ropa. ¿Cuál era entonces la diferencia? ¿Por qué uno era permitido y el otro no? La respuesta me parece sencilla: era la presencia de sangre.

Así como un par de signos de admiración nos dicen «mira, voltea a ver esto», así la sangre parece ser una exclamación sobre la oración de la carne y la vida. Hago una comparación rápida, hiperbólica (y quizás absurda) entre Hell Raiser y Mi pobre angelito (Home alone, en realidad: la traducción ataca de nuevo), película que también rentábamos con frecuencia. En la primera se trata el tema, si bien recuerdo, de la obtención de placer (de todo tipo) a través de la carne, de los sentidos. Las escenas explicitas, sin embargo, no son tan abundantes como pudiera parecer (o sugerir la portada) aunque hay sangre a borbotones en ellas. En la segunda, sin embargo, hay una constante violencia física hacia los dos antagonistas, que adquiere matices perturbadores a momentos. Hagamos un ejercicio de imaginación: ¿cómo sería, visualmente hablando, Mi pobre angelito si se mostrara la sangre que, por lógica, emanaría de las heridas infligidas a los antagonistas? Otra vez, una violencia baja en calorías, violencia con edulcorante. Violencia peligrosa porque se normaliza, se avala a través de la risa.

Años después me enteré de la presencia de otro tipo de cintas, esta vez ya no en el videoclub, sino en el intercambio con amigos y en los puestos del mercado. Sin filtros, sin restricciones, sin medias tintas, éstas mostraban la realidad tal cual era, en situaciones álgidas y ciertamente prohibidas en la mayoría de los hogares. Hablo, concretamente, de Traces of death (o Trauma, como se le bautizó en español) cinta en la que se muestran asesinatos y mutilaciones reales, llevadas a cabo en diversas latitudes y con diversas finalidades (si es que hay motivo ulterior en la violencia) y que, como común denominador, poseían el haber sido capturadas en video.

En una época en la que se buscaba la independencia a través de la mera ruptura de lo hasta entonces conocido (voy a hacer lo que tú me prohibías hacer, a ver lo que tú no me dejabas ver) acudir a este tipo de cintas estaba considerado, al menos entre mis amigos, como muestra de madurez y valentía. La manera de acercarnos a la muerte y al dolor era, para nosotros, casi adolescentes de área conurbada, ese tipo de películas. Si los muchachos de campo conocen la muerte en el acto de presenciar el sacrificio de un animal, nosotros lo experimentábamos en VHS. Era el ver por ver, no entender nada, sólo ser testigos del momento en que un cuerpo comenzaba a ser cadáver: el voyeurismo inicial.

En los puestos de películas, así como en el videoclub, la disposición era la misma: hasta arriba, al fondo, el horror y la pornografía, la masacre y el coito, como dos caras hasta entonces vetadas del poliedro que es el cuerpo humano. Dos tipos de cintas unidas por el aparente rechazo a ellas; lo prohibido, lo otro, lo indecente, lo amoral.

IV

El VHS fue, hasta hace un par de años (bastantes, de hecho) el formato único cuando se trataba de cine en casa. Pero, además de las huellas que dejaba en nosotros, nosotros dejábamos en ellos una muesca también. Una de las principales desventajas de dicho formato consistía en la poca durabilidad. Las cintas, al ser reproducidas una y otra vez, dejaban ver fallas después de un tiempo: las huellas del desgaste. Por ejemplo, uno podía saber qué cinta era la más vista por alguien tan sólo con notar en qué parte de la película aparecían fantasmas de estática. El desgaste era evidente, casi palpable: las cintas envejecían a la par del espectador. 

El casete de VHS, además, fue el palimpsesto electrónico de los ochenta y noventa. Se podía grabar y regrabar sobre él las veces que se deseara (con la consabida merma en la calidad, claro está) y de pronto un casete de VHS contenía en sí algo diferente de aquello para lo que fue destinado. Alerta Máxima 3, se leía en la etiqueta, pero al momento de reproducir el casete se encontraba con una coreografía de XV años o un gol de la selección mexicana. El VHS como representación material de nuestros gustos, deseos y preferencias. Por ejemplo, en mi casa había un VHS que tenía una etiqueta donde mi papá había dibujado un diablo y un toro. La explicación: en él estaba la película Pepe el Toro y el segundo tiempo de un encuentro entre el Toluca y el América. Tiempo después, alguien grabó la pelea final de Operación Dragón, de Bruce Lee, y algunos minutos de un noticiero: una historia de gustos cambiantes, el registro de un viaje audiovisual y de aprendizaje y discriminación de recuerdos. Álbum familiar no por cómo nos vemos sino qué buscamos.

Recorrer los casetes VHS de alguien (de alguien que aún los conserve) es asomarse a su memoria, a lo que entonces consideraba importante, vital, chusco, curioso. Obedece a significados y significantes: donde yo sólo veía un gol del deportivo Toluca, mi padre, quizás, veía un día que le fue significativo, especial, extraordinario, por alguna razón que los demás desconocemos: como en Belleza Americana, la película de Sam Mendes, en que un hombre entiende la vida (o recuerda que no entiende la vida) a partir de la simple presencia de una bolsa siendo arrastrada por el aire.  Y el VHS es el detonador de aquello que hay en su memoria, en sí.

***

Desapareció el videoclub. Desapareció luego el formato VHS. Nos mudamos de casa. Crecí. Conservé un tiempo los casetes VHS que tenía, luego me deshice de ellos. Volví al lugar donde vivimos tantos años y ahora en el videoclub hay una tienda de mascotas y una tienda de “todo a 3 pesos”. Las ciudades también son un palimpsesto, nosotros mismos lo somos: sobre el rostro del niño que siempre quiso ver Hell Raiser alguien (quizás el tiempo, quizás la vida, quizás la muerte) grabó el rostro de alguien que vio desaparecer una generación, una era, tras de sí. Me cuesta creer que ese fui yo, pero lo fui: lo soy, de cierta forma. 

Mamá escombra sus pertenencias, y de entre papeles marchitos surge un casete VHS. «¿Qué contiene?», le pregunto, y ella dice ya no recordar. Cuando se vaya, no antes, miraré ese casete, palmo a palmo, y encontraré semillas de recuerdo que haré germinar con la luz y el agua que siempre vienen cuando se recuerdan otros lugares, otros años. En algunos, el tiempo se habrá estacionado, habrá estática, una neblina sobre las imágenes y los sonidos; fantasmas. Miro la cinta del VHS, que corre de un lado al otro del casete en forma de ocho: el infinito, quizás eso sea. Un rollo de cinta negra de un lado, otro más pequeño al lado contrario: un reloj de arena negra, brillante. Aún no es el tiempo de mirarla: espero llegue muy tarde.