Shakespeare ha sido mi destino
A nadie le está dado abarcar en un
solo instante la plenitud de su
pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa,
ni a mí, que fui su parcial heredero,
nos depararon ese don. La memoria del
hombre no es una suma; es un desorden
de posibilidades indefinidas. San
Agustín, si no me engaño, habla de los
palacios y cavernas de la memoria. La
segunda metáfora es la más justa. En
esas cavernas entré.
Jorge Luis Borges, La memoria de Shakespeare
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I. El último Borges
Para cuando se publicó La memoria de Shakespeare, a Jorge Luis Borges le faltaban apenas tres años para morir, baldado en la agonía del cáncer hepático y el enfisema, mientras murmuraba el Padrenuestro encima de una cama en Ginebra, Suiza. Era ya Borges: autor superlativo responsable no solo de una obra capital e ineludible, sino de una tradición literaria a la que al día de hoy le sobran discípulos y detractores.
Se ha dicho tanto, tantas veces, sobre lo escrito por Borges, que cualquier párrafo enunciable al respecto bien podría ser una variación ingenua de los anteriores, salidos de muchas manos y muchas lenguas.
Se podría decir que, al igual que ocurre con el resto de su trabajo, La memoria de Shakespeare es un entramado sinuoso de evocaciones y cosmogonías en las que el mundo es reconstruido desde la ficción. Decir, claro, que los cuatro relatos del libro constituyen un brevísimo ejercicio de madurez y, al mismo tiempo, una constatación de oficio. Decir, desde luego, que las letras del argentino se bastan a sí mismas para renovarse con cada lectura.
Esperanzado en que no me se juzgue de cobarde por rehuir al núcleo de su obra —ese compendio ilustrísimo de los cuentos que fueron incluidos en Ficciones y El Aleph—, opto por volcarme a las líneas de un Borges menos procurado, al que no se celebra lo suficiente: el de los días finales.
No me queda sino creer que, en medio de la parodia, del desgaste que exhiben las palabras cuando se pronuncian demasiado, habrá algo atendible.
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II. El sueño y la memoria
Según la fecha planteada en su fabulación, el relato que inaugura La memoria de Shakespeare ocurre hace cuarenta años: el 25 de agosto de 1983. En él, Borges, un día después de su octogésimo cuarto aniversario, ha decidido suicidarse.
Y es Borges quien lo encuentra. Al pedir las llaves de su habitación —una pequeña pieza en el segundo piso del hotel Las Delicias—, se da cuenta de que alguien ha firmado ya su llegada. Sube las escaleras solo para toparse con él mismo, avejentado.
Los hombres no tardan en entender que ambos están soñándose, uno en un hotel, otro en una casa de la calle Maipú. Borges termina por hablarse de Stevenson, de Keats, de los espejos, de la muerte.
Al comunicar la decisión de su suicidio, el octogenario comienza un intercambio final con su versión más joven. Le confiesa: Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron.
Promete, el más viejo, que la revelación de la futura muerte quedará apenas en la memoria de su interlocutor, sepultada en la marea de los sueños.
En la obra de Borges, el sueño es la patria donde se desdibujan los tiempos. Escenario y también excusa, es el sueño donde el autor desenvaina lo mejor de su teología y de sus invenciones fantásticas (cómo ignorar el caso de Las ruinas circulares). Cifrada por las imágenes que se imitan, en la producción narrativa del argentino existe un espejo perfecto del sueño: la memoria. Acaso sería atinado entreverla como una reafirmación de la mortalidad.
“La memoria de Shakespeare”, texto que le da nombre al libro, traza la fatalidad de una devoción. Shakespeare ha sido mi destino, dice de sí mismo Hermann Soergel, personaje que comparte nombre con el arquitecto alemán que en 1928 propuso construir una presa en el Estrecho de Gibraltar para cerrar el mar Mediterráneo
Soergel recibe, de manos de Daniel Thorpe, un don abrumador: la memoria de Shakespeare. Al aceptarla, el hombre experimenta la colonización de su propio cuerpo por las evocaciones graduales que provienen desde el fondo de la voz del poeta inglés. Dice, Soergel: En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal.
La memoria opera como el testigo de las circunstancias que marcan la azarosa vida humana: ella carga con la trivialidad y el horror, la finitud y el ahogamiento. Sustraer una memoria ajena, de ser posible, no haría sino condenarnos al yugo de otra vida, vueltos sueño, simulacro.
En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro.
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III. El ripio inexistente
La prosa convive con el verso; acaso para la imaginación ambas son iguales, escribió Borges en el prólogo de sus Obras Completas, editadas por Emecé en 1973.
Es difícil delimitar los alcances estéticos de un hombre que cultivó tantas parcelas de la literatura, y, sin embargo, la prosa de Borges podría distinguirse del resto de las existentes como si en ella brillara una suerte de fosforescencia.
Quien se acerca a él es siempre vulnerable a caer en el remedo, la estampa malograda. Esa contundencia suya —tan transparente, tan luminosa— pareciera imposible de alcanzar por la propia pluma. La de Borges es una prosa inimitable no por el bestiario verbal que la habita (ese catálogo de palabras y temas fetiche que bien conocemos), sino por la íntima mecánica de su eficiencia narrativa: nada sobra nunca. Las imágenes, las figuras, las siluetas y las voces embonan con destello categórico, oraciones como versos sin ripio.
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IV. Tigres, rosas, piedras
Entre sus críticos, abundan quienes acusan a Borges de haber escrito siempre los mismos tres o cuatro cuentos. Es probable que la reincidencia de artificios y símbolos sea uno de los motivos principales detrás de esta afirmación, con la cual disiento. Sin embargo, es necesario articular los elementos de ese zodiaco personalísimo que, con ironía de por medio, se ha vuelto tan universal en la literatura contemporánea.
Quizá menos intricados que sus antecesores —la concisión es uno de los rasgos de estas piezas—, los cuentos de La memoria de Shakespeare parecieran inclinarse hacia un recurso particular: el de los objetos fantásticos que hacen las veces de motor, de engranaje que da marcha al texto. Uno de los objetos más interesantes inventados por Borges aparece en “Tigres azules”, donde estos felinos mitológicos son la excusa perfecta para hacer una exploración hacia Lahore y, de paso, construir una cadena de intertextualidades (los tigres son fuego que resplandece según Blake, signo de terrible elegancia según Chesterton).
En el cuento el profesor universitario que sale en busca de los tigres azules se encuentra con que ese es el nombre que reciben unos discos prodigiosos responsables de conversiones matemáticas irracionales: se multiplican y reducen con aritmética caprichosa, capaces de aparecer y desaparecer después de un tránsito por el vacío. Del mismo modo que ocurre con el narrador de “La memoria de Shakespeare”, el protagonista solo puede liberarse del don (vuelto maldición inesperada) después de dárselo a otras manos que lo acepten.
“La rosa de Paracelso” teje otro giro intertextual al hacer que Johannes Griesbach, teólogo que propuso un orden particular en la cronología de los evangelios sinópticos, falle en su intento de convertirse en discípulo de Paracelso: ante su petición, el alquimista suizo se niega a revivir una rosa después de carbonizarla. Solo hasta que Griesbach se retira es que Paracelso procede a restituir la vida de la flor.
¿Bastará esa imagen para resumir una de las grandes ambiciones de Borges? La de hacer literatura como quien hace alquimia: transmutando los relieves de una misma sustancia, reinventado las formas de una misma materia elemental. La rosa, eterna como todo lo que existe, cambia apenas en su apariencia.